Ese racimo de algas chorreantes es anterior a los jóvenes rebeldes que
tomaron la ciudad.
Anterior a los hippies que el poder de
esos rebeldes persiguió con tijeras y campos de trabajo forzado.
Anterior a la llegada de los rastas a La
Habana.
Esa cabeza de anémona es la del Caballero
de París.
No había visto antes la foto, y me
pregunto hasta cuándo podrá ser identificada sin explicación al pie. ¿Hasta
dónde va a llegar la memoria viva de ese loco de la ciudad?
Cuenta ya con estatua, podría responderse.
Han dispuesto, a la entrada de la sala de conciertos de la antigua basílica de
San Francisco, una figura suya de tamaño natural. La gente frota el bronce
hasta sacarle manchas de brillo en algunas partes del cuerpo. Los turistas se
fotografían abrazándola.
Pero una estatua no es siempre señal de
recordación. Las tarjas no siempre atinan a enseñar de quién se trata. ¿Y qué
tarja podría explicar quién fue el Caballero de París?
Su leyenda, calculo, se irá perdiendo poco
a poco. Bastante perdida estará ya, a pesar de la escultura. Figura de una
época en que La Habana entera podía reconocerlo.... De una época en que la
capital conservaba hábitos de pueblo grande… Pero, ¿en qué consistía
exactamente su leyenda?
Un loco que se decía caballero, con
imaginaciones de otra ciudad y de otra época. Con gentilezas de trato, vestido
a la antigua y de barba y cabellos largos. Una figura de folletín en una época
de novelas de radio. Un loco dulce. Qué poca sustancia para atravesar el
tiempo…
Me gusta, por eso, que haya ido a sentarse
al Malecón. Porque esta foto le da espesura a su leyenda, a su caso. Acerca su
particular locura a la locura que hemos padecido todos. Y pudiera residir en
ella la garantía de su memoria: cada uno de nosotros habrá sido alguna vez,
sentado en ese mismo muro, el Caballero de París.
Tomado de La Habana Elegante, no 50,
otoño-invierno de 2011.
No hay comentarios:
Publicar un comentario