Pedro Marqués de Armas
Fue el psiquiatra cubano más importante de finales del siglo XIX y principios del veinte, el de obra más vasta y de mayor alcance. A la vez clásico alienista de manicomio y librepensador en la academia, difunde los conceptos más recientes, en particular las tesis degeneracionistas, sin adscribirse de modo mimético a la teoría de la herencia. De enorme experiencia práctica, con años de servicio en Mazorra y clara visión del influjo de la pobreza y de otros factores sociales en la locura, no por eso su mirada es menos biologicista. Esgrime desde 1890 incipientes nociones eugenésicas que, lejos de apuntar al asilo de locos, señalan a la población en su conjunto desde anclajes como la sífilis, el alcoholismo y la niñez degenerada.
Según José Ángel Bustamante en su acercamiento a la historia de la disciplina, Gustavo López García sería el “verdadero precursor de la psiquiatría en Cuba”. Se le suele mencionar junto a las otras dos figuras fundadoras: José Joaquín Muñoz y Tomás Plasencia, cuyo cometidos -en modo alguno de menor alcance- fueron menos duraderos. Si Muñoz se forma en París bajo las enseñanzas de Baillarger con el propósito de ocuparse de Mazorra, de la que será el primer director médico, y Plasencia le sigue los pasos, ninguno de los dos soporta el reto de la administración española teniendo que abandonar sus puestos. Muñoz regresa a París para contar su experiencia e idealizar lo que sería un manicomio modelo, y Plasencia se va de gira por medio mundo para acabar de conocer el dispositivo. En fin, aunque fracasan, perseveran en la utopía.
En cambio, Gustavo López se hunde hasta el fango en el alienismo colonial y no desmaya luego en la República, elaborando entre uno y otro siglo una obra tan profusa como consistente. Crítico feroz de la miseria, el abandono, la prostitución, las instituciones de menores; crítico de la “palidez” de los cuadros clínicos que se aprecian en el asilo, a donde los enfermos llegan “cuando ya nada se puede hacer”; y crítico, por tanto, de las autoridades y de sus obstáculos para reformar el manicomio, no podía sino comportarse como un psiquiatra moderno en toda regla -es él quien usa por primera vez el término psiquiatría-, como alguien llamado a detectar la enfermedad mental antes de su eclosión, y a prevenir cualquier desvío, desde la infancia a la vejez.
Nacido en Bejucal el 27 de mayo de 1860, como tantos médicos de la Colonia
su padre era dueño de haciendas, aunque no gran propietario. Se trasladó a La
Habana todavía niño asistiendo al Colegio del Padre Ávila, y haciendo el
bachillerato en el Instituto de La Habana ya con el propósito de hacerse
médico. En sus años estudiantiles formó una academia e impulsó una revista. Obtuvo
el título de Licenciado en Medicina en 1882, y el de Doctor en Medicina y
Cirugía en 1887, con la tesis “¿Cómo debe entenderse el período o
estado lúcido de los enajenados a fin de juzgar si son o no responsables de sus
actos?” En julio de 1885 figuraba ya entre los miembros del cuerpo facultativo
de la Casa General de Dementes. Sus primeros trabajos de peso aparecieron en Revista
Enciclopédica y eran de carácter clínico: casos de manía, melancolía y
parricidio. Una constante serán los tópicos médico-legales moviéndose entre el
modelo de la responsabilidad y el de la peligrosidad, entre una mirada clásica
y otra propiamente evolucionista.
Sin dudas, la exposición de Gustavo López molestó en su momento a algunos académicos. Luis Montané intervino en el debate para lamentarse de que no se hubiera referido a Lombroso y sus tesis sobre el genio y la epilepsia. Por su parte, Varona elogió el trabajo de Aróstegui (R. C, T-XII, p. 186) sin reconocer el del joven alienista. La polémica constituyó su prueba de fuego, teniendo en cuenta que el oponente era un médico exitoso de mejor posición social. Que López negara la epilepsia entre los colonos asiáticos, no significaba que minusvalorase la peligrosidad de estos, tal como apunta. En otro trabajo comentó que la melancolía, muy a menudo el “estupor melancólico”, caracteriza a la “locura de los chinos” producida “por el abuso del opio” y el “celibato que los lleva a la masturbación y la sodomía” preparándolos “para la saliente languidez de sus estados mentales”. En “Un delirante asesino” (C. M. Q, T-XVIII, 1891, p. 637-49) abordó el caso de un jornalero asiático que, afectado de delirio de persecución, “acosado por brujas y hombres blancos”, comete homicidio sobre un trabajador del ingenio. Según su dictamen el sujeto había actuado bajo la “automática dependencia de una impulsión” suscitada por “ideas erróneas”. Se trata de una visión a tono con el contexto, que apunta a la importancia de la “noción de instinto” ya no solo para explicar ciertas conductas “imprevisibles”, sino los propios delirios.
Dos textos de esa época refuerzan estos argumentos:
“Manicomios
Judiciales” y Consideraciones sobre las garantías del loco. En el
primero defendía el estatus de enfermo tanto del “loco criminal” como del “criminal
loco”, expresando al efecto: “que se les encierre para
proteger a la sociedad y protegerlos a ellos mismos, así como también para
proteger al loco ordinario”. Es la primera demanda en Cuba de este
dispositivo -a medio camino entre el manicomio y la cárcel-, siguiendo las estipulaciones
de Lombroso. En el segundo, más ambicioso -leído el 15 de noviembre de 1892
ante la Sociedad de Estudios Clínicos-, luego de criticar a la familia del
enfermo mental y a la sociedad por segregar al loco, insiste en su estatus de
enfermo y pide que se le trate como tal, no como bufón o delincuente. Tanto
más, denuncia que con frecuencia se confunden el crimen y la enajenación,
asegurando que la criminalidad del enfermo mental, además de ocasional, resulta
siempre involuntaria.
Es así como las instancias del enfermo y el criminal se fusionan. Mientras el loco deviene sujeto a “eximir” de su criminalidad por el psiquiatra, corresponde al jurista advertir en el criminal un fondo de enfermedad. De manera que reconozcan por igual, cualquiera sea el grado de desacuerdo, la existencia de ciertos seres donde podría aflorar de manera imprevisible, si bien la locura, también el crimen, o a la inversa.
Critica López la precariedad del derecho penal colonial, cuyos magistrados rechazaban a menudo el criterio de los médicos, rechazo “que puede llegar al colmo de la indiferencia, ya que en ocasiones ni leen los informes”. Se queja, asimismo, de la desconfianza de estos cuando se informa al tribunal de la curación de locos que previamente habían delinquido, arrogándose “el derecho de enviar médicos ajenos al caso a confirmar si hay verdadera curación”. Y añade que no solo se les pregunta si curó, sino también si curó de la predisposición, “como si esto fuera apreciable por varas o metros, como si se quisiera convertir al médico en un adivinador”. “Tales preguntas -prosigue- permiten entrever notas exageradas de la salvaguardia social y pueden llegar a determinar por esta vía, la reclusión definitiva de un curado, y la permanencia sin fin de un cuerdo en un manicomio".
Pero lo
que no reconoce y quizá no advierte es que le devuelven sus propios presupuestos,
las nociones -caras al degeneracionismo elemental- de predisposición, estados
latentes, recidivas, en fin, de virtual incurabilidad. Se le devuelve, en su
calidad de experto infalible y en su formulación más incómoda, la pregunta que no
dudaría en responder cuando se trata de decidir entre el manicomio o la cárcel,
pero que elude cuando toca regresar al individuo a la sociedad.
Dicho de otro modo, para López la última palabra la debe tener el médico, no el juez. De acuerdo con su criterio “el intervalo de razón” previsto en el Código Penal, en correspondencia con el “período lúcido” descrito por Legrand du Saulle, no es sino un momento de apagamiento de los síntomas de dominio exclusivo del perito psiquiatra, cuestión ante la que no debe cederse a riesgo de que se considere criminales a locos que no lo son. Esto lo lleva a impugnar el concepto mismo de loco criminal. Si es loco, dice, y la ley lo hace irresponsable, entonces no se le puede calificar de ese modo.
Está claro que regresa a un tópico de su preferencia desarrollado tiempo atrás en su tesis de grado. Sin embargo, por más que se afane en el concepto en cuestión, propio del modelo de responsabilidad al que sigue aferrado, no parece advertir hasta qué punto se impone el de peligrosidad, que esgrime una y otra vez a pesar suyo. Su resistencia ante los tribunales topa con situaciones de carácter práctico; mientras sus contradicciones lo muestran en el doble papel de quien “protege” desde el eximente de locura -sin que el loco pueda salirse de su condición-, y pretende a la vez ocuparse de todos los “desequilibrados” habidos y por haber y, por tanto, de los riesgos implícitos en cada individuo considerado como un tipo medio social.
Aún no había escrito sus dos trabajos más importantes de esta época, que lo muestran más permeado de las tesis degeneracionistas con su proyección extramanicomial. Se trata, en un caso, de la conferencia “Psicología morbosa. Los degenerados”, pronunciada el 18 de abril de 1893; y de Higiene General de la Locura, su ensayo más ambicioso y programático. En el primero, define a los degenerados como “aquellos que presentan algún cambio mental en el sentido de la declinación, del decaimiento, del incomplemento, de su trasformación a una condición más inferior”. No es otra la definición elaborada por la clínica francesa, que Magnan acabará de redefinir en el contexto del evolucionismo: “un grupo de transición, un punto gradual de enlace, entre quienes se ubican en una órbita mental morbosa y las personas de sano entendimiento”. En otros términos: aquellos que no son lo suficientemente enfermos como para ser internados, pero causan determinados perjuicios sobre los que habría que intervenir. En fin, “todo ese mundo de extravagantes que, como dice Gélineau, se codean con nosotros, se encuentran a cada paso por la vida y que por sus excentricidades y rarezas merecen una atención especial”.
Así entran en su consideración el histérico entrevisto por Janet, Charcot y Legrand du Saulle, como también el neurasténico de Beard y el anancástico de Falret, entre otros. De este modo degeneración significa un estado que agrupa diversas entidades propensas a transmitirse hereditariamente, según una ley descendente. Muchos descienden de un loco delirante, que aporta epilépticos y psicópatas, que a la vez aportarían idiotas y todo tipo de anormales. Suponen un orden de descenso moral que bulle en las clases más bajas, perpetuando taras y tendencias criminales. Para el médico de manicomio comienza a gravitar una cuestión más importante o urgente que la de la locura: definitivamente ese puente que tales estados degenerativos tiende entre las diversas clases sociales, entre razas, o entre uno y otro orden familiar. Clasifica a los degenerados en dos tipos: de alto rango y rango inferior. Y se detiene entonces en un caso de “degeneración intelectual” en una familia cubana:
Un
caballero de gran inteligencia, de la mejor educación, que por todo estigma
tiene una acentuada asimetría de su semblante. Pero evidencia empobrecimiento
notable de su sentido moral, y perversión del sentido genital. Esta perversión
consiste, en que la gente de color le seduce extraordinariamente. En su casa
misma ante sus familiares paga tributo a su especial concupiscencia. Siempre
tiene dos, tres o cuatro mujeres. Han de ser pardas acentuadas o completamente
negras. Las mujeres de nuestra raza, los atributos refinados y encantadores de
la mujer blanca, nada despiertan en él. Jamás ha pagado en compañía de ella
tributo a la Venus.
1º)
Higienización del matrimonio, pues “debe estimarse como un delito social el
hecho harto frecuente de fomentar la propagación de la especie mediante el
enlace de individuos privados de una constitución sana y estable”, preocupación
que anticipa las políticas de control que tanta fuerza cobrarán a comienzos del
siglo XX.
2º) Medicalización y moralización de la mala vida, a través de medidas disciplinarias que apuntan contra “degenerados”, homosexuales y alcohólicos, grupos que constituyen en adelante los sujetos fundamentales de la profilaxis del crimen, rindiendo los consabidos argumentos de la defensa social.
Demás está decir que la importancia que confiere al medio social (aunque critique el exagerado papel que se le atribuía a la herencia), no formaba parte de una concepción social, sino bio-política. O si se prefiere, de la expansión del modelo psiquiátrico sociopositivista. En este sentido, López se coloca en una posición prevencionista: “Queremos levantar un altar a la meditación preventiva” (…) “No pretendemos hacer terapéutica, apetecemos practicar la profilaxis” (…) “Lo que nosotros perseguimos es precisamente el modo de impedir la llegada, la explosión del mal”. Intenta pasar por tanto del nihilismo terapéutico propio del manicomio finisecular -de Mazorra con sus locuras “pálidas” y su onerosa gestión administrativa- al optimismo implícito de la prevención. De ahí que infancia y evolución se den cita como puntos de partida, puesto que, ligando estas nociones, se conceptualiza a la niñez como epítome de todo desvío.
Para López no hay verdadera locura en la infancia. El desarrollo mental incompleto del niño impide que se establezca “una pérdida de razón”. Pero si las enfermedades mentales resultan “incompletas” o “frustradas” en la infancia, si tanto se insiste en ello, es justo porque no será necesario hurgar en la “razón” o la “locura” como totalidades, sino que, por el contrario, se podrá ir a la caza de aquellas anomalías (vestigios de incompletud) en las que asientan las definiciones de norma y anormalidad, válidas para todo sujeto. Dicho de otro modo, el autor de “Los degenerados” lleva al terreno de la psiquiatría el discurso de la higiene pública, fusionándolos bajo la égida evolucionista. Sus referencias no son sino la sífilis, el alcoholismo y la prostitución, como estaciones terminales de un malestar que, junto a la tuberculosis, servirán las posteriores estrategias de atención a la niñez desvalida, a las familias de clase baja y, en fin, a los sectores obreros.
Consecuencia de estos males, se extiende sobre algunos padecimientos frecuentes entre los niños cubanos, en particular el idiotismo y la imbecilidad, apuntando en esta dirección: “La raza negra, ya pura o mestiza, ofrece en Cuba un contingente mayor de estas anomalías”. Y cita al efecto los estudios de Jules Voisin y Séglas sobre idiotismo, Gilbert Ballet y Paul Sollier sobre imbecilidad, así como la hebefrenia de Hecker y Kahlbaum, para destacar el valor de la herencia en estos cuadros, tal como lo reconocen Morel, Legrand du Saulle, Régis o Charcot.
Si bien López asegura que con frecuencia “se exagera el papel de la herencia”, contemplando causas accidentales y nutricionales, o biosociales como la pobreza y el abandono, no convoca a estos factores sino dentro de un análisis que los relaciona de una u otra manera con la herencia. Tal es así que expresa: “De cualquier modo que sea la influencia hereditaria, opinamos que se ofrecen sólo dos variantes: la homóloga y la disímil (heteróloga o neuropatológica). La primera es aquella que determina la misma perturbación u otra análoga, que esté dentro del canon nosográfico de la enfermedad originaria (…) La variedad disímil es la que puede ser proporcionada por afecciones las más diversas, pero con tal que el campo de su asiento esté circunscrito al sistema nervioso (…). Ninguna ley preside estas transformaciones neuromorbosas. La anarquía electiva es aquí la soberana. En ocasiones, algunos degenerados de rango superior resultan los progenitores de seres situados en los últimos grados de las monstruosidades cerebrales.”
Ambas variantes lo adscriben a las inventivas degeneracionistas. Y aunque parece, por sus definiciones, estar más cerca de Lucas y Morel que de Magnan, no desconoce en modo alguno los trabajos del último -de amplia circulación en la isla-, a quien cita en diversas ocasiones y, en particular, a propósito del alcoholismo y el proyecto de centros especiales para este tipo de enfermos. Cierto que no habla de la heredointoxicación etílica, pero acepta una relación entre intoxicación / organicidad / trasmisión hereditaria. Carece, se ha dicho, de las “complejidades” que introducen Magnan y Legrain, pero su órbita no es otra que la degeneracionista y su ídolo la ley moreliana de la extinción de la especie. Que impugne, no la herencia, sino que se le atribuya un rol exagerado, no tendría que sorprender; no solo porque fue un argumento recurrente en la época, sino por tratarse -en su caso- de un médico práctico conocedor de problemáticas muy diversas, ciertamente expresivas de un medio heterogéneo como la sociedad cubana. Su demanda de impedir ciertos matrimonios y de controlar la sífilis y el alcoholismo para evitar una descendencia viciada, está al orden del día, y, en cualquier caso, coincide con los preceptos de la psiquiatría francesa.
Correspondió a Juan Santos Fernández, cercano amigo y promotor, contestar el discurso de ingreso a la Academia de Gustavo López. Al margen de los elogios de que lo colma, lo significativo es señalar la claridad con que se expresa quien estaba al frente de varias instituciones sanitarias de indudable alcance. Para Santos Fernández, la higiene es una “ciencia de Gobierno” y debe validársela si se pretende que "un Estado tenga sólidas bases". Destaca, luego, esta redomada nota racista:
Si volvemos la vista a la antropología y nos fijamos en el conglomerado de razas existentes en Cuba, no podremos menos de apreciar una vez más la oportunidad del asunto que nos ocupa y el papel que desempeña el factor étnico en el desarrollo de las disgénesis cerebrales, cuando al mestizo de razas inferiores, ya condenado a extinguirse, le castiga el alcoholismo, la sífilis hereditaria o adquirida y los matrimonios consanguíneos. Unid a todo, el descuido en la educación del niño y decidme si no hay derecho para pensar que ante tal criminal abandono del ser que ha de constituir la sociedad de mañana, resultan de algún modo disculpables las calenturientas concepciones de Malthus.
A Gustavo López lo sorprendió la guerra del 95 en Mazorra donde se mantuvo hasta la caída de la dominación española, siendo testigo impotente del hambre y el abandono, el acantonamiento de tropas, las sucesivas epidemias y la elevada mortalidad. “En todo el año no se ha necesitado una camisa de fuerza, porque convertidos en espectros, esperan la muerte, de que sólo ha escapado la tercera parte”, aseguraba. No se apartó, en este periodo, de sus gestiones en la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales, esforzándose en mantener en circulación los Anales en medio del desasosiego y la falta de recursos. Conocedor de la obra de José Joaquín Muñoz y en posesión de los archivos, ya había escrito en 1889 una breve historia de la institución que tituló “Nuestra Casa General de Enajenados. Su pasado, su presente y su porvenir”. En carta que escribe a la sazón, califica al manicomio de “pocilga o corral de encierro” y acusa al Gobierno de no ocuparse del mismo. “No reúne ninguna de las condiciones reclamadas por la ciencia contemporánea”, y añade este interesante balance: “El tesoro público, el Estado, que conjuntamente con los Ayuntamientos, y por propio prestigio, deberían atender al asilo benéfico, único que recoge los alienados de todas las poblaciones de la Isla, lo descuidan al punto de que mientras la primera institución amengua más y más el socorro que destina al Manicomio, los Ayuntamientos, en su inmensa mayoría, no abonan las dietas que corresponden a cada loco de sus respectivos términos. El Ayuntamiento de La Habana debe hoy al asilo más de 300 000 pesos oro, y conjunta la deuda de todo el país, pasa de más de medio millón de pesos oro”.
Diez
años más tarde, con la llegada de la independencia, publica un trabajo mucho
más extenso que lo reafirma en esa faceta de historiador, si entendemos tales
recuentos como una práctica discursiva propia de etapas de cambio. Ciertamente,
su estudio Los locos en Cuba, aunque en parte deudor de la exposición
que hiciera Muñoz tres décadas antes, completaba muchos otros capítulos,
también en la dirección de los relatos modernizadores: en un caso la
primera dirección científica del asilo, en el otro su reforma tras el
estancamiento colonial. Escrito de cara a las transformaciones que se imponían,
Los locos en Cuba procura una narrativa en ruptura con el pasado. Si la
psiquiatría había avanzado en los “países civilizados”, ese no era el caso de
Cuba. Ni en San Dionisio en el segundo cuarto del siglo XIX, ni en Mazorra
hasta la fecha, nunca los locos fueron tratados con arreglo a un plan
científico y humano. Los esfuerzos y aportes del Obispo Espada, Nicolás
Gutiérrez, Muñoz y Plasencia, aunque aliviaron la suerte de aquellos, más
temprano o tarde se estrellaron contra la realidad. No más que horrores. Y un
único culpable: la administración española, corrupta amén de profana.
