martes, 4 de marzo de 2025

Gustavo López o el prevencionismo: locura, higiene, eugenesia

 

  Pedro Marqués de Armas 

 

 Fue el psiquiatra cubano más importante de finales del siglo XIX y principios del veinte, el de obra más vasta y de mayor alcance. A la vez clásico alienista de manicomio y librepensador en la academia, difunde los conceptos más recientes, en particular las tesis degeneracionistas, sin adscribirse de modo mimético a la teoría de la herencia. De enorme experiencia práctica, con años de servicio en Mazorra y clara visión del influjo de la pobreza y de otros factores sociales en la locura, no por eso su mirada es menos biologicista. Esgrime desde 1890 incipientes nociones eugenésicas que, lejos de apuntar al asilo de locos, señalan a la población en su conjunto desde anclajes como la sífilis, el alcoholismo y la niñez degenerada.

 Según José Ángel Bustamante en su acercamiento a la historia de la disciplina, Gustavo López García sería el verdadero precursor de la psiquiatría en Cuba”. Se le suele mencionar junto a las otras dos figuras fundadoras: José Joaquín Muñoz y Tomás Plasencia, cuyo cometidos -en modo alguno de menor alcance- fueron menos duraderos. Si Muñoz se forma en París bajo las enseñanzas de Baillarger con el propósito de ocuparse de Mazorra, de la que será el primer director médico, y Plasencia le sigue los pasos, ninguno de los dos soporta el reto de la administración española teniendo que abandonar sus puestos. Muñoz regresa a París para contar su experiencia e idealizar lo que sería un manicomio modelo, y Plasencia se va de gira por medio mundo para acabar de conocer el dispositivo. En fin, aunque fracasan, perseveran en la utopía.

 En cambio, Gustavo López se hunde hasta el fango en el alienismo colonial y no desmaya luego en la República, elaborando entre uno y otro siglo una obra tan profusa como consistente. Crítico feroz de la miseria, el abandono, la prostitución, las instituciones de menores; crítico de la “palidez” de los cuadros clínicos que se aprecian en el asilo, a donde los enfermos llegan “cuando ya nada se puede hacer”; y crítico, por tanto, de las autoridades y de sus obstáculos para reformar el manicomio, no podía sino comportarse como un psiquiatra moderno en toda regla -es él quien usa por primera vez el término psiquiatría-, como alguien llamado a detectar la enfermedad mental antes de su eclosión, y a prevenir cualquier desvío, desde la infancia a la vejez.

 Nacido en Bejucal el 27 de mayo de 1860, como tantos médicos de la Colonia su padre era dueño de haciendas, aunque no gran propietario. Se trasladó a La Habana todavía niño asistiendo al Colegio del Padre Ávila, y haciendo el bachillerato en el Instituto de La Habana ya con el propósito de hacerse médico. En sus años estudiantiles formó una academia e impulsó una revista. Obtuvo el título de Licenciado en Medicina en 1882, y el de Doctor en Medicina y Cirugía en 1887, con la tesis ¿Cómo debe entenderse el período o estado lúcido de los enajenados a fin de juzgar si son o no responsables de sus actos?” En julio de 1885 figuraba ya entre los miembros del cuerpo facultativo de la Casa General de Dementes. Sus primeros trabajos de peso aparecieron en Revista Enciclopédica y eran de carácter clínico: casos de manía, melancolía y parricidio. Una constante serán los tópicos médico-legales moviéndose entre el modelo de la responsabilidad y el de la peligrosidad, entre una mirada clásica y otra propiamente evolucionista.

 Cada vez más conocido, comenzó a colaborar en la Crónica Médico Quirúrgica por invitación de Juan Santos Fernández, que sería uno de sus mejores amigos. De entrada sus trabajos en esta publicación ocasionan admiración y alguna que otra disputa. “La afasia y la locura” (1889) fue elogiado por su rigor y reproducido fuera de la isla. Pero Estado mental de los epilépticos, presentado el 11 de abril de 1890 ante la Sociedad de Estudios Clínicos, motivó una sonada polémica con Gonzalo Aróstegui. Entre otras consideraciones, se debatía sobre la supuesta inexistencia de la epilepsia entre los chinos (colonos asiáticos en régimen semiesclavo), criterio expuesto por López a partir de sus propias observaciones en Mazorra, el Manicomio Municipal de Aldecoa y la Cárcel. Según su oponente, tal opinión constituía todo una paradoja, “tratándose de raza tan criminal”. Cómo es posible -se pregunta- que habiendo en Cuba cerca de 4000 chinos, y tantos de éstos criminales, no hubiera un solo epiléptico. Semejante resultado solo podía explicarse, según Aróstegui, por la exigua muestra en que se basó y sus débiles conocimientos (por ejemplo, el mal uso que supuestamente hacía de la clasificación de Falret).

 En su contra-respuesta, López planteó que a un artículo suyo de carácter práctico y original, Aróstegui oponía otro teórico y excesivo en citas, como de pedagogo carente de opiniones propias. Explicó que no pretendía describir “extrañas variedades de esta patología”, sino centrarse en “los actos impulsivos”, puesto que en estos radicaba “el principal peligro de los epilépticos”. López reconoció el buen análisis que su rival hacía de la amnesia y la demencia entre los epilépticos, aunque insistió siempre en el carácter observacional de su estudio contra la erudición de Aróstegui, quien lo mismo invocaba a Hipócrates  que a Legrand du Saulle. Ciertamente, Estado mental de los epilépticos (1890) -de igual título- era un ensayo extenso, que citaba de primera mano a González Echeverría, Trousseau, Charcot, Ribot, Krafft-Ebing, Falret, Tamburini, y un largo etcétera.

 Sin dudas, la exposición de Gustavo López molestó en su momento a algunos académicos. Luis Montané intervino en el debate para lamentarse de que no se hubiera referido a Lombroso y sus tesis sobre el genio y la epilepsia. Por su parte, Varona elogió el trabajo de Aróstegui (R. C, T-XII, p. 186) sin reconocer el del joven alienista. La polémica constituyó su prueba de fuego, teniendo en cuenta que el oponente era un médico exitoso de mejor posición social. Que López negara la epilepsia entre los colonos asiáticos, no significaba que minusvalorase la peligrosidad de estos, tal como apunta. En otro trabajo comentó que la melancolía, muy a menudo el “estupor melancólico”, caracteriza a la “locura de los chinos” producida “por el abuso del opio” y el “celibato que los lleva a la masturbación y la sodomía” preparándolos “para la saliente languidez de sus estados mentales”. En “Un delirante asesino” (C. M. Q, T-XVIII, 1891, p. 637-49) abordó el caso de un jornalero asiático que, afectado de delirio de persecución, “acosado por brujas y hombres blancos”, comete homicidio sobre un trabajador del ingenio. Según su dictamen el sujeto había actuado bajo la automática dependencia de una impulsiónsuscitada por “ideas erróneas”. Se trata de una visión a tono con el contexto, que apunta a la importancia de la “noción de instinto” ya no solo para explicar ciertas conductas “imprevisibles”, sino los propios delirios.

 Dos textos de esa época refuerzan estos argumentos: “Manicomios Judiciales” y Consideraciones sobre las garantías del loco. En el primero defendía el estatus de enfermo tanto del “loco criminal” como del “criminal loco”, expresando al efecto: “que se les encierre para proteger a la sociedad y protegerlos a ellos mismos, así como también para proteger al loco ordinario. Es la primera demanda en Cuba de este dispositivo -a medio camino entre el manicomio y la cárcel-, siguiendo las estipulaciones de Lombroso. En el segundo, más ambicioso -leído el 15 de noviembre de 1892 ante la Sociedad de Estudios Clínicos-, luego de criticar a la familia del enfermo mental y a la sociedad por segregar al loco, insiste en su estatus de enfermo y pide que se le trate como tal, no como bufón o delincuente. Tanto más, denuncia que con frecuencia se confunden el crimen y la enajenación, asegurando que la criminalidad del enfermo mental, además de ocasional, resulta siempre involuntaria.

 Pero ahí radicaba la cuestión: en el anudamiento y la solicitud de protección del uno y el otro, el loco y el criminal, como modo de defender a la sociedad. ¿Y cómo debe defendérsela? Según López levantando una “sólida barrera” para impedir la propagación de ambos. Solo aplicando la higiene y la pedagogía social desde el nacimiento, y aún desde antes, podrían evitarse “los estados degenerativos y hereditarios”. Para añadir que se imponía el “control de todos los seres susceptibles de enfermar”. De que estaba ante un problema generado por su entorno social (inmigración urbana, marginalidad, obrerismo, disolución de la esclavitud, etc., con su trasiego de sujetos supuestamente peligrosos), no cabe dudas, lo que hace patente su preocupación por el control extramanicomial: “¿Cómo es posible olvidar ese contingente ciertamente numeroso que nos ofrecen esos estados bautizados modernamente con los epítetos de fronterizos, desequilibrados, obsesos, degenerados, etc., que brindan tantas y tantas condiciones favorables al arrebato, a la perversión y al crimen?”

 Es así como las instancias del enfermo y el criminal se fusionan. Mientras el loco deviene sujeto a “eximir” de su criminalidad por el psiquiatra, corresponde al jurista advertir en el criminal un fondo de enfermedad. De manera que reconozcan por igual, cualquiera sea el grado de desacuerdo, la existencia de ciertos seres donde podría aflorar de manera imprevisible, si bien la locura, también el crimen, o a la inversa.

 Critica López la precariedad del derecho penal colonial, cuyos magistrados rechazaban a menudo el criterio de los médicos, rechazo “que puede llegar al colmo de la indiferencia, ya que en ocasiones ni leen los informes”. Se queja, asimismo, de la desconfianza de estos cuando se informa al tribunal de la curación de locos que previamente habían delinquido, arrogándose “el derecho de enviar médicos ajenos al caso a confirmar si hay verdadera curación”. Y añade que no solo se les pregunta si curó, sino también si curó de la predisposición, “como si esto fuera apreciable por varas o metros, como si se quisiera convertir al médico en un adivinador”. “Tales preguntas -prosigue- permiten entrever notas exageradas de la salvaguardia social y pueden llegar a determinar por esta vía, la reclusión definitiva de un curado, y la permanencia sin fin de un cuerdo en un manicomio". 

 Pero lo que no reconoce y quizá no advierte es que le devuelven sus propios presupuestos, las nociones -caras al degeneracionismo elemental- de predisposición, estados latentes, recidivas, en fin, de virtual incurabilidad. Se le devuelve, en su calidad de experto infalible y en su formulación más incómoda, la pregunta que no dudaría en responder cuando se trata de decidir entre el manicomio o la cárcel, pero que elude cuando toca regresar al individuo a la sociedad.

 Para hacer más explícita su crítica a los tribunales trae a colación el Art. 8 del Código Penal: “El loco no delinque a no ser que hubiere obrado en intervalo de razón”; y acerca de ello afirma: “Con no consentirse más apreciación, que la afirmante de haber cometido el alienado el delito en momentos de esa dicha razón... ya se tiene asegurado un delincuente”. Si el loco -apunta-, como se establece conceptualmente, delinque en este estado o período de razón, entonces es un criminal, aunque más tarde vuelva a su estado de locura. “Estaremos frente al hecho asombrosamente original y novelescamente extraño de hacer viajar a este ser tan pronto del manicomio a la prisión como de la prisión al manicomio: en el uno cuando tuviera ausente la razón, en el otro cuando tuviere ausente su enfermedad”.

 Dicho de otro modo, para López la última palabra la debe tener el médico, no el juez. De acuerdo con su criterio “el intervalo de razón” previsto en el Código Penal, en correspondencia con el “período lúcido” descrito por Legrand du Saulle, no es sino un momento de apagamiento de los síntomas de dominio exclusivo del perito psiquiatra, cuestión ante la que no debe cederse a riesgo de que se considere criminales a locos que no lo son. Esto lo lleva a impugnar el concepto mismo de loco criminal. Si es loco, dice, y la ley lo hace irresponsable, entonces no se le puede calificar de ese modo.

 Está claro que regresa a un tópico de su preferencia desarrollado tiempo atrás en su tesis de grado. Sin embargo, por más que se afane en el concepto en cuestión, propio del modelo de responsabilidad al que sigue aferrado, no parece advertir hasta qué punto se impone el de peligrosidad, que esgrime una y otra vez a pesar suyo. Su resistencia ante los tribunales topa con situaciones de carácter práctico; mientras sus contradicciones lo muestran en el doble papel de quien “protege” desde el eximente de locura -sin que el loco pueda salirse de su condición-, y pretende a la vez ocuparse de todos los “desequilibrados” habidos y por haber y, por tanto, de los riesgos implícitos en cada individuo considerado como un tipo medio social.

 Aún no había escrito sus dos trabajos más importantes de esta época, que lo muestran más permeado de las tesis degeneracionistas con su proyección extramanicomial. Se trata, en un caso, de la conferencia “Psicología morbosa. Los degenerados, pronunciada el 18 de abril de 1893; y de Higiene General de la Locura, su ensayo más ambicioso y programático. En el primero, define a los degenerados como aquellos que presentan algún cambio mental en el sentido de la declinación, del decaimiento, del incomplemento, de su trasformación a una condición más inferior. No es otra la definición elaborada por la clínica francesa, que Magnan acabará de redefinir en el contexto del evolucionismo: “un grupo de transición, un punto gradual de enlace, entre quienes se ubican en una órbita mental morbosa y las personas de sano entendimiento”. En otros términos: aquellos que no son lo suficientemente enfermos como para ser internados, pero causan determinados perjuicios sobre los que habría que intervenir. En fin, todo ese mundo de extravagantes que, como dice Gélineau, se codean con nosotros, se encuentran a cada paso por la vida y que por sus excentricidades y rarezas merecen una atención especial.  

 Así entran en su consideración el histérico entrevisto por Janet, Charcot y Legrand du Saulle, como también el neurasténico de Beard y el anancástico de Falret, entre otros. De este modo degeneración significa un estado que agrupa diversas entidades propensas a transmitirse hereditariamente, según una ley descendente. Muchos descienden de un loco delirante, que aporta epilépticos y psicópatas, que a la vez aportarían idiotas y todo tipo de anormales. Suponen un orden de descenso moral que bulle en las clases más bajas, perpetuando taras y tendencias criminales. Para el médico de manicomio comienza a gravitar una cuestión más importante o urgente que la de la locura: definitivamente ese puente que tales estados degenerativos tiende entre las diversas clases sociales, entre razas, o entre uno y otro orden familiar. Clasifica a los degenerados en dos tipos: de alto rango y rango inferior. Y se detiene entonces en un caso de “degeneración intelectual” en una familia cubana: 

Un caballero de gran inteligencia, de la mejor educación, que por todo estigma tiene una acentuada asimetría de su semblante. Pero evidencia empobrecimiento notable de su sentido moral, y perversión del sentido genital. Esta perversión consiste, en que la gente de color le seduce extraordinariamente. En su casa misma ante sus familiares paga tributo a su especial concupiscencia. Siempre tiene dos, tres o cuatro mujeres. Han de ser pardas acentuadas o completamente negras. Las mujeres de nuestra raza, los atributos refinados y encantadores de la mujer blanca, nada despiertan en él. Jamás ha pagado en compañía de ella tributo a la Venus.

 El ejemplo delata hasta qué punto podían llegar las acechanzas en una sociedad multiétnica como la cubana, recién salida de la esclavitud y, por tanto, asediada por el miedo al mestizaje. Una sociedad en la que las nociones de peligrosidad se colocan (justamente) en el corazón de los intercambios raciales, con más énfasis, si traspasan barreras de clase y género. La percepción de este principalísimo peligro, el de las mezclas raciales, se venía incrementando con el alza de la inmigración española y el trasiego de población negra hacia las ciudades. Todo lo cual acelera la puesta en escena de discursos y prácticas que se nutren de las teorías de Lombroso y del degeneracionismo francés. De ahí la “invención del ñáñigo”, con lo que supuso en cuanto a producción textual y mecanismos de control; el relato sobre la prostitución reglada, con los consecuentes censos de prostitutas y la creación del Hospital de Higiene; las redadas y deportaciones de homosexuales; el uso de la fotografía como medio de identificación (en prisiones, en Mazorra); los dispensarios especiales para niños y tuberculosos, etc.

 En Higiene General de la Locura, discurso con el que ingresa a la Academia de Ciencias el 24 de noviembre de 1895, López se inscribe aún más en esta línea, sumando a la enunciación de las problemáticas derivadas de tales estados, un definido plan preventivo que implicase el reclamo de medidas eugenésicas. Se trata, en esencia, de un proyecto de psiquiatrización de la sociedad que califica como el más avanzado de finales del siglo XIX, puesto que debe leérsele estrechamente vinculado a pretensiones de carácter práctico. A grandes rasgos, López establece un diseño a tres partes:

 1º) Higienización del matrimonio, pues “debe estimarse como un delito social el hecho harto frecuente de fomentar la propagación de la especie mediante el enlace de individuos privados de una constitución sana y estable”, preocupación que anticipa las políticas de control que tanta fuerza cobrarán a comienzos del siglo XX.

 2º) Medicalización y moralización de la mala vida, a través de medidas disciplinarias que apuntan contra “degenerados”, homosexuales y alcohólicos, grupos que constituyen en adelante los sujetos fundamentales de la profilaxis del crimen, rindiendo los consabidos argumentos de la defensa social.

 3º) Pedagogización y psiquiatrización del niño, ya sea desde la propia familia o a través de escuelas ordinarias y especiales, a fin de estudiar al menor y de apartarlo del vagabundeo y la actividad delictiva, el juego, el onanismo y cualquier acto de rebeldía.

 Demás está decir que la importancia que confiere al medio social (aunque critique el exagerado papel que se le atribuía a la herencia), no formaba parte de una concepción social, sino bio-política. O si se prefiere, de la expansión del modelo psiquiátrico sociopositivista. En este sentido, López se coloca en una posición prevencionista: “Queremos levantar un altar a la meditación preventiva” (…) “No pretendemos hacer terapéutica, apetecemos practicar la profilaxis” (…) “Lo que nosotros perseguimos es precisamente el modo de impedir la llegada, la explosión del mal”. Intenta pasar por tanto del nihilismo terapéutico propio del manicomio finisecular -de Mazorra con sus locuras “pálidas” y su onerosa gestión administrativa- al optimismo implícito de la prevención. De ahí que infancia y evolución se den cita como puntos de partida, puesto que, ligando estas nociones, se conceptualiza a la niñez como epítome de todo desvío.

 Para López no hay verdadera locura en la infancia. El desarrollo mental incompleto del niño impide que se establezca “una pérdida de razón”. Pero si las enfermedades mentales resultan “incompletas” o “frustradas” en la infancia, si tanto se insiste en ello, es justo porque no será necesario hurgar en la “razón” o la “locura” como totalidades, sino que, por el contrario, se podrá ir a la caza de aquellas anomalías (vestigios de incompletud) en las que asientan las definiciones de norma y anormalidad, válidas para todo sujeto. Dicho de otro modo, el autor de “Los degenerados” lleva al terreno de la psiquiatría el discurso de la higiene pública, fusionándolos bajo la égida evolucionista. Sus referencias no son sino la sífilis, el alcoholismo y la prostitución, como estaciones terminales de un malestar que, junto a la tuberculosis, servirán las posteriores estrategias de atención a la niñez desvalida, a las familias de clase baja y, en fin, a los sectores obreros.

 Consecuencia de estos males, se extiende sobre algunos padecimientos frecuentes entre los niños cubanos, en particular el idiotismo y la imbecilidad, apuntando en esta dirección: “La raza negra, ya pura o mestiza, ofrece en Cuba un contingente mayor de estas anomalías”. Y cita al efecto los estudios de Jules Voisin y Séglas sobre idiotismo, Gilbert Ballet y Paul Sollier sobre imbecilidad, así como la hebefrenia de Hecker y Kahlbaum, para destacar el valor de la herencia en estos cuadros, tal como lo reconocen Morel, Legrand du Saulle, Régis o Charcot. 

 Si bien López asegura que con frecuencia “se exagera el papel de la herencia”, contemplando causas accidentales y nutricionales, o biosociales como la pobreza y el abandono, no convoca a estos factores sino dentro de un análisis que los relaciona de una u otra manera con la herencia. Tal es así que expresa: “De cualquier modo que sea la influencia hereditaria, opinamos que se ofrecen sólo dos variantes: la homóloga y la disímil (heteróloga o neuropatológica). La primera es aquella que determina la misma perturbación u otra análoga, que esté dentro del canon nosográfico de la enfermedad originaria (…) La variedad disímil es la que puede ser proporcionada por afecciones las más diversas, pero con tal que el campo de su asiento esté circunscrito al sistema nervioso (…). Ninguna ley preside estas transformaciones neuromorbosas. La anarquía electiva es aquí la soberana. En ocasiones, algunos degenerados de rango superior resultan los progenitores de seres situados en los últimos grados de las monstruosidades cerebrales.”

 Ambas variantes lo adscriben a las inventivas degeneracionistas. Y aunque parece, por sus definiciones, estar más cerca de Lucas y Morel que de Magnan, no desconoce en modo alguno los trabajos del último -de amplia circulación en la isla-, a quien cita en diversas ocasiones y, en particular, a propósito del alcoholismo y el proyecto de centros especiales para este tipo de enfermos. Cierto que no habla de la heredointoxicación etílica, pero acepta una relación entre intoxicación / organicidad / trasmisión hereditaria. Carece, se ha dicho, de las “complejidades” que introducen Magnan y Legrain, pero su órbita no es otra que la degeneracionista y su ídolo la ley moreliana de la extinción de la especie. Que impugne, no la herencia, sino que se le atribuya un rol exagerado, no tendría que sorprender; no solo porque fue un argumento recurrente en la época, sino por tratarse -en su caso- de un médico práctico conocedor de problemáticas muy diversas, ciertamente expresivas de un medio heterogéneo como la sociedad cubana. Su demanda de impedir ciertos matrimonios y de controlar la sífilis y el alcoholismo para evitar una descendencia viciada, está al orden del día, y, en cualquier caso, coincide con los preceptos de la psiquiatría francesa.

 Correspondió a Juan Santos Fernández, cercano amigo y promotor, contestar el discurso de ingreso a la Academia de Gustavo López. Al margen de los elogios de que lo colma, lo significativo es señalar la claridad con que se expresa quien estaba al frente de varias instituciones sanitarias de indudable alcance. Para Santos Fernández, la higiene es una “ciencia de Gobierno” y debe validársela si se pretende que "un Estado tenga sólidas bases". Destaca, luego, esta redomada nota racista: 

Si volvemos la vista a la antropología y nos fijamos en el conglomerado de razas existentes en Cuba, no podremos menos de apreciar una vez más la oportunidad del asunto que nos ocupa y el papel que desempeña el factor étnico en el desarrollo de las disgénesis cerebrales, cuando al mestizo de razas inferiores, ya condenado a extinguirse, le castiga el alcoholismo, la sífilis hereditaria o adquirida y los matrimonios consanguíneos. Unid a todo, el descuido en la educación del niño y decidme si no hay derecho para pensar que ante tal criminal abandono del ser que ha de constituir la sociedad de mañana, resultan de algún modo disculpables las calenturientas concepciones de Malthus.

 

 A Gustavo López lo sorprendió la guerra del 95 en Mazorra donde se mantuvo hasta la caída de la dominación española, siendo testigo impotente del hambre y el abandono, el acantonamiento de tropas, las sucesivas epidemias y la elevada mortalidad. “En todo el año no se ha necesitado una camisa de fuerza, porque convertidos en espectros, esperan la muerte, de que sólo ha escapado la tercera parte”, aseguraba. No se apartó, en este periodo, de sus gestiones en la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales, esforzándose en mantener en circulación los Anales en medio del desasosiego y la falta de recursos. Conocedor de la obra de José Joaquín Muñoz y en posesión de los archivos, ya había escrito en 1889 una breve historia de la institución que tituló “Nuestra Casa General de Enajenados. Su pasado, su presente y su porvenir”. En carta que escribe a la sazón, califica al manicomio de “pocilga o corral de encierro” y acusa al Gobierno de no ocuparse del mismo. “No reúne ninguna de las condiciones reclamadas por la ciencia contemporánea”, y añade este interesante balance: “El tesoro público, el Estado, que conjuntamente con los Ayuntamientos, y por propio prestigio, deberían atender al asilo benéfico, único que recoge los alienados de todas las poblaciones de la Isla, lo descuidan al punto de que mientras la primera institución amengua más y más el socorro que destina al Manicomio, los Ayuntamientos, en su inmensa mayoría, no abonan las dietas que corresponden a cada loco de sus respectivos términos. El Ayuntamiento de La Habana debe hoy al asilo más de 300 000 pesos oro, y conjunta la deuda de todo el país, pasa de más de medio millón de pesos oro”.

 Diez años más tarde, con la llegada de la independencia, publica un trabajo mucho más extenso que lo reafirma en esa faceta de historiador, si entendemos tales recuentos como una práctica discursiva propia de etapas de cambio. Ciertamente, su estudio Los locos en Cuba, aunque en parte deudor de la exposición que hiciera Muñoz tres décadas antes, completaba muchos otros capítulos, también en la dirección de los relatos modernizadores: en un caso la primera dirección científica del asilo, en el otro su reforma tras el estancamiento colonial. Escrito de cara a las transformaciones que se imponían, Los locos en Cuba procura una narrativa en ruptura con el pasado. Si la psiquiatría había avanzado en los “países civilizados”, ese no era el caso de Cuba. Ni en San Dionisio en el segundo cuarto del siglo XIX, ni en Mazorra hasta la fecha, nunca los locos fueron tratados con arreglo a un plan científico y humano. Los esfuerzos y aportes del Obispo Espada, Nicolás Gutiérrez, Muñoz y Plasencia, aunque aliviaron la suerte de aquellos, más temprano o tarde se estrellaron contra la realidad. No más que horrores. Y un único culpable: la administración española, corrupta amén de profana.

 Se impone, pues, una reforma a fondo. Una dirección médica, autónoma, sin interferencias burocráticas. Recursos. Limpieza. Cuidados. Buen trato. Desde luego, el trasfondo de las demandas apunta a esa “higienización a la americana” que, con el Gobierno Interventor, se ha extendido con celeridad en diferentes áreas institucionales, desde la educación a las prisiones y desde el control de las enfermedades contagiosas al de la pobreza, la errancia y la locura. En este contexto, López ocupa un lugar de avanzada abogando por el modelo norteamericano. Así resumía lo que prometía ser un “cambio radical” a partir de un presupuesto inicial de 77 000 pesos:

En breve plazo se solucionarán los problemas de las excretas, dotación abundante de aguas, del gabinete hidroterápico, un primer pabellón modelo para melancólicos, al que seguirán cinco más; otro pabellón para enfermedades infecciosas, sala de disección y depósito de cadáveres, local para el lavado al vapor, teléfonos, timbres eléctricos, etc. La Autoridad Superior promete espontáneamente su decidido apoyo para que este templo de caridad, que ha sufrido vicisitudes sin cuento, llegue, en no lejano día, a figurar al lado de los mejores de América, para que alcance a ser verdaderamente digno de la noble misión que entraña su existencia, y estar, desde luego, en armonía con la cultura de este pueblo y con la altura de los progresos científicos de nuestros días.

 Y aunque tiene claro que Mazorra ya no es su lugar, pues acaba de instalarse en la práctica hospitalaria y lo esperan diversos desafíos dentro de la nueva organización sanitaria, termina con esta nota optimista: “No cabe dudar de que así sucederá. El loco en Cuba ya está de pláceme… La Caridad sonríe”.


 Como miembro de la Academia de Ciencias, Gustavo López llega a la república con un irreprochable aval. Miembro de número desde febrero de 1895. Un año más tarde sustituye a Gonzalo Aróstegui en la dirección de los Anales, puesto que salvo un breve periodo ocupó hasta su muerte. En 1897 integra la Junta de Gobierno, con cargo de bibliotecario ascendiendo en breve al rango de secretario de la institución, en el que permanecerá hasta 1907 “luchando con las difíciles circunstancias que conmovieron al país en ese período constitutivo de  nuestra nacionalidad y con las múltiples atenciones que impusiera la emigración de la Academia a la Universidad, a causa del derribo del exconvento de San Agustín y la construcción del nuevo edificio, realizada durante el gobierno del Dr. Leonardo Wood”. No solo logró, en los peores momentos, que los Anales no dejaran de salir, sino que estos se ajustaran a las exigencias de los nuevos tiempos. 

