martes, 26 de julio de 2011

17 de mayo de 1890







  Ricardo Mora


 Tristemente memorable será para todos los habitantes de esta infortunada Isla la fecha que sirve de título a este trabajo. En la noche de este día tuvo lugar en esta ciudad, uno de esos hechos que se graban en la memoria figurando entre los recuerdos imperecederos de nuestro espíritu. Hecho, es el que nos ocupa, que ha llevado hondo desconsuelo y triste amargura a los hogares de los muchos que perecieron en la porfía, pagando el sagrado tributo de la vida al inexcusable cumplimiento del deber, que es la despótica diosa de los hombres honrados, o de los que horados por la grandeza de sus sentimientos y el arrojo de sus acciones, disputaron en sin igual lucha más ele una vida al horrible y espantoso suceso que tantas preciosas ha segado en esta desconsolada sociedad.
 La narración de hecho tan tremendo por sus estragos, es el que nos proponemos dar en las páginas de este folleto con toda la mayor exactitud que nos sea dable, habida consideración a lo deficiente de nuestra pluma y a las distintas versiones que oímos aún en el mismo lugar del siniestro que a tantos arrancó la vida. Así es, que fuimos testigo presencial de los hechos primeros y no hemos después dejado de adquirir cuantos datos nos han sido necesarios para escribir esta narración.
 Serían las diez y media de la noche infortunada, cuando los silbatos del O. P. anunciaban que había fuego en la agrupación número 2; y como nuestro deber de periodista nos obligaba a concurrir al lugar del siniestro, tomamos un coche de plaza que nos condujo a la calle de Lamparilla esquina á la de San Ignacio, donde bajamos del vehículo dirigiéndonos a pié por la referida calle de Lamparilla y en dirección a la de Mercaderes, pues la esquina que hacen estas dos calles y del lado de la acera par de la última, la casa número 24, se encontraba presa de las llamas. En esta casa se hallaba el depósito de la ferretería de los Sres. Isasi y Compañía. Cuando admirados por la intensidad del incendio tratábamos, no obstante, de adquirir datos sobre su origen o causa y observamos a los bomberos del Comercio, Municipales y Cuerpo de O. P. por las medidas que indistintamente tomaban, los Jefes de los respectivos cuerpos, para atacar con el mejor acierto, y obtener el mayor éxito; y veíamos que el entusiasmo en todos aquellos servidores de la humanidad no tenía límites; y que mientras más terrible se presentaba el incendio, con mayor denuedo era atacado cuando con más afán y entusiasmo trabajaban aquel; grupo de beneméritos de la humanidad, sonó, a las once menos diez minutos, un sordo estampido que elevó todo el edificio incendiado, cayendo luego con pesadumbre inmensa sobre todos los que estábamos a sus alrededores. Un instante de estupor producido por la sorpresa de lo inesperado, una oscuridad de tinieblas que puso espanto en los ánimos menos esforzados, un silencio sepulcral en todos los alrededores de aquel fatídico lugar; y luego mezclado al chasquido de las llamas que de nuevo tomaban cuerpo, los dolorosos lamentos de los sepultados en los escombros.
 Los primeros valientes que volvieron al lugar, subiendo sobre los escombros que cubrían gran número de bomberos y soldados, comenzaron los trabajos de escombreo. Los que estábamos debajo de la improvisada fosa, sentimos la más amarga desesperación en el primer momento de silencio que sucedió a la explosión, porqué parecía que nadie de los vivos volvería a aquel lugar a salvar la vida de cuantos estábamos bajo el peso insoportable de aquellas masas de hierro y piedra que nos separaba del mundo de los vivos. Por fortuna poco tiempo duró aquella duda, porque pronto sentimos los pasos que anunciaban la presencia de los que podían ser nuestros salvadores. Entonces los quejidos, los lamentos, las voces de auxilio, contestadas por los supervivientes exteriores, formaron el triste y desgarrador concierto de aquel lugar. Con la presteza que les fue posible comenzaron los bomberos los trabajos de escombreo para sacar del seno de aquellas piedras a cuantos estábamos
debajo sufriendo lo indecible.
 Salí uno de los primeros de aquel sepulcro de vivos y poco después el valiente inspector especial de policía Sr: Miró, que oímos los últimos suspiros de los infelices a quienes la vida de súbito abandonaba. A nuestro lado teníamos el denodado capitán de Bomberos del Comercio D. Francisco Ordoñez.  
 Solo nos salvamos Miró y yo, los que aun nos encontramos en el lecho del dolor, habiendo yo, en carta publicada en La Tribuna, hecho la narración de lo que me acaeció, por lo que aquí la transcribo:




  Habla un resucitado

  Mi querido amigo y Director:

 Siempre fui y sigo siendo opuesto a exhibir en público mi personalidad, pero, con motivo de la reciente, triste y lamentable catástrofe del día 17, me tocó en suerte ser uno de los muchos de quienes a diario y con interés se ha ocupado la Prensa habanera con relatos en parte ciertos y en parte inexactos, sobre todo en lo que se refiere a mi casi milagrosa salvación, por lo que me creo en el deber de decir algo que ponga las cosas en su lugar, ciñéndome únicamente a relatar hechos, sin entrar en consideraciones de ningún género, ni describir los martirios sufridos dentro de mi improvisada fosa en el pleno ejercicio de todo mi conocimiento.
 Al oír las señales que indicaban el fuego, me encontraba en el teatro de Tacón, de donde inmediatamente salí para el lugar designado en las alarmas, en coche en compañía de mis amigos Eugenio de Santa Cruz y Pablo Mazorra, del vehículo nos apeamos en la calle de Lamparilla esquina a San Ignacio. Allí me separé de ellos, y adelantándome, me dirigí hacia la casa incendiada, a cuyo frente llegué en los momentos en que un bombero del Comercio [que después he sabido era el desgraciado Cadaval] hacha en mano, trataba de abrir hueco en una puerta, supongo que con objeto de introducir un pitón y atacar el incendio, y a mis inmediaciones, conservo el perfecto recuerdo de haber visto al inspector especial de Policía, Sr. Miró, entre otros; bomberos casi todos.
 Dirigía mis pasos hacia aquel bombero que tan esforzadamente trabajaba a fin de hacerle algunas indicaciones para que evitara el efecto de la violencia de las llamas al salir, tan pronto como por el boquete que abriese penetrara el aire exterior de la habitación incendiada, cuando de súbito oí tremenda detonación y simultáneamente vi elevarse una imponente columna de fuego de azulosas llamas y humo blanquecino. Volvíme instintivamente tratando de ganar la calle de San Ignacio, pero acto continuo sentí un fortísimo y pesado golpe en el omóplato derecho que me lanzó contra la pared de la casa de Lastra, luego un segundo golpe en la espalda que produjo sonidos metálicos, que me hizo caer recibiendo enseguida sobre mis espaldas una lluvia de escombros y sobre éstos un peso enorme que me apretaba incesantemente, prensándome, triturándome casi, el cuerpo, en una oscuridad tenebrosa, horrible, dentro de una temperatura que parecía calcinarme las carnes y respirando poco muy poco, un ambiente de tal naturaleza, que creía que mis pulmones se llenaban de hirviente plomo.
  Allí, en aquella ardiente y opresora fosa, sintiendo casi debajo de mí los convulsos movimientos de la agonía de otro ser infeliz (que luego supe era el heroico Francisco Ordoñez), permanecí largo tiempo, en la plenitud de mi conocimiento, que no me engañaba, respecto a mi desesperada situación. Una profunda angustia se iba apoderando de mí, faltándome ya la respiración y sentía abrazárseme las entrañas, no encontrándome con esperanza alguna de salvación.
 En aquellos momentos noté un aumento de peso, algo así como pasos sobre mi persona, los oía claramente, concebí esperanzas, clamé auxilio y luego oí una voz que decía: “Aquí hay alguno, bomberos, vengan todos aquí”. Sentí, repito, pocos instantes después, las palas y picos que encima de mí escombraban.
 El trabajo duraría unos diez o doce minutos, al cabo de los cuales me descubrieron la cabeza que me levantó tomándola por bajo de la barba un bombero a quien no pude conocer, cuyo nombre no he podido averiