Ernest Hemingway
Era
un atardecer muy agradable, y yo había trabajado de firme todo el día, y al fin
dejé el piso encima de la serrería y salí atravesando el patio con sus pilas de
madera, cerré la puerta, crucé la calle y entré por la puerta trasera de la
panadería que por delante daba al boulevard Montparnasse, y salí a la calle
después de pasar a través de todos los buenos aromas de pan que llenaban el
horno y la tienda. En la panadería ya tenían las luces encendidas, y afuera se
acababa el día, y caminé en la penumbra temprana hasta llegar al restaurante
del Nègre de Toulouse, donde guardaban nuestras servilletas a cuadros blancos y
rojos metidas en los servilleteros de madera y puestas en sus estanterías,
esperándonos a que fuéramos a comer. Leí el menú multicopiado en tinta violeta
y vi que el plato del día era cassoulet. Sólo leer el nombre ya me dio hambre.
Monsieur
Lavigne, el dueño, me preguntó qué tal marchaba mi trabajo y le dije que
marchaba muy bien. Dijo que me había visto trabajando en la terraza de la
Closerie des Lilas a primera hora de la mañana, pero no me había hablado porque
me vio muy ocupado.
-Parecía usted un hombre perdido en la jungla -dijo
-Cuando trabajo, soy como un topo ciego.
-¿Pero no estaba usted en la jungla, monsieur?
-En la pradera -dije.
Luego
paseé por la calle, contento con el atardecer primaveral y con la gente que
pasaba junto a mí. En los tres cafés mayores vi a personas que conocía de vista
y a otras con las que había hablado alguna vez. Pero siempre había otras
personas a las que no conocía y que parecían mucho más simpáticas, y que en los
atardeceres, cuando se encendían las luces, se apresuraban hacia algún lugar
donde se reunirían para beber en compañía, para comer en compañía, y para luego
hacer el amor. Las gentes que había en los cafés mayores acaso pensaran en lo
mismo, o acaso se contentaban con estar sentados y beber y hablar y darse el
gusto de que los demás las vieran. Las personas que a mí me eran simpáticas,
pero no conocía, iban a los grandes cafés porque allí podían estar solas y
estar juntas. Entonces los grandes cafés eran también baratos, y todos tenían
buena cerveza y los aperitivos costaban precios razonables, claramente marcados
en los platillos en que los servían.
En aquel atardecer, yo meditaba estos sanos, pero escasamente originales pensamientos, y me sentía extraordinariamente virtuoso porque había trabajado bien y de firme en un día en que me moría de ganas de ir a las carreras. Pero por entonces no tenía dinero para carreras, aunque siempre se podía ganar algún dinero precisamente en las carreras, tomándoselo con empeño. No habían llegado los días de las pruebas de saliva y otros métodos para descubrir a los caballos artificialmente estimulados, y el doping se practicaba en gran escala. Pero eso de apreciar las posibilidades de un caballo al que inyectan estimulantes, y notar los síntomas en el paddock y dejarse guiar por percepciones que a veces estaban al borde de lo extrasensorial, y luego descansar en aquellas percepciones un dinero que uno no puede de ningún modo perder, no es manera para que un joven que debe dar de comer a una esposa y un hijo haga carrera mediante el trabajo de todo el día que es aprender a escribir en prosa.
De
cualquier modo que se mirara, seguíamos muy pobres, y yo ahorraba todavía por
medios tales como el de decir que me habían invitado a almorzar, y pasar dos
horas caminando por el jardín del Luxemburgo, y volver a contarle a mi mujer el
soberbio almuerzo. Cuando un tiene veinticinco años y es un peso fuerte nato,
saltarse una comida pone muy hambriento. Pero también aguza todas las
percepciones, y un día me di cuenta de que entre mis personajes abundaban mucho
los que tenían grandes apetitos y les gustaba mucho comer y lo deseaban mucho,
y casi todos estaban pensando en beber una copa.
En
el Nègre de Toulouse bebíamos el buen vino de Cahors, en cuartillos o medias
jarras o jarras enteras, casi siempre diluyéndolo con algo así como un tercio
de agua. En casa, encima de la serrería, teníamos un vino de Córcega que
mostraba gran personalidad y un precio módico. Era un vino muy corso, y uno
podía diluirlo a partes iguales en agua, y seguir recibiendo sus
comunicaciones. O sea que en París se podía vivir muy bien pocasi nada, y
saltándose una comida de vez en cuando y no comprando nunca ropas se podía
ahorrar y permitirse lujos.
Esquivé
el Select porque vi allí a Harold Stearns, y sabía que él iba a querer hablar
de caballos, aquellos animales en los que yo pensaba llenándome de complacencia
moral y de espiritualidad, porque eran las bestias pecaminosas de las que me
había librado. Pagado de mi crepuscular virtud, pasé ante los habitantes de la
Rotonde y desdeñando el vicio y el instinto gregario, atravesé el boulevard y
me fui al Dôme. También el Dôme estaba lleno de gente, pero allí había algunas
personas que habían trabajado.
Había
chicas que aquel día habían trabajado de modelos, y había pintores que
trabajaron hasta quedarse sin luz, y había escritores que bien o mal habían
cumplido una jornada de trabajo, y había bebedores y personajes variados, y a
unos los conocía mientras los demás eran mera decoración.
