Pedro Marqués de Armas
“A la Casa de Beneficencia caminaban estos
verdes pimpollos de la reproducción humana: sus madres con ternura los miraban,
y renaciendo en los pechos el ardor patriótico de espartanas, los entregaban a
la Patria, en lo adelante su verdadera madre”. Estas palabras fueron
pronunciadas por Francisco Dionisio Vives, en referencia a la inauguración, el
30 de mayo de 1827, de un departamento para menores de edad erigido al fondo
del Hospital de San Lázaro. Unos cuarenta niños siguieron a pie a la volanta
que condujo al Capitán General desde el Palacio de Gobierno.
El nuevo departamento era un producto más de
la época de Vives, caracterizada no solo por el juego y la tolerancia sino
también –en necesario vínculo- por una producción normativa y disciplinaria sin
precedentes. Nunca como en este periodo circularon tantos reglamentos y se construyeron
tantas instituciones de control. Se trataba, en este caso, según palabras del Capitán
General, de “arrancar de los brazos de la miseria” a huérfanos y desvalidos
para hacer de ellos “seres útiles a sí mismos y al Estado”.
En Memoria
sobre la vagancia en la Isla de Cuba (1830), José Antonio Saco celebraría
su existencia, pero en su opinión carecía de la extensión que una ciudad
populosa como La Habana reclamaba: “Ni uno sólo es suficiente para dar abrigo a
la muchedumbre de huérfanos que yacen abandonados por toda la isla”.
De sobra conocidas son las demandas que el
bayamés lanzó siempre a los poderes públicos. A propósito de los niños persuadía
a “autoridades, corporaciones y vecinos” a que “alargaran su generosa protección”,
pues tales establecimientos eran necesarios para conservar el orden y la
“pureza de las costumbres”.
El asilo de San José devendría el centro de
reclusión de menores más importante de la colonia, famoso, como recordaba en
1945 la escritora Emma Pérez en su Historia
de la pedagogía en Cuba, por sus “fugas”, “insubordinaciones” y “hechos de
sangre”. Pero habría que sumar otro rubro que lo haría célebre: el del
desenfreno y la promiscuidad sexual, tal como indicaran -a veces veladamente,
pero en general de modo cada vez más claro- los médicos de la época.
Sobrevive el conmovedor testimonio de la
Princesa de Asturias, aquel joven recluso al que el doctor Montané puso a
contar su vida en su estudio sobre la inversión sexual en la isla. Tenía veinte y
cuatro años cuando se le examinó en el presidio de La Habana; pero había estado
recluido antes, durante catorce meses, en el Asilo de San José. J. S. P. había
llegado a Cuba alrededor de 1879, y tras regresar a La Habana luego de una
errancia por pueblos del interior, su “mala estrella” lo lleva a aquel
reclusorio que él mismo define –en parodia del discurso del médico y
comparándolo al presidio- como el “verdadero centro de la pederastia”.
Desde su fundación como dependencia de la Casa
de Beneficencia, el asilo funcionó como instancia social, educativa y penal,
vinculado al mismo tiempo a prácticas y organismos que reforzarían su estatus
jurídico.
Cuando en 1830 se crean en La Habana y sus
barrios periféricos las Juntas de Caridad, con la expresa intención de
discernir entre “vagos” y “verdaderos necesitados”, se concedió potestad a las
mismas para que procedieran igualmente con los niños y jóvenes errantes. Estos
serían reconocidos, o bien como mendigos a los que se les recluye en la Casa de
Beneficencia, o bien como “niños que vagan sin rumbo” a los que destinar a las
escuelas de Arte y Oficio.
Esta acción contra la mendicidad y la locura,
como también contra toda suerte de conductas desviadas, partió de una petición
realizada por el Obispo Espada, el 16 de enero de 1827. Económicamente, la Casa
de Beneficencia se había visto favorecida por el Real Decreto de Harinas
aprobado por Fernando VII. En este
sentido, se establece una Comisión de Mendicidad, a semejanza de la creada en
Madrid en el siglo XVIII, la cual se dirigió a Vives definiendo su contenido: la
reclusión en espacios de control, con el trabajo como fundamento redentor,
cuando no terapéutico, de quienes entonces eran calificados de vagos o
mal-entretenidos.
Reclamo de tiempos de Don Luis de las Casas,
el fomento de escuelas de Arte y Oficio fue siempre propósito de la Sociedad
Económica de Amigos del País, y al establecerse en 1839 la Junta de
Aprendizaje, se colocó al asilo bajo su auspicio. El objetivo de la Junta era
propagar la enseñanza de los trabajos mecánicos entre “las clases proletarias” y,
entre otras funciones, contemplaba ocuparse del taller-reclusorio conocido como
Asilo de San José.
En 1857 sería trasladado desde San Lázaro al
“Consulado”, un edificio de la Calzada del Cerro que sirvió a la vez de
depósito judicial de cimarrones y emancipados. Bajo el eufemismo “refugio de
huérfanos y desvalidos que aprenden allí honradas maneras para dejar de serlo,
y tener medios de subsistencia propios”, descansa un sólido funcionamiento
judicial, una instancia carcelaria, como se aprecia en una circular de la Real
Audiencia de 31 de enero de 1866.
Contaba con talleres de tabaquería, zapatería,
herrería y hojalatería, entre otros, y se sostenía con el producto de éstos y
el alquiler de los esclavos. La Junta del Asilo incluía a un director, personal
administrativo, un capellán, un médico cirujano, cuatro celadores y un portero.
A éstos se suman 24 subdelegados “ocupados gratuitamente” de la vigilancia de
los aprendices, a los que, según el grado de seguridad, se les distribuía por “distritos”,
es decir, se les repartía por diversos establecimientos de la ciudad.
Desde la década de 1860 se sostuvo con los fondos del Ayuntamiento de La Habana. Con el nuevo traslado al edificio que antes albergara a la Casa de Dementes de San Dionisio y luego a la Escuela de Medicina -es decir, con su regreso al entorno de los excluidos al fondo del Hospital de San Lázaro- refrendó sus estatutos y se especificaron los criterios de internamiento en acuerdo con los Tribunales de Justicia.
Reglamento
En 1874 fue publicado un Reglamento para el régimen y gobierno interior del Asilo San José, aprobado
por el entonces Alcalde Corregidor de La Habana, Julián Zulueta, conocido
esclavista que ya había dispuesto de la fotografía con fines judiciales para
identificar a los colonos asiáticos que se fugaban de sus ingenios.
Cuenta este reglamento con un centenar de
artículos a través de los cuales podemos hacernos una idea de cómo transcurría
la vida de los menores en el interior de aquel reclusorio.
Por medio del mencionado alcalde corregidor,
el Ayuntamiento era el encargado de asegurar su funcionamiento; las gestiones
para el internamiento dependían, en gran medida, de ejecutorias policiales, más
que de los tribunales, que a menudo cursaban sentencias a posteriori, bien a
solicitud de las autoridades o a petición de padres y tutores.
Una vez en el asilo se le ofrecía al interno
el aprendizaje de algún tipo de oficio, con la resolución de que no abandonarían
el centro hasta tanto no hubieran concluido el aprendizaje. Podían ir de
permiso una vez al mes y recibir visitas los domingos (según se comportaran).
La asistencia a los respectivos talleres era
diaria y se extendía desde las seis de la mañana hasta las cinco de la tarde.
Por la noche, tenían además que asistir a clases para instruirse “en los ramos
principales de la educación elemental”. Un sacerdote se encargaba de la
educación religiosa con el propósito –entre otros- de “modificar sus malas
inclinaciones”. La misa era obligatoria.
Según el artículo 13, “estando prohibidos
terminantemente los castigos corporales, no podrán los maestros ni los
celadores imponer por sí alguna corrección sin que lo participarán al
Administrador, quien, atendida dicha falta, impondrá el correspondiente y
oportuno correctivo, dando cuenta a la Inspección para que resuelva en
definitiva qué debe hacerse”.
Los sometidos a tribunales, por delitos,
vivían separados, por lo que se deducen dos departamentos: delincuentes o
procesados, y menores en riesgo de delinquir: vagabundeo, pobreza, faltas, etc.
Desde luego, la separación no impide un régimen de galeras aplicado en diverso
grado.
El artículo 25 no puede ser más claro:
“Atendiendo al considerable número de asilados que son remitidos por faltas en
que han incurrido se ejercerá la mayor vigilancia para evitar actos punibles
vergonzosos opuestos a la moral y sanas costumbres”. En igual dirección, lo es
también el artículo 38: “Cuidará de que los niños de tierna edad, así blancos
como de color, pernocten solos en sus respectivos dormitorios, sin mezclarlos
con los mayores de 14 años”.
