miércoles, 27 de julio de 2011

Relatos de la catástrofe

 



  
 ¡Carbonizado!


 Entre los que amortajaban para la última ceremonia había un cadáver carbonizado; tendido allí parecía el tronco deforme de un árbol, negro, irregular, inhumano; despojo indiscernible de la catástrofe, ni tenía forma, ni tenía ya nombre; nadie lo reconocía.
 Embutido en su ataúd, recorrió su última jornada entre la multitud curiosa o indiferente, en la marcha solemne del entierro, y fue depositado en el nicho subterráneo que ignora el misterio de su vida y de su muerte infeliz.
  Al toque de alarma, corrió de los primeros, sonriente, afanoso, alegre, sin interés ninguno; llegó a la puerta ardiente, empuñó su lustrosa hacha de bombero, y enfrente de la llama retorcida que se empinaba y se partía en cien lenguas de dragón, como un árbol fantástico de resplandores y de estrellas, penetró resueltamente en aquel establecimiento de ferretería, semejante a una inmensa bomba cargada de proyectiles de caprichosas formas y dimensiones aterradoras.
 A los pocos pasos tembló bajo de él la tierra, oyó un gruñido gigantesco, la granada había estallado, las tenazas, los clavos, los barriles, las cadenas, un mar de hierro cayó sobre él escupiéndole encima torrentes ele metales, y cuando destrozado y sin vida, informe v adulterado, más bien un pedazo de carne que un hombre, caía contra el piso erizado de escombros, una llamarada rastrera se deslizó hasta él, envolviéndole rápidamente en mil espirales de oro relampagueante y luego, dividida en esparcidas y tembladoras solfataras, fue apagándose grado a grado, dejando ver en su postrer iluminación la negra pavesa de aquel hombre!
 Los demás ¡ay! numerosos compañeros de infortunio dejan tras sí su nombre compadecido en la ciudad; el dolor y las lágrimas en su casa. El no deja nada, ni lágrimas, ni recuerdo, ni dolor, ni nombradla.

 Manuel Sanguily


 
  Impresión

 Jamás se borrará de mi ánimo la impresión de aquel cuadro terrorífico. Una cara aplastada como máscara de cartón, otra carbonizada como el busto de un santo condenado a la hoguera por regocijados herejes, otra que parecía contraída por heroica carcajada, otra, en fin, que con sus ojos desmesurados, su color lívido, el cabello erizado y la horrible rigidez de los músculos, parecía reflejar, con su postrera espantosa angustia, todo el pavor de aquella inmolación. Había algunos cadáveres que el fuego, el agua y la cal habían envuelto en mortaja, semejante a la que cubre las momias de las ruinas de Herculano y Pompeya; otros parecían soldados de vencida legión, que después de caer fulminados por el plomo enemigo, habían sido pisoteados por los cascos de la caballería y aplastados por las ruedas de las cureñas arrastradas por desbocados corceles. El sombrío y tétrico Goya no se imaginó jamás escena más horripilante.
 Lejos, muy lejos de aquel montón de cadáveres, perdidos en la sombra, veían todos en visión magnífica de la realidad, niños cubiertos de harapos negros, sin pan, ateridos; madres sin sonrisas,    cumpliendo, abnegadas y medrosas, su misión incomparable; y en torno de tanto ataúd, en la penumbra de los desmayados cirios, algo así como la silueta de un arcángel, cabizbajo, torvo, envuelto en negro sudario de flotante gasa y crispado el puño que no sujetaba la espada flamígera de las cóleras celestes.

 Manuel de la Cruz


  Los muchachos de la acera de EL LOUVRE


 Existe con este nombre en la Habana una agrupación de hombres que instintivamente se reúnen por la igualdad de ideas, de costumbres, de sentimientos, de caracteres; falange clorada que se encuentra diariamente en un mismo lugar, atraidos por la única razón de que allí había más luz, más movimiento, más aire para ensanchar sus pulmones juveniles. De ellos podría decirse con Alfredo de Musset, pues se les ve Comme des gais oiseaux qu'un coup de vent rassemble. Et qui pour vingt amours vi ont qu' un arbuste en fleurs! que es, en una palabra, la exuberante y alegre juventud tropical, que se manifiesta en ellos bajo su más bello y ruidoso aspecto.
 ¿Quién no conoce entre nosotros ese grupo alborotador y generoso de quien tanto se ha dicho y que tantas veces ha sido desconocido e injustamente juzgado.
 Injustamente juzgado, porque no falta quien crea que los muchachos son un conjunto de calaveras sin freno, incapaces de toda obra seria y elevada. Y nada más erróneo. 
 Ellos, por su nacimiento, pertenecen a las mejores, más antiguas y distinguidas familias cubanas, llevando siempre alta la frente y con nobleza el paterno apellido.
 Ellos son los que sobresalen en las fiestas del sport, donde los nombres de Centelles, Maciá, Lebredo, Hernández, Martínez Oliva y otros suelen ser el mayor atractivo de los programas.
 Ellos los que ocupan -entre los jóvenes-  los primeros puestos en la literatura, como Benjamín Céspedes, Pichardo, Hernández Miyares, Casal, Varona, Giralt y cien más.
 Ellos, los que no admiten lecciones de honra ni caballerosidad, porque tienen demostrado, en veces repetidas, que saben lo que la dignidad del caballero vale.
 Ellos, los que forman el principal, el más preciado ornato de nuestros aristocráticos soirces, donde rivalizan, junto a las damas, como galantes cortesanos.
 Ellos, los que ostentan en su inmensa mayoría títulos académicos que son irrefutable prueba de conocimientos profesionales y honroso origen del dinero que alegremente gastan después de adquirirlo con trabajosa labor.
 Con ellos, en fin, tropezaremos en todas las esferas de la vida social, en las artes, en las letras, en las ciencias, en los placeres, en cuantas manifestaciones presenta la actividad humana, pues en todas, sin excepción, ocupan relevante y merecido puesto.
 Nadie coordina mejor la improvisada fiesta en que resuena el alegre estallido de las botellas del champagne; y nadie con mayor entusiasmo responde al llamamiento del desgraciado, obedeciendo a los impulsos de la caridad con más abnegado interés que los muchachos de la acera.
 No bien hienden los aires los primeros sonidos que anuncian alguna desgracia, alguna pública calamidad, los primeros que llegan a ofrecer sus brazos, el esfuerzo de sus almas juveniles, son los muchachos, dando sin vacilaciones sus vidas, si es necesario, para realizar el bien.
 Y en el incendio, objeto de estas páginas, ofreció como siempre -el alegre grupo-, triste prueba de la verdad de estas palabras.
 Silva, Rodríguez Alegre y Coloma; estos tres de entre ellos perecieron aplastados por los escombros en la terrible catástrofe.
 Y si nos fijamos, los vemos asimismo imprimiendo en todas partes el sello de su personalidad; fueron de los primeros en intentar los salvamentos;  yo mismo; entre los rostros que me fue dado contemplar al ver de nuevo la luz -cosa que no esperaba- fueron, entre otros, los de Agustín Cervantes, Panchito Giralt, Gonzalo de Cárdenas, Morán y Pedro Pablo Guilló.
 Ellos fueron los que luego solícitos y cariñosos velaron mi enfermedad y me alentaban con sus palabras consoladoras.
 En las ambulancias, como médicos, en el incendio como periodistas o bomberos, después como hombres caritativos y generosos, siempre, en todas partes, vemos surgir la silueta de los muchachos de la acera.
 Prueba evidente y que patentiza cuanto llevamos dicho referente a los muchachos, es la muerte de los mencionados Silva, Rodríguez Alegre y Coloma; las heridas o contusiones que recibieron, entre otros, Pablo Mazorra, Eugenio Santa Cruz y Pedro Pablo Guilló; este último fue atacado de espasmo; la actitud de los compañeros como Alberto Ponce, Agustín Laguardia, Antonino Méndez y Miguel Arango, que al saber que algunos ele sus amigos habían sido víctimas de la terrible explosión, se dirigieron al lugar de la desgracia en busca de sus compañeros, solicitando de los familiares de Coloma que les permitieran hacer el entierro para tributarle la última prueba del cariño que todos le profesaban. Así lo hicieron.
 Estos rasgos son los que demuestran los verdaderos sentimientos y manera de ser de ese grupo que canta y ríe, de esos jóvenes de alma creyente, denodada y generosa, para quienes es familiar todo lo que es noble y levantado; y que en medio ele sus ruidosos placeres demuestran -con centelleos de relámpago- que son los genuinos hijos de Cuba, que acaso estudiarán como modelos de hidalguía y patriotismo las generaciones que nos sucedan en el transcurso incesante de los tiempos.
 Esos son los muchachos de la acera del Louvre.

 R. Mora: 17 de mayo de 1890, La Habana, 1890.

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