Jorge Mañach
Al pasar esta mañana ante el atrio de la
Merced vimos a Cucaracha, que salía precipitadamente del templo a grandes
trancos desbaratados, y haciendo una media ceremonia grotesca ante dos
pordioseros —un vejete hirsuto y una brújula enteca que jeremiaban, costra con
costra, sobre la decadencia de la limosna— se perdía desatentado y gesticulante
arroyo abajo.
Como siempre, llevaba un paquete bajo el brazo
y descubierto el cráneo en forma de cápsula, constelado de los lunares mondos
de pelos que le habían ganado su triste apodo: Cucaracha. La nuca y el hirsuto
cogote se le unían en una cuenca profundísima, dolorosa de ver. El traje negro
se dijera de elástico, tanto se le encogía sobre la descarnada humanidad, y los
pantalones mostraban las rodilleras raídas, francas ya al atisbo de la pierna
velluda y verdosa que una vez cubrieron.
Todos los domingos, en las cuatro misas,
cuando ya va mediado el oficio y la piedad de los fieles ha triunfado de las primeras
distracciones mundanas; cuando no se oye sino el bisbiseo discreto de los rezos
íntimos, el crujido de las sedas y el tilín-tilín comedido de la campanilla
ritual, Cucaracha aparece de súbito, cruza la nave por su medio mismo, se
desploma frente al altar mayor con un golpe tremendo de las rodillas e las
losas, se humilla hasta el pavimento, abre los brazos en una frenética
invocación, y se retira en seguida por donde vino, con sus labios húmedos y
temblorosos y su mirar alucinado. Algunos fieles le siguen con la mirada. Los
hombres sonríen; las mujeres suspiran y rezan un poco más visiblemente; los niños
les hacen preguntas violentas a sus mamas. Y Cucaracha se va a hacer la misma
ceremonia a otra iglesia.
—¡Pobre
Cucaracha! —comentó Lujan esta mañana—.
Es un incomprendido este último de nuestros
grandes místicos. Ahora cruzará la ciudad toda, obcecado Dios sabe detrás de
qué visión ideal que nosotros no percibimos. Y los niños —y los grandes, que
también entre nosotros suelen conducirse como niños para lo malo— se le meterán
por medio, le tirarán del saco, le gritarán en falsete: ¡Cucaraaacha! Él se
enfadará un poco; pero luego seguirá su camino, obseso y feliz, a lo suyo...
¿Qué cosa, hijo, será lo suyo, esto que él ve y que nosotros no vemos?
Estampa
de San Cristóbal, La Habana, Editorial Minerva, 1926.
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