Antes de entrar a sus dormitorios eran
registrados escrupulosamente por los celadores, “a presencia del Jefe”, para
evitar que introdujeran instrumentos u objetos con los que “puedan hacer o
causar daño alguno”.
No menos riguroso, el artículo 96 expresa:
“Los celadores deben vigilar por la noche los dormitorios para el mejor orden,
cuidando que cada uno de los asilados esté en su respectiva cama”.
A nivel estructural, no es menos significativa
la contigüidad con otro dispositivo judicial: “Siendo como es el Asilo de San
José el punto destinado para el Depósito Judicial de esclavos y cimarrones, de
los negros de la Junta Protectora de Libertos, y de la Junta de la Deuda,
estarán estos individuos en completa separación de los asilados, sin que puedan
comunicarse con ellos en lo más mínimo”.
Contaba con una enfermería atendida por un
practicante que daba parte diario al facultativo.
El personal se componía de Capellán, Médico
(de visita), Profesor de Educación, de Dibujo, de Música, un escribiente, un
practicante de medicina (a tiempo completo), 5 celadores, 1 jefe de celadores,
2 salvaguardias y 1 cocinero.
Cuando se rastrea en la prensa de la colonia a
la altura de 1860 y 70, saltan con facilidad -no digamos ya en indagación más
detenida- evidencias de lo antes apuntado: el amplísimo margen por parte de la
policía para efectuar los internamientos en casos de vagancia o de conductas contrarias
a la moral pública.
Veamos dos mínimas crónicas reveladoras de la
arraigada asociación que existía, ya refractada en un amarillismo digno de La Caricatura, entre el reclusorio de
menores y las “ofensas al pudor”, es decir las manifestaciones de travestismo o
pederastia en la vía pública:
El celador del barrio de
Colón remitió al asilo de San José a un mocito que con cortaplumas había herido
en el muslo a otro jovencito que fue asistido en la casa de socorro del
distrito. (Diario de la Marina, 6 de
mayo de 1874).
A pasar la noche en lugar
abrigado fueron conducidos ayer un individuo que disfrazado de mujer andaba
haciendo travesuras por la Alameda de Isabel II, otro que en las inmediaciones
de la Puerta de Monserrate con un garrote se fue al bulto a un prójimo,
abriéndole un ojal en la mollera, otros que armaron peloteras en el punto ya
citado, una adepta del dios de las viñas que dio a conocer su flaco en la calle
del Monserrate, y, por último, un mozo cruo
que con un chisme de filo y punta quería disparar a un individuo para el
otro barrio. (Diario de la Marina, 13 de agosto de 1863).
Tales mozos y travestis evocan, sin dudas, al joven J. S. P., más conocido como la Princesa de Asturias. Al confrontar el reglamento de 1874 se percibe algo de aquel ambiente, si bien insinuado en los signos de una disciplina que no pretende entregar su envés pero que, justo por eso, delata una moral que confirma de soslayo el desenfreno.
Revueltas
Las referencias sobre San José
se fueron haciendo cada vez más recurrentes, a medida que las instituciones
sanitarias y penales mostraron mayor articulación, y según las gestiones municipales se hacían más visibles; pero, sobre todo, a partir
de 1892 cuando tuvo lugar en el asilo un motín de notable consideración.
El impacto de la revuelta en la prensa y en la sociedad habanera fue tal que implicó una investigación sobre el incidente por orden del Capitán General, al margen de las diligencias policiales y legales, lo que reveló las infames condiciones de vida y los “escandalosos” abusos que se cometían.
En su bien documentado ensayo “Mataperros entre esclavos y libres “de color”: delincuencia juvenil y correccionales en Cuba (1860-1940)”, Reinier Borrego Moreno hace no sólo un excelente análisis de las instituciones penales de menores en la Colonia y primeras décadas de la República, sino que dedica algunas páginas al Asilo de San José y aborda en profundidad el sonado motín, revelando -como el resto de su investigación- los nombres e historia de los actores.