Se impone, pues, una reforma a fondo. Una dirección médica, autónoma, sin interferencias burocráticas. Recursos. Limpieza. Cuidados. Buen trato. Desde luego, el trasfondo de las demandas apunta a esa “higienización a la americana” que, con el Gobierno Interventor, se ha extendido con celeridad en diferentes áreas institucionales, desde la educación a las prisiones y desde el control de las enfermedades contagiosas al de la pobreza, la errancia y la locura. En este contexto, López ocupa un lugar de avanzada abogando por el modelo norteamericano. Así resumía lo que prometía ser un “cambio radical” a partir de un presupuesto inicial de 77 000 pesos:
En breve plazo se solucionarán los problemas de las excretas, dotación abundante de aguas, del gabinete hidroterápico, un primer pabellón modelo para melancólicos, al que seguirán cinco más; otro pabellón para enfermedades infecciosas, sala de disección y depósito de cadáveres, local para el lavado al vapor, teléfonos, timbres eléctricos, etc. La Autoridad Superior promete espontáneamente su decidido apoyo para que este templo de caridad, que ha sufrido vicisitudes sin cuento, llegue, en no lejano día, a figurar al lado de los mejores de América, para que alcance a ser verdaderamente digno de la noble misión que entraña su existencia, y estar, desde luego, en armonía con la cultura de este pueblo y con la altura de los progresos científicos de nuestros días.
Y aunque tiene claro que Mazorra ya no es su lugar, pues acaba de instalarse en la práctica hospitalaria y lo esperan diversos desafíos dentro de la nueva organización sanitaria, termina con esta nota optimista: “No cabe dudar de que así sucederá. El loco en Cuba ya está de pláceme… La Caridad sonríe”.
Como miembro de la Academia de Ciencias, Gustavo López llega a la república con un irreprochable aval. Miembro de número desde febrero de 1895. Un año más tarde sustituye a Gonzalo Aróstegui en la dirección de los Anales, puesto que salvo un breve periodo ocupó hasta su muerte. En 1897 integra la Junta de Gobierno, con cargo de bibliotecario ascendiendo en breve al rango de secretario de la institución, en el que permanecerá hasta 1907 “luchando con las difíciles circunstancias que conmovieron al país en ese período constitutivo de nuestra nacionalidad y con las múltiples atenciones que impusiera la emigración de la Academia a la Universidad, a causa del derribo del exconvento de San Agustín y la construcción del nuevo edificio, realizada durante el gobierno del Dr. Leonardo Wood”. No solo logró, en los peores momentos, que los Anales no dejaran de salir, sino que estos se ajustaran a las exigencias de los nuevos tiempos.
Había sido además miembro de la Sociedad Antropológica de la Habana (1899), así como de la Sociedad de Estudios Clínicos (1890), cuya revista dirigió por algunos años; socio numerario de la Sociedad Económica de Amigos del País (1891); secretario del Comité de la Prensa Médico-Farmacéutica (1893); vicesecretario de la Sociedad de Higiene (1894); miembro de la Sociedad de Socorros Mutuos de Médicos; y vicepresidente del III Congreso Médico Pan-Americano, que se realizó en La Habana en 1901.
Comisionado
por la Academia de Ciencias, representó a Cuba en el XIV Congreso Internacional
de Medicina, celebrado en Madrid en abril de 1903, y al que asiste acompañado
de Santos Fernández y Claudio Delgado, este colaborador de Carlos J. Finlay. Para
el viaje, la Cámara de Representantes aprobó un mes antes, por mediación de
José A. Malberty, un crédito de 2000 pesos para cubrir las necesidades de los
participantes. En este evento al que concurren Ramón y Cajal e Iván Pávlov,
quienes ostentan sus tesis fundamentales sobre la neurona como unidad funcional
del sistema nervioso, y los reflejos condicionados, Gustavo López expone la
doctrina no menos fundamental sobre la fiebre amarilla, desde el descubrimiento
por Finlay del agente trasmisor hasta su virtual erradicación en la isla
gracias a la “implantación de las más modernas conquistas de la higiene”. En el
congreso, presenta además su ponencia “Algunas consideraciones acerca de las
psicopatías observadas en la Isla de Cuba”, que no era sino una versión
actualizada del trabajo que presentó en 1890 al Congreso Médico Regional; pero
que califica ahora, sin dudas, como la primera exposición sobre psiquiatría
cubana en un congreso internacional.
