Severo Sarduy
Volvió a caer la tarde en la Plaza del Vapor.
Aún no habían cerrado los rastros, los retaseros, las tiendas de canela. Brillaban en el interior de los expendios
oscuros, como tocados por la última luz del crepúsculo, los hilos plateados de
las telas indias, el púrpura de las tinturas, los frascos deformes de especias
que aún conservaban blasones flordelisados, viejos escudos coloniales, sellos
lacrados de apotecarios provincianos o la enseña aún legible de la Compañía de
Indias. Los prestamistas recogían lámparas de cristal incrustado y cofres con
marqueterías de sándalo, de ébano y jacarandá…
La bifurcación a la derecha era menos
acogedora: ruinas de esas casonas neoclásicas, con sus columnas corintias, frontispicios
y blasones flordelisados que codiciaban los magnates azucareros de la temprana
era republicana y que hoy había ganado una zarza rojiza y picante, colonias de
lagartos, los ratones unánimes y dos mendigos populares. Los pordioseros eran a
la vez afrenta y divertimiento de los viejos barrios de la ciudad, que los
aceptaba como residuos excéntricos de esa fauna trastornada que engendró el
machadato, cuando la ración cotidiana del ciudadano era una “rubia con ojos
verdes”: un plato de harina burda con dos trozos de aguacate.
El señorón de aquella pareja era el Caballero
de París, vestido con una capa negra de terciopelo en el calor sofocante del
verano insular, el pecho blindado de periódicos y revistas de antaño, y
arbolando una prosopopeya enardecida, con tropos enrevesados, dignos de Lezama
o de Chicharito y Sopeira, que profería con una impecable y castiza dicción.
Su desquiciada pareja era la Marquesa, una
negra despigmentada y canosa, de andar sereno y modales versallescos, fetiche
burlón de damas ocurrentes y pródigas y hasta de marquesas verdaderas –en la
medida en que las permitían las ramas carcomidas y leñosas de la heráldica
insular-, que la vestían con trajes estrafalarios, herencia de festejos
presidenciales, o de algún agasajo en el Tropicana, cuyo vestuario se había
encomendado al mejor epígono de Erté.
Al fondo de ese vertedero de ruinas académicas
y humanas se elevaba una torre solitaria y destartalada, residuos incongruentes
de algún fortín indefenso o abandonado por los capitanes insolventes o
revocados durante la construcción, a la que algunas volutas flamígeras habían
dado un vago estilo gótico antillano.
Fragmento de Cocuyo,1990.
No hay comentarios:
Publicar un comentario