Buscando asidero en esta noche del color y la piedra (esta noche en que la
piedra es color, y el color es piedra) me vienen a la mente palabras como
“barroco”, “expresionismo”, “expresionismo barroco”, “barroco expresionista”...
Llamamiento perenne de la piedra-laberinto (de la piedra anterior a todo
templo, de la imagen anterior a toda imagen), que hace pensar en una figurilla
de barro encontrada en las márgenes de un río, con unos conatos de brazos y un
gran vientre, símbolo de la madre primigenia.
Y se dirá: ¿otra vez el barroco? O bien: ¿otra vez el expresionismo? A lo
que yo respondo: otra vez y siempre, allí donde el desamparo y la disolución se
convierten en el horizonte mismo del espíritu humano. Pues ésta no es la
ceremonia inaugural de los hombres primitivos, sino el oscuro espejo del hombre
contemporáneo, que ha descendido a donde ya no encuentra la claridad sencilla
de los dioses, sino el horror y el vacío de la condición humana.
Y porque no se trata simplemente de un “estilo”, sino de una sensibilidad
que vuelve, desde el gesto apasionado y lúcido de los pintores de la “maniera”,
hasta las grotescas figuraciones de Otto Dix,
Georg Grosz o Francisco de Goya.
Afirmado en su paleta ganada, que no es un conjunto de técnicas sino una visión, el pintor devuelve en
dimensionalidad vibratoria aquello que lo obsede y lo quema; aquello que,
cegándolo, lo vuelve vidente, hierofante que convulsiona en figuras y en símbolos.
Confirmado en sus obsesiones, explora y burila incesante en ese color que
es piedra, al fulgor de una noche en la que vagan sin moverse teratomorfos
basales. Vidente que ve en la piedra lo que otros no ven en la carne, como un
orfebre de la Edad Media aprisionado en una celda subterránea. (Pues ésta sigue
siendo aún la Edad Media, el infierno encantado donde resuena perennemente una
música. Y hay que decapitar de un tajo la cabeza de la imagen, cambiar el signo
al canto fluido y banal que nos arrastra como a las ratas de Hamelin.)
Y así la textura palpatoria de la imagen-piedra. El movimiento jaspeado de
la Espulgadora, inclinada como una madre sin hijos al contacto cuasi bondadoso
con la bestiola.
Deriva verdaderamente artística, porque en ella la idea es llevada
rápidamente hacia estratos más profundos, hacia sedimentos paleontológicos,
hacia la luminosidad hipnótica de los hipogeos, donde la ensoñación y el ansia
han devenido mudez vertiginosa, asperjado litoglifo, piedra pintada. (Es la
piedra azul o la piedra roja, como hay campos azules y ciudades rojas en el
Ucello de Marcel Schwob). El admirable resumen del dolor y la desesperanza (o
de la demasiada esperanza: el abismo al que nos llamaba desde siempre el “coro
que cantaba con nosotros”). Como si siglos de imaginación y de pintura se
hubieran concentrado de golpe aquí, al conjuro de una cuasi monstruosa
inocencia. (Pero es verdad que en el mundo ésta ya no es posible si no al
precio de una igualmente monstruosa ignorancia.)
Por eso es barroco: porque todo continúa en un espacio privado de vacío (o
en un vacío que es él mismo plenitud oscura). Y lo que continúa es siempre el
sueño, la pesadilla, la infinita espiral empedrada del laberinto. El espesor de
lo que, siendo interior y más que interior, no tiene límites, pues contiene, en
el infinito de su noche, todos los brazos, todos los cuerpos, todas las
cabezas.
Y por eso es expresionista: por su fidelidad a eso decisivo y urgente que
pasa a través de él como una lengua de fuego. Y porque lo visceral y lo
grotesco, la deformación y la metamorfosis (esos rostros aún por hacer,
incisivos en su incompletud; ese ser que es siempre conato, frase o exabrupto
inacabados) son en él el único modo de entregar la visión, de corresponder a
ese extrañamiento que le inflama la mano, como una maldición sagrada. Señalado,
toma el pincel, y habla.
Sin ese extrañamiento (que puede articularse o no, que puede ser coherente
o no), no hay arte. Porque es el hombre
mismo lo extraño; la diferencia. Él,
el hombre, es el poeta, porque está solo,
abocado a la asfixia y la irrealidad de un mundo en el que no hay
salida, y en el que sin embargo nada puede detenerse, pues en su fermento sin
nombre tiene que afirmarse una y otra vez lo vivo. Todas nuestras certezas
descansan sobre esta monstruosidad básica. Es el mundo que nos negamos a ver,
para seguir construyendo alegremente nuestras quimeras.
Las suyas son figuras doble o triplemente aprisionadas. Aprisionadas en la
piedra, aprisionadas en la mudez. Aprisionadas en la soledad, la perplejidad,
el extrañamiento. Piedra de la mudez. Piedra de la perplejidad. Piedra de la
soledad. Piedra del extrañamiento. Piedra del aislamiento y de la enajenación.
Son las extrañas prisiones del espíritu cercado por el desierto. Y el discurso
que oímos (hecho de comisuras y de ángulos, de cicatrices apenas veladas) es el
habla sin sílabas de los muñecos o de las marionettas, donde lo teratológico es
el resplandor sin nombre de un anamorfismo petrificado. Nuevo manierismo, en
que la intensidad de la visión abre el trompe
l’oeil a una informidad anterior a toda cifra. A un paso de la forma estaba
siempre el abismo (abismo y forma anillados como una sola cinta de Moebius). Ya
que si toda piedra estaba destinada a convertirse en gesto, era mucho más
cierto que todo gesto estaba destinado a convertirse en piedra. No a afirmarse
en la luz de una declaración reificante, sino a recircular en esa subterránea
dimensión donde la ausencia de aire lo mantiene todo suspendido. Hay
multiplicación, pero es la multiplicación de la piedra. Hay unidad, pero si por
una parte remite de algún modo al horror sagrado del ritual y del templo,
también está hecha de elementos desemejantes, venidos desde muy lejos para
crear una rostridad asombrosa, inesperada.
Un vector insectoide parece recorrerlo todo, pronto a convertir la
visceralidad en la convexidad de un segmento quitinoso. Un niño y un mono se
metamorfosean en extraños juguetes, portadores de una rostridad que no hubiera
podido imaginar Andersen (lo asombroso es esta inseparabilidad en la piedra, este
centellear de lo humano habitando lo ajeno.) O un alucinado de ojos
puntiagudos, aferrado a una cornisa, se inclina sobre una libertad imposible (y
aquí la libertad es pregunta profunda, llaga que quema). O bien, en fin, un
morfoideo fragmentario (homúnculo o animálculo: sospechamos, con horror, que no
necesita ser completado) se recorta en la ventana de una órbita, vuelto hacia
un paisaje que no puede ver y que sin duda no existe. (Se asienta allí,
persevera sin más, en su mundo sin mirada y sin aire.)
Como en las rayaduras encarnizadas de Edvard Munch, es el gesto el que,
cifrado por un golpe de ojo único, nos sale al encuentro, nos interroga, nos mira (nos mira, en efecto, pero como la
abismalidad que ya siempre estaba dentro de nosotros). Y, sin embargo, hay aquí
hay algo distinto y casi contrario a la pintura: la cualidad monstruosa de lo
que respira en la piedra. De lo que, mudo en el color, la mutilación y la
disforma, habla con elocuencia desgarradora. (Cómo no ver, en esa boca cerrada
con forma de cruz infantil, una acusación venida de las tinieblas, una firma
dolorosa.) Bestiario donde lo humano y lo animal, lo pétreo y lo visceral, no
están confundidos ni separados, sino que participan de una misma y continuada
ceremonia en lo extraño, anillados en las franjas de una luz que no es la del
sol, sino la de un infinito interior, la de un infinito espesor, la de la
entraña.
Monstruos reidores que hacen su fiesta solos. Piedra inconclusa que se
niega a ser rostro, palabra, nombre. Aquí, más que nunca, el arte sucede, ocurre. Venido a la forma, lo
desconocido, más desconocido que nunca, se niega a entregarse. Surgiendo
(surgido), ya está ahí, tan indescifrado como insoslayable. Es el bosque de
glosolitos calcinados por la luz cegadora de la ausencia, en cuya desasosegante familiaridad no podemos
dejar de reconocernos. Es nuestra soledad, es nuestra ajenidad, es nuestra
monstruosidad, es nuestra extrañeza. Son los ancestrales sueños que habitamos y
que nos habitan en nuestra perpetua ronda dentro del laberinto. Sin salida y en
fuga.
(Sabadell,
22.09.2012)
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