Un hecho que desveló la dinámica interna del
Asilo de San José -apunta- fue la rebelión que se produjo a fines de mayo de
1892, encabezada por los pardos Arturo Hernández, Laureano Ugarte, Aurelio
Rodríguez y el moreno Pablo León -apodado “El Tiñoso”. Antes de iniciar el
motín, la noche del 23 de mayo, apagaron las luces de las galeras y escondieron
a los más pequeños para evitar que sufrieran heridas, “ya que los celadores
sofocaban cualquier alteración armados de machetes y revolver”. En esta ocasión
fue necesaria la intervención de la policía. Los menores persistieron en su
decisión de no salir al trabajo ni respetar la rutina del asilo hasta que
comparecieran ante ellos las autoridades políticas.
Ciertamente, las autoridades se vieron obligadas a comparecer, sobre todo al producirse en la noche del 24 de mayo una segunda revuelta de mayores proporciones. Por primera vez los menores forzaban a los funcionarios municipales y regionales a personarse y escuchar sus reclamos, en lo que supondría una crisis institucional sin precedente por la magnitud del escándalo y de las investigaciones.
Era alcalde de La Habana en ese momento Luis
García Corejudo, mientras el concejal del ayuntamiento
encargado de la inspección de San José respondía al nombre de Rafael Joglar y
Peláez. Joglar detentaba el cargo por lo menos desde 1889; pero no se
ocupaba sólo del centro de menores sino de otros tantos ramos, entre ellos las
obras del acueducto, en particular la red de canales. Por su parte, fungía como
administrador del asilo José Guerra, quien llevaba una década en esa función.
Ya en noviembre de aquel año se habían
producido desavenencias con motivo de una visita al asilo del Gobernador Superior Civil,
Sr. Rodríguez Batista. Joglar fue llamado a consulta “a causa del
abandono por lo que respecta a la higiene” y a la instrucción religiosa. De
modo que el gobernador comunicó al Ayuntamiento que nombrara una comisión
para considerar, en el menor tiempo posible, las reformas higiénicas a
implementar.
Como resultado de las investigaciones, Guerra
estuvo un tiempo suspendido. Pero “después de depurada su inculpabilidad de los
cargos que se le hicieron”, en octubre de 1890 retomó su puesto con apoyo de
las autoridades municipales, que se proponían ahora trasladar el asilo a los
terrenos de Aldecoa e incrementar así el número de talleres. Entretanto, se
mejoró el sistema de abasto de agua y se acondicionó la enfermería.
A comienzo de 1892 el Asilo de San José volvió a estar en causa por los maltratos de que eran víctimas los internos y el pésimo estado higiénico. Un menor aprendiz de ebanista enfermó y solo fue derivado al Hospital Mercedes ocho días más tarde, sin que avisaran al padre; el menor falleció y cundieron las alarmas.
Tales situaciones fueron denunciadas desde las páginas de La Lucha. En calidad de inspector del establecimiento, Joglar respondió airadamente negando las acusaciones e insultando a la redacción, que decidió no responder. Lo harían con gusto tras los motines del 23 y el 24 de mayo, señalando al concejal como máximo responsable: “Al Sr. Joglar. Suponemos que ahora este señor inspector del Asilo de San José, tendrá motivos para creer nuestras noticias y en vez de entretenerse en desvirtuarlas se ocupará en cumplir con su deber como encargado de la inspección de aquel establecimiento”.
De acuerdo con La Lucha, el lunes 23 se
amotinaron diecinueve menores de los que cumplían prisión en galeras, esto es,
de los procesados. Esperaron que cayera la noche, rompieron las tarimas que les
servían de camas, algunos calderos y tinajas, y armados de palos y de astillas
se enfrentaron a los celadores que no pudieron contenerlos, como tampoco la
policía.
Solo al presentarse el Juez de Guardia, al que
reclamaban para denunciar formalmente una serie de atropellos, se calmaron los
ánimos; pero apenas por unas horas. El apresamiento de los cuatro supuestos
promotores del motín, la falta de atención a otro que había sido golpeado por
un celador perdiendo la visión de un ojo, y la tibia respuesta del
administrador, propiciaron que en la noche del 24 se repitiera la revuelta, esta
vez con insospechada dimensión.
Eran en total cuatro galeras, dos a cada parte
separadas por un tabique, ocupadas por más de cien individuos entre procesados
y aprendices. En esta ocasión se sublevaron todos los internos, destrozando el tabique
que se vino abajo y formando barricadas con las tarimas y los tanques de agua,
mientras exigían la presencia del Gobernador Regional, Sr. Cassá. Para
controlar la situación, tuvo que intervenir un cuerpo entero de la policía al
mando del teniente Rubio, así como numerosos guardias municipales. Durante días
-y mientras los menores se negaban a trabajar- el asilo quedó bajo la
vigilancia de los agentes del orden público.
En la mañana del 25 de mayo se presentó el
mayor Biugas a fin de “examinar los expedientes de algunos de ellos” y tomar
declaraciones. Se quejaron de constantes maltratos de obra y palabra,
incluyendo golpizas, comida en mal estado y sin gota de manteca, que no se
aseaban baños ni galeras, que estaban cundidos de chinches…. y que, aunque
muchos pasaban de los dieciochos años, no los ponían en libertad.
El redactor de La Lucha aprovechó para señalar:
“Siga enterándose el Sr. Joglar del perfecto orden que reina en el
establecimiento que él inspecciona y de lo contentos que se hallan los felices
asilados”.
El propio 25 de mayo se personó el Alcalde
Municipal, García Corejudo, quien tramitó la libertad veinticuatro asilados
“por alcanzar la mayoría de edad y haber terminado el aprendizaje”. De estos,
veintitrés pertenecían “a la raza de color”.
En horas de la tarde aparecieron el Gobernador
Regional, Cassá, y el Jefe de la Policía, Dámaso Berenguer. El inspector Joglar
los esperaba. Veamos la puesta en escena y lo acontecido, siempre según el
redactor de La Lucha:
Por orden del Gobernador se formaron
militarmente los 160 asilados que tiene el establecimiento, en el patio.
-Los que tengan necesidad de exponer alguna
queja que avancen de las filas.
Los 160 que en doble hilera permanecían frente
al Gobernador, avanzaron como un solo hombre. Aquellos infelices revelaban en
sus pálidos y demacrados semblantes y en su muy humilde vestuario las miserias
de aquel establecimiento, que sostiene nuestro desatendido municipio e
inspecciona el despreocupado Joglar.
-Hablen algunos en nombre de todos -añadió el
Gobernador.
Se adelantó uno de ellos y con voz entera y
decisiva, dijo:
-Señor Gobernador: los trabajos son excesivos;
a las 6 de la mañana entramos en los talleres y hasta las 5 de la tarde no
reposamos sino para almozar; los alimentos son malos y escasos: la carne,
muchas veces, se nos sirve podrida; el arroz, sin sal ni manteca; el pan, negro
y duro, y se nos azota por cualquier motivo con gran enseñamiento, valiéndose
de un cuero de toro, que por su tamaño y diámetro es como un bastón de manatí.
A los mayores, como yo, no se les martiriza tanto; pero con los pequeños se extrema
la crueldad.
-¿En qué te ocupas? -preguntó el Gobernador.
-Yo y estos cuatro compañeros -contestó el
interrogado señalando a otros- lavamos la ropa del establecimiento, hacemos la
limpieza y damos lechada a las paredes.
La autoridad, viendo que en las filas había un
gran número de pequeños niños que querían hablar, se dirigió a ellos y les
preguntó:
-¿Qué tienen ustedes que decirme?
Por toda respuesta, cuatro de aquellos
adelantaron un paso, se quitaron las camisas y mostraron sus espaldas en que se
ven las huellas de los castigos brutales de que han sido víctimas: la
contestación fue, pues, elocuente.
Una voz se oyó que decía:
-A ver, tú, Abad, sal y enséñale al Gobernador
lo que tú tienes.
Un pardito salió de las filas, lleno de
timidez, levantó su camisa; enseñó un vientre muy elevado y sobre él un
cáustico enorme.
-¿Eso qué es?
-Un cáustico que me pusieron, porque el
celador Pancho Alfonso me dio un palo y me causó daño.
-¿Y tú trabajas en la actualidad, así enfermo?
-Sí, señor.
-¿Y tienes dolor en el cáustico?
-Sí, señor, no me deja dormir...
Uno tras otros fueron exponiendo sus quejas.
Hubo un niño de poco más de 6 años que se dirigió al Gobernador, que en taller de zapateros no peguen con chuchos coloraos?
-Lo prohibiré, respondió el señor Cassá.
Joglar, a todo esto, sólo tiene un argumento:
"Estos niños son muy malos”.
Por su parte, el Diario de la Marina
fue explícito revelando los mecanismos en juego: “Los jornales de los asilados
se pagan no con moneda corriente ni con billetes de Banco, sino con una especie
de contraseñas formadas con pedazos de suelas. Se comprende el abuso a que
semejante ilegal procedimiento da lugar, con sólo tener en cuenta que todo lo
que compran los acogidos al Asilo de San José, tienen forzosamente que
adquirirlo dentro del establecimiento, a un contratista de la Corporación
Municipal”.
Como se ha dicho, era responsabilidad del
penal preparar a los menores en diversos oficios, someterlos a examen y una vez
aprobados, egresarlos a la edad convenida; pero ocurría que a los aprendices
aptos para examen se les detenía con el fin de lucrar con el producto de su
trabajo, lo que se lejos de ser ocasional era el modus operandi.
En lo que se instruía el expediente y mientras
el Ayuntamiento trataba de minimizar los hechos y desviar la atención, un
asunto alcanzó cada vez más relieve, coincidiendo con un editorial del Diario
de la Marina: el de la falta de atención a los enfermos y, en específico,
al menor que había perdido el ojo.
El médico de San José, el Dr. Eduardo F. Plá,
protestó enérgicamente en par de cartas enviadas al director del periódico: “Me
veo en la necesidad de declarar que a mi noticia no ha llegado el hecho que se
denuncia” y que “siempre que se ha presentado en la enfermería algún individuo
con lesión traumática, casual o no, lo he puesto en conocimiento del juez del
distrito”. Según Plá, el único individuo atendido por afección ocular
presentaba desde hacía meses una “conjuntivitis granulosa de origen escrofuloso,
ajena por consiguiente a todo traumatismo”. Por demás, veía perfectamente y dos
veces por semana lo llevaban al especialista.
Plá retaba al periódico a estampar el nombre
del afectado y a demostrar tales aseveraciones. De modo que fue complacido:
Las noticias que insertamos
en el Diario, objeto de la carta del Dr. Plá, nos fueron proporcionadas
por persona completamente fidedigna, que reitera su declaración,
manifestándonos que el asilado, causa de esta queja, es el moreno Pedro
Chapotín, el cual fue curado primero por el Dr. Plá y después por el Dr. Santos
Fernández; bien que lo hicieron al cabo de algunos días de haber recibido del
celador Don Salvador Pérez Sánchez una bofetada que le causó su desgracia
física.
Pero, si bien insistía el redactor en que
tanto la policía como las autoridades municipales refrendaban el suceso, disculpaba
ahora a los médicos: estos no tenían la culpa, puesto que se les avisó con tardanza
ocultándoseles el incidente.
Plá agradeció la aclaración y aprovechó la oportunidad para asegurar que la afección ocular de Chapotín, “enfermedad muy
rebelde y común en esa clase de establecimientos”, venía de lejos y que no solo
no tenía relación de causa efecto con la susodicha bofetada, sino que tampoco
había tal pérdida de visión.
Así las cosas, el expediente contra los
empleados del asilo y contra Joglar “en averiguación por las denuncias hechas
por los asilados” fue aceptado a trámite, ocupándose del mismo el Teniente de
Alcalde José de la Puente. Comenzaron a tomarse declaraciones y, salvo un
funcionario de apellido Angulo o Laguno, el resto del personal fue acusado de
diversas fechorías y maltratos.
Todavía en la segunda semana de junio algunos
menores se negaban a asistir a los talleres exigiendo respuestas. El día 12
trece de ellos se fugaron, incluyendo a tres de los que cumplían prisión -uno
por homicidio. Para conseguir su propósito rompieron “la puerta Este del Asilo,
que va a parar al Hospital de San Lázaro, y tuvieron que saltar un muro de
siete varas que da a la calle de los Hornos. Otros escaparon rompiendo la
cancela de la carpintería por el lado Oeste, que da al fondo del Cementerio de
Espada, atravesando algunas azoteas y saliendo por la calle de Vapor”.
Entretanto, se filtró a la prensa que en
“sección secreta” del Ayuntamiento se había acordado “suspender en sus
funciones a todo el personal, pues se ejercía presión sobre los asilados para que
no declararan la verdad de los hechos ocurridos”. De modo que el administrador Carlos
Guerra, varios de los celadores y hasta el cocinero tuvieron que abandonar sus
puestos para que las “averiguaciones siguieran su curso”.
En medio del desbarajuste se sucedían las
evasiones: quince, otros doce, otros veinte, al tiempo que los talleres
“seguían paralizados”. Entre los evadidos se encontraba Pedro Chapotín.
El 18 de junio continuó en el Ayuntamiento la
lectura del expediente, suscitándose un acalorado debate tras proponer el Teniente
de Alcalde José de la Puente, en calidad de tramitador, la expulsión del
Inspector del Asilo, es decir del mismísimo Rafael Joglar. Al final se aplicó
la prerrogativa de que solo podía ser expulsado por una “autoridad superior”.
No fue el caso de los empleados del penal, separados todos, a excepción del
practicante, el escribiente y el celador de guardia.
El 22 de julio se recibe el expediente en el
Gobierno General que solicita, entre otros requerimientos, una comisión
sanitaria que inspeccione el asilo y elabore un informe ecuánime y
objetivo.
El 26 toma posesión de San José un nuevo
administrador: Ramón Martínez. El 27 de agosto asume su cargo el nuevo jefe de
los celadores, Indalecio Sánchez.
Concluido el expediente, el 8 de julio de la
Puente lo entrega al Sr. Alcalde, confirmándose los siguientes puntos:
Maltrato de palabra y de
obra para los asilados; castigos excesivo, con palo y con manatí; exceso de permanencia
de algunos en el asilo, contraviniendo el Reglamento; descuido manifiesto en la
enseñanza de oficios, al extremo de haber asilados que jamás han asistido a los
talleres; mala alimentación; violación de correspondencia de y para los asilados;
falta de pago a los asilados de la pequeña cuota que tienen asignada; uso abusivo
e injusto de chapas en vez de dinero.
El 12 de agosto la comisión sanitaria,
integrada por los doctores Joaquín Laudo, Juan Mazón, Juan Santos Fernández y
Luis M. Cowley, concluyó y remitió su informe al Gobierno General, el cual
circula en la prensa cuatro días más tarde. Se componía de dos partes: una
carta al Gobernador y una propuesta de reforma que contaba de diez puntos.
En cuanto al concejal inspector Rafael Joglar
y Peláez, todo indica que vadeó el temporal. Aunque tres años más tarde cayó en
desgracia por motivos muy diferentes, encontró siempre uno u otro lugar dentro
de la administración, no solo en la colonial sino también en la republicana.
Bien relacionado, hizo fortuna. Y por más denostado en la prensa, que lo caricaturiza por su prepotencia y turbios manejos, ocupó durante décadas lo más altos cargos: concejal del Ayuntamiento hasta 1895; vocal del Centro Asturiano desde su fundación; gran dignatario de la Logia Masónica en 1889; secretario del partido Unión Constitucional; oficial del Cuerpo de Voluntarios; presidente de la Sociedad Anónima Minas de San Juan de Motembo entre uno y otro siglo; administrador de la Covadonga a su muerte en 1911. Etc.
Discurso de los médicos
Volviendo a los hechos, las críticas y
reclamos por parte de los médicos no se hicieron esperar, si bien venían de antes. En el número de junio de la revista La Higiene apareció un contundente
artículo sobre el abandono de San José que agitó a las
corporaciones médicas. Según el cronista de La Higiene, “allí la niñez
se encuentra a merced de todos los vicios, y se restrega en el crimen y la
inmoralidad”. “Víctima de nuestra imprevisión y de nuestro abandono, enfermos
de cuerpo y alma, cuando se acumulan en un edificio cientos de niños sin método
científico, sin orden moral, se comete un crimen que paga la sociedad que lo
consiente”. Acusaba al Ayuntamiento de ser el único responsable y exigía la
creación de una comisión que inspeccione el asilo, así como una nueva plantilla
que asegure la presencia de un “profesor virtuoso”, un “sacerdote ilustrado” y
un “administrador médico”, pues en la fecha en cuestión, no había ningún
facultativo en la nómina (La Higiene, Año II, no 5, 1892 pp. 73-74).
Otros muchos galenos intervendrían entonces
y después, como es el caso de Eduardo F. Plá, quien así lo definía en los albores republicanos:
Fui médico de este Asilo
durante algunos años: pude apreciar lo funesto de su organización, y escribí
entonces algunos artículos acerca de la necesidad de su reforma, en relación
con los adelantos de la pedagogía moderna y con las nuevas doctrinas penales
que entonces empezaban a desarrollarse. Estoy, pues, en condiciones de poder
comparar la diferencia inmensa entre el Asilo de ayer y el Reformatorio de hoy;
puedo estimar cuanto se ha adelantado en la manera de corregir al niño más
delincuente.
Habría que localizar los artículos que
escribió en su momento, y cómo se posicionó. Entonces estaba al frente de la
Sociedad de Médicos Municipales y el escándalo le tocaba de cerca. Pero lo
cierto es que, aunque correspondía a esa entidad la asistencia sanitaria a San José,
Aldecoa y la cárcel, etc., ninguno de estos centros contaba con facultativos de
plantilla, sino que hacían su trabajo en calidad de médicos de visita.
Tres
años después del suceso, el alienista Gustavo López apuntaba en Higiene
General de la Locura: “¿Y cuándo anatematizaremos bastante ese antro
estimulador y fabricador de perversidad y morbosidad juvenil, que soporta la
Habana, con el título beatico de Asilo de San José?”.
A comienzo de 1900, Manuel Delfín calificaría
al asilo “escuela del crimen y estufa de germinación de todos los vicios”. No
era la primera vez que lo hacía; como mismo los motines que hemos narrado no
fueron ni mucho menos los únicos. Se repitieron con no menos intensidad en
1894. También hubo revueltas en la Enfermería de la Prisión (Aldecoa) y en el
Hospital de Higiene.
Todos estos eventos, como los informes y
artículos de los médicos, sustentaron las propuestas de cambio que tanta
presencia tendrán durante la Intervención y en los primeros años de la
República. Se reclaman entonces escuelas normales y especiales, se aborda el problema de la niñez
abandonada, y el que tras la guerra y la reconcentración una quinta parte de la
población infantil viva en la pobreza y la marginalidad.
Ciertamente,
tienen lugar grandes transformaciones, pero como ocurre siempre en las
instituciones totales, estallan nuevos escándalos y circulan por todas
partes los viejos enunciados llamando a una sempiterna reforma.
Trasladado en 1900 a la antigua Batería de la
Reina en la Punta, se le ubicará más tarde en los cuarteles de Guanajay,
convirtiéndose así reformatorio -o, mejor dicho, en la Escuela Correccional de
Guanajay.
Uno de los médicos de más poder, Juan Santos
Fernández, en su discurso "La supresión de los reformatorios en Cuba y
manera de sustituirlos", pronunciado en la Academia de Ciencias Médicas en
1911, hará una suerte de recuento circular y, remitiéndose a la época en que lo
visitaba como oftalmólogo, evocará su oscura arquitectura colonial, sus 200
metros de fondo por 15 de frente que sirvieran primero como Casa de Dementes de
San Dionisio, y luego como Escuela de Medicina, siempre con vistas al
cementerio.
Afirmaba
el connotado galeno que no pasó nunca de un "rudimentario taller de Artes
y Oficios" mal gestionado por el Ayuntamiento, para declarar que no fue (y
no era) sino una "escuela del crimen" y un "asilo del vicio". Añadía que
no se ganó gran cosa al convertirlo en Escuela Correccional, pues "los
vicios están ahora igualmente arraigados", expresaba citando un estudio del Dr.
Velis según el cual sólo el 5 % llegaba a ser "reformados".
Se mezclan allí "hombres fornidos con
criaturas de diez años". Una vez más las condiciones están lejos de ser
las adecuadas, como mismo el personal. De nuevo las autoridades ponen la
administración en manos inexpertas, y como si no se saliera de la colonia, hay entre "un antiguo administrador de ingenios adiestrado en el manejo de
esclavos".
Santos Fernández acusa del mismo modo a las
"enfermeras" (algunas hijas de libertadores) que no han servido sino
para envilecer aún más estos centros, "pues no alcanzamos a poner freno a
la lujuria que engendra el clima y las malas costumbres".
Y, sin entrar en detalles, lanza esta enorme
pregunta: “¿Cómo pretenderemos que nuestros reformatorios no sean un remedo de
Sodoma y Gomorra, cuando allí va el remanso de la corriente de lo peor de
nuestra sociedad: el fruto del hogar infecto, el producto de los vicios del
padre, de la indolencia o ignorancia de las madres las más de las veces?”
Se refiere entonces a la precocidad sexual de
las cubanas, casi tan precoces -dice- como las niñas de la isla de Fernando
Poo, lo que a su juicio no ocurría en otras latitudes. Y como si cogiera
impulso, prosigue con el clima y todos los males, esto es, con esa veta racista
a la que muy pocos médicos escaparon.
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