Entré y me senté a una mesa donde estaba Pascin con dos modelos que eran hermanas. Pascin me hizo una seña con la mano, cuando yo estaba parado en la acera de la rué Delambre, dudando si entrar a tomar una copa o no. Pascin era un pintor muy bueno, y estaba borracho, de una borrachera sostenida y deliberada y llena de sentido. Las dos modelos eran jóvenes y bonitas. Una era muy morena, menuda, bien formada, con una viciosidad falsamente frágil. La otra era aniñada y tonta, pero muy linda, en un estilo aniñado poco duradero. No estaba tan bien formada como su hermana, pero' es que aquella primavera no lo estaba nadie
-La hermana buena y la hermana mala -dijo Pascin-. Tengo dinero. ¿Qué quieres beber?
-Una caña de rubia -dijo el camarero.
-Pide un whisky. Tengo dinero.
-Me gusta la cerveza.
-Si de verdad te gustara la cerveza irías a Lipp.
-¿Y a ti quién te ha dicho algo? -le preguntó Pascin.
-Sí.
-¿Marcha?
-Espero que sí.
-Bien. Así me gusta. ¿Y todo conserva su buen sabor?
-Sí
-¿Cuántos años tienes?
-Veinticinco.
-¿Quieres tirártela? -miró a la hermana morena y sonrió. Lo necesita.
-Ya te la
habrás tirado tú bastante por hoy.
Ella me sonrió con abiertos labios.
-Tiene muy mala lengua -dijo. Pero es bueno.
-Puedes llevártela arriba al estudio.
-No seas cerdo -dijo la hermana rubia.
-¿Y a ti quién te ha dicho algo? -le preguntó Pascin.
-Nadie. Pero yo dije lo que pienso.
-Pongámonos cómodos -dijo Pascin-. El serio joven escritor y el sabio y cordial viejo pintor, y las dos hermosas muchachas, con toda la vida abierta ante ellos.
Allí estuvimos sentados, y las chicas bebían sorbitos de sus bebidas, y Pascin se tomó otra fine à l'eau y yo mi cerveza, pero nadie estaba cómodo excepto Pascin. La morena estaba nerviosa y se exhibía como en un escaparate, volviéndose de perfil y haciendo que la luz destacara las concavidades de su cara, y enseñándome los pechos ceñidos por el jersey negro. Llevaba el pelo corto, liso y negro como el de un oriental.
-Has posado todo el día -le dijo Pascin-. ¿Hay alguna razón para que ahora sigas de modelo de este jersey?
-Me gusta -dijo ella.
-Pareces una muñeca javanesa.
-No lo dirás por los ojos -dijo ella-. Mi estilo es más complicado.
-Pareces una pobrecilla muñeca pervertida.
-Tal vez -dijo ella-. Pero estoy viva. Tú no llegas a tanto.
-Ya lo veremos.
-Muy bien -dijo ella-. Pero exijo pruebas.
-¿No las tuviste hoy?
-Oh,
eso -dijo la chica volviéndose para recoger en su cara la última luz del
crepúsculo. Te puso caliente lo que pintabas. Está enamorado de sus telas -me
explicó. Siempre hace con ellas alguna porquería…
-Quieres
que te pinte y que te pague y que te joda para aclararme la cabeza, y que
además me enamore de ti -dijo Pascin-. Pobre muñeca tonta.
-A
usted le gusto, ¿verdad, monsieur? -me preguntó ella.
-Mucho.
-Pero
usted es mucho mayor que yo -dijo con tristeza.
-Todos tenemos el mismo tamaño en la cama.
-No es verdad -dijo su hermana-. Y ya estoy harta de esta conversación.
-Mira -dijo Pascin-. Si piensas que estoy enamorado de las telas, mañana mismo te pinto a la acuarela.
-¿Cuándo cenamos? -preguntó la hermana. ¿Y dónde?
-¿Cenará usted con nosotros? -preguntó la chica morena.
-No. Iré a cenar con ma légitime…
Así se decía entonces. Ahora dicen ma
régulière.
-¿Tiene
que ir?
-Tengo que ir y quiero ir.
-Vete, pues -dijo Pascin. Y no te enamores de
la máquina de escribir.
-Si me lo noto, escribiré a lápiz.
-Mañana a acuarelar -dijo. De acuerdo, niñas, me tomo otra copa y luego cenamos donde queráis.
-Chez Vikings -dijo la morena
-Yo también -insistió la hermana.
-De acuerdo -convino Pascin-. Buenas noches, jovencito. Que duermas bien.
-Lo mismo te digo.
-Éstas no me dejan dormir -dijo él-. Nunca duermo.
-Duerme esta noche.
-¿Después de los Vikings?
Hizo una mueca, y llevaba el sombrero hacia atrás, encasquetado en la nuca. Se parecía más a un personaje de revista de Broadway a fines de siglo, que a un pintor excelente como era, y luego, cuando se hubo ahorcado, me gustaba recordarle tal como estaba aquella noche en el Dôme. Dicen que las simientes de todo lo que haremos están en todos nosotros, pero a mí me parece que en los que bromean con la vida las simientes están cubiertas con mejor tierra y más abono.
París era una fiesta (Ed. Seix Barral,
1983); traducción: Gabriel Ferrater.
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