 Había sido además miembro de la Sociedad Antropológica de la Habana (1899), así como de la Sociedad de Estudios Clínicos (1890), cuya revista dirigió por algunos años; socio numerario de la Sociedad Económica de Amigos del País (1891); secretario del Comité de la Prensa Médico-Farmacéutica (1893); vicesecretario de la Sociedad de Higiene (1894); miembro de la Sociedad de Socorros Mutuos de Médicos; y vicepresidente del III Congreso Médico Pan-Americano, que se realizó en La Habana en 1901.

 Comisionado por la Academia de Ciencias, representó a Cuba en el XIV Congreso Internacional de Medicina, celebrado en Madrid en abril de 1903, y al que asiste acompañado de Santos Fernández y Claudio Delgado, este colaborador de Carlos J. Finlay. Para el viaje, la Cámara de Representantes aprobó un mes antes, por mediación de José A. Malberty, un crédito de 2000 pesos para cubrir las necesidades de los participantes. En este evento al que concurren Ramón y Cajal e Iván Pávlov, quienes ostentan sus tesis fundamentales sobre la neurona como unidad funcional del sistema nervioso, y los reflejos condicionados, Gustavo López expone la doctrina no menos fundamental sobre la fiebre amarilla, desde el descubrimiento por Finlay del agente trasmisor hasta su virtual erradicación en la isla gracias a la “implantación de las más modernas conquistas de la higiene”. En el congreso, presenta además su ponencia “Algunas consideraciones acerca de las psicopatías observadas en la Isla de Cuba”, que no era sino una versión actualizada del trabajo que presentó en 1890 al Congreso Médico Regional; pero que califica ahora, sin dudas, como la primera exposición sobre psiquiatría cubana en un congreso internacional.

 En la misma hablará de un aumento continuo de la locura en su país, mucho más marcado tras la guerra con España, “donde todos los hogares se han perturbado y fortunas enteras han venido a tierra”. Para ello se apoya en las estadísticas de Mazorra, aunque también de hospitales y clínicas privadas de todas las provincias, explicando la mayor prevalencia en la raza negra como resultado de la “prostitución, el dolor moral, el hambre y las privaciones”. Sobre la locura entre la población asiática, señala su propensión a las afecciones del ánimo, mayormente motivadas por “los abusos de fumar el jugo impuro de la adormidera”. A su vez ratifica su criterio sobre la inexistencia de la epilepsia entre los asiáticos, apelando, ahora con más autoridad, a su experiencia observacional.

 En cuanto a las entidades nosológicas más frecuentes en la isla coloca en primer lugar las manías y depresiones, si bien apreciaba un incremento de los “delirios sistematizados” y los “estados mentales de los degenerados”. En cambio, la psicosis alcohólica, a pesar de que “se consume crecida cantidad de bebida”, así como la parálisis general, resultaban infrecuentes. Gustavo López hacía extensivo el término psicopatía a todo tipo de locura. Su ponencia será ampliamente citada dentro y fuera de la isla, y las estadísticas en particular, esgrimidas con frecuencia ante las autoridades en demanda de que se amplíen los recursos sanitarios.

 Una de las “consideraciones” más significativas es la que ofrece sobre la baja frecuencia de la parálisis general en Cuba, siguiendo así una apreciación lanzada por José Joaquín Muñoz en su época como director facultativo de Mazorra, y que asegura haber corroborado en su larga estadía al frente del asilo. Para López este comportamiento constituye “una rareza” considerando que, en Francia, y según lo establecido por Legrand du Saulle y Ball, entre otros, hasta una cuarta parte de los enfermos varones estaban aquejados de parálisis. De ahí que exprese: “Es verdaderamente extraño que en Cuba ocurra precisamente lo contrario; y no en un año, ni en una pequeña época determinada, sino que así viene ocurriendo desde hace muy remota fecha”. Se trata de un hallazgo -añade- que han advertido y confirmado otros médicos cubanos tanto en asilos como en sanatorios privados. En su búsqueda de una explicación, señalará al factor etiológico de la sífilis -mejor conocido en el momento en que escribe- como más propio de los “centros populosos”, es decir, de las grandes ciudades.

 En esta dirección, López apunta: “En quince años de servicio en el Asilo Mazorra, notamos que el número de casos de esta dolencia recaía preferentemente en inmigrantes, en sujetos españoles, gente del comercio y militares que, por la clase de vida errante libre, o cuyo estado célibe los acerca tanto a la infección sifilítica. Los casos que observamos de 1894 a 1900, en militares, comerciantes y empleados españoles, en que completamos los datos probatorios, no permiten duda de ninguna clase”.

 Sin embargo, no responde por eso al problema que plantea: el de la baja incidencia en la población insular de ambos sexos: blancos, negros, mestizos, asiáticos, etc. A diferencia de Muñoz varias décadas antes, López no se aventura en explicaciones climáticas o sobre las costumbres. Menciona, sí, los “modernos estudios” sobre “la presencia de linfocitos” en el líquido cefalorraquídeo y especula con que no todas las “encefalopatías sifilíticas” terminen en parálisis.

 Cabe, entonces, preguntarse por el verdadero lugar que la sífilis, con todas sus consecuencias, ocupa a lo largo de su obra. ¿No era acaso una de sus principales preocupaciones hacia 1895 cuando adelanta casi un programa de prevención y eugenesia en su Higiene general de la locura? ¿Se corresponde con la magnitud de las aprehensiones el que en la práctica sea tan escasa la presencia de la parálisis general progresiva entre los cubanos? Desde luego, tales lagunas poco importan, puesto que en modo alguno afectan la continuidad de un proyecto que se proclamó en todo momento como preventivo y curativo.

 Si bien para muchos autores de las últimas décadas del XIX la sífilis era una enfermedad hereditaria (no congénita, como en algunos casos), no por eso podía excluirse el tratamiento de rigor, aunque este fuera o no efectivo. “Todo médico debe someter sus casos de sífilis primaria y secundaria, a un tratamiento mixto, continuado y tan completo como la índole de las manifestaciones infectivas lo requiera. Ello haciendo, se pone en práctica la profilaxis de la sífilis cerebral”. Solo que la exhaustividad terapéutica resulta, en todo momento, el recurso de una cruzada higiénica que pretende alcanzar los más recónditos vestigios, allí donde el germen -a su juicio abundante y velozmente esparcido- conduce a la “decadencia intelectual y moral” y a la “degeneración de la especie humana” (léase también “cubana”).


 Si algo cambia en su relato al alborear el nuevo siglo, es el foco y no el orden del discurso: un ajuste o encuadre experimental, o, si se prefiere, resueltamente somaticista, toda vez que el descubrimiento del agente causal de la avariosis, el treponema pallidum, estaba al caer. Será justamente la sífilis cerebral y su estudio mediante incipientes técnicas de laboratorio, lo que mejor lo ocupe en adelante. Se produce así un “retorno a la clínica”, de trasfondo hospitalario, que propicia la selección de casos y las propuestas de investigación, sin que el fundamento degeneracionista -que lo acompaña de una a otra centuria- ceda en manera alguna. En este sentido, destacan sus artículos sobre la histeria, la corea y la manía y, sobre todo, los dedicados a los trastornos mentales de los sifilíticos, tema que consolida en una ponencia presentada en 1905 al I Congreso Médico Nacional. Se suman numerosos informes médico-legales, varios de trascendencia pública, como el relacionado con el “caso Aguilera”, quien, dominado por un delirio de persecución diera muerte al general Rafael Portuondo. Algunos de sus trabajos de esta etapa -incluyendo “Un loco condenado” sobre el caso aludido- aparecerán en la Revista Frenopática Española, en la que los psiquiatras cubanos colaboraban con frecuencia.

 En estos años se desempeña como especialista de la Clínica de Enfermedades Nerviosas y Mentales del Sanatorio La Purísima Concepción, de la Asociación de Dependientes, establecida tras su estancia en España en 1903, en la que visitó diversos centros psiquiátricos, siguiendo hacia Estados Unidos con el mismo propósito. De esta gira que se extendió de mediados de abril a los primeros días de junio, derivó un proyecto con planos de propia elaboración que se materializaría en breve. En Washington fue recibido por Gonzalo de Quesada y Miranda en la Legación Cubana, registrando su experiencia en un artículo publicado en El Fígaro, semanario ilustrado con el que colaboró en no pocas ocasiones, lo mismo antes que tras la independencia. En 1894, por ejemplo, un adelanto de su semblanza sobre Joaquín Andrés de Dueñas; y en 1902, un recuento histórico de la Academia de Ciencias. Por su parte, la revista lo colmó de elogios ilustrando sus páginas con retratos suyos y un curioso retablo familiar.

 Fue miembro fundador y presidente de la Sociedad de Psiquiatría y Neurología (1911), que le encomienda un estudio sobre el estado de la asistencia psiquiátrica, al tiempo que su órgano de prensa, Archivos de Medicina Mental, reedita “Los locos en Cuba”. Era sobrino del catedrático Gabriel María García y cercano amigo del médico de Martí, Ramón Luis Miranda. En sus últimos tiempos, la Academia le encargó ocuparse de la creación del Panteón de los Académicos. Agobiado por una hija postrada y aquejado también él de una enfermedad invalidante, falleció en La Habana el 11 de junio de 1912. En artículo necrológico para los Anales, Santos Fernández lamentó la partida del “nuevo Pinel”. Y sin despegarse un ápice de viejos hábitos, resumía así su labor: “Pudo apreciar de cerca los efectos del elitismo, de la avariosis, como se ha dado en llamar ahora a la sífilis, de los matrimonios consanguíneos y de todas aquellas causas que tienden a perturbar o a aniquilar el cerebro”.



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