En cuanto a las entidades nosológicas más frecuentes en la isla coloca en primer lugar las manías y depresiones, si bien apreciaba un incremento de los “delirios sistematizados” y los “estados mentales de los degenerados”. En cambio, la psicosis alcohólica, a pesar de que “se consume crecida cantidad de bebida”, así como la parálisis general, resultaban infrecuentes. Gustavo López hacía extensivo el término psicopatía a todo tipo de locura. Su ponencia será ampliamente citada dentro y fuera de la isla, y las estadísticas en particular, esgrimidas con frecuencia ante las autoridades en demanda de que se amplíen los recursos sanitarios.
Una de las “consideraciones” más significativas es la que ofrece sobre la baja frecuencia de la parálisis general en Cuba, siguiendo así una apreciación lanzada por José Joaquín Muñoz en su época como director facultativo de Mazorra, y que asegura haber corroborado en su larga estadía al frente del asilo. Para López este comportamiento constituye “una rareza” considerando que, en Francia, y según lo establecido por Legrand du Saulle y Ball, entre otros, hasta una cuarta parte de los enfermos varones estaban aquejados de parálisis. De ahí que exprese: “Es verdaderamente extraño que en Cuba ocurra precisamente lo contrario; y no en un año, ni en una pequeña época determinada, sino que así viene ocurriendo desde hace muy remota fecha”. Se trata de un hallazgo -añade- que han advertido y confirmado otros médicos cubanos tanto en asilos como en sanatorios privados. En su búsqueda de una explicación, señalará al factor etiológico de la sífilis -mejor conocido en el momento en que escribe- como más propio de los “centros populosos”, es decir, de las grandes ciudades.
Cabe, entonces, preguntarse por el verdadero lugar que la sífilis, con todas sus consecuencias, ocupa a lo largo de su obra. ¿No era acaso una de sus principales preocupaciones hacia 1895 cuando adelanta casi un programa de prevención y eugenesia en su Higiene general de la locura? ¿Se corresponde con la magnitud de las aprehensiones el que en la práctica sea tan escasa la presencia de la parálisis general progresiva entre los cubanos? Desde luego, tales lagunas poco importan, puesto que en modo alguno afectan la continuidad de un proyecto que se proclamó en todo momento como preventivo y curativo.
Si bien para muchos autores de las últimas décadas del XIX la sífilis era una enfermedad hereditaria (no congénita, como en algunos casos), no por eso podía excluirse el tratamiento de rigor, aunque este fuera o no efectivo. “Todo médico debe someter sus casos de sífilis primaria y secundaria, a un tratamiento mixto, continuado y tan completo como la índole de las manifestaciones infectivas lo requiera. Ello haciendo, se pone en práctica la profilaxis de la sífilis cerebral”. Solo que la exhaustividad terapéutica resulta, en todo momento, el recurso de una cruzada higiénica que pretende alcanzar los más recónditos vestigios, allí donde el germen -a su juicio abundante y velozmente esparcido- conduce a la “decadencia intelectual y moral” y a la “degeneración de la especie humana” (léase también “cubana”).
En estos años se desempeña como especialista de la Clínica de Enfermedades Nerviosas y Mentales del Sanatorio La Purísima Concepción, de la Asociación de Dependientes, establecida tras su estancia en España en 1903, en la que visitó diversos centros psiquiátricos, siguiendo hacia Estados Unidos con el mismo propósito. De esta gira que se extendió de mediados de abril a los primeros días de junio, derivó un proyecto con planos de propia elaboración que se materializaría en breve. En Washington fue recibido por Gonzalo de Quesada y Miranda en la Legación Cubana, registrando su experiencia en un artículo publicado en El Fígaro, semanario ilustrado con el que colaboró en no pocas ocasiones, lo mismo antes que tras la independencia. En 1894, por ejemplo, un adelanto de su semblanza sobre Joaquín Andrés de Dueñas; y en 1902, un recuento histórico de la Academia de Ciencias. Por su parte, la revista lo colmó de elogios ilustrando sus páginas con retratos suyos y un curioso retablo familiar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario