Jorge Mañach
Ahí va
Bartolo.
Miré
hacia donde Lujan me señalaba. Por el andén del Prado pasaba,
inconfundiblemente, el objeto de su atención sonreída: un homúnculo delicioso
que yo había visto ya muchas otras veces paseando solo, con su bastón, al caer
de la tarde o en las claras noches ociosas. Sospechando que Lujan tendría algo que
decir de él, le escudriñé esta vez curiosamente. No alzaba siete palmos del
suelo. El sombrerete de rizada paja y cinta multicolor llevábalo chulescamente
ladeado sobre el rostro trivial, de ojillos guiñosos y plácida, felicísima
sonrisa. Toda la cabeza le salía apuradamente de un cuello alto y tramado de
barras, como reja de presidio. La camisa, de un rosa encendido, a ser papel de pared
hubiera satisfecho ampliamente los gustos decorativos del más estridente
rastacuero. Era rameada y fantástica también la corbata,
de cuyo nudo pendían piedrecillas trémulas como abalorios de gitana. El
trajecito, estrechamente entallado y a cuadros muy
ostensibles, con la punta escarlata de un pañuelo descolgada bajo la flor de
trapo en la solapa; los zapatos, virulentos de agujeritos y chulones, y el
bastoncillo de nudosa caña, que su dueño manipulaba con malabares arabescos,
completaban el increíble indumento.
-Increíble digo. ¿En qué casa, en qué comercios
de esta abigarrada ciudad lograba aquel hombrecillo vestirse de tal suerte?...
Sin embargo, él parecía muy orondo de sí mismo. Caminaba con un paso breve y
brincadito, mirando a un lado y al otro con su enorme sonrisa de felicidad
suprema; y si las criadas le señalaban entre hipos de risa o los estudiantes le
acosaban y le zumbaban en torno como un avispero, Bartolo lo tomaba a homenaje
y seguía su camino triunfal entre jaleos y chacota.
—¿Te acuerdas de Cucaracha, a quien vimos
ayer?...
Pues él y éste, Bartolo, son los únicos anormales evidentes que ya nos
quedan en La Habana. Aquél, el loco clásico, en que tan fecundas fueron
nuestras villas solariegas y que ya la civilización, la higiene y quizá también
el materialismo del siglo han ido eliminando... Éste, el bobo con todos los
perfeccionamientos modernos, el bobo novísimo, que de tan civilizado ya casi no
parece bobo. A los dos los envidio.
—¡Cosas suyas, Lujan!
—No, hijo. Ten por seguro que son los dos
hombres completamente felices, dos no más, que hay en La Habana. Cucaracha, que
anda absorto en una musaraña mística, y Bartolo, que lleva siempre encima,
realizado, concreto, el único ideal de su vida.
Estampas de San Cristóbal, La Habana, 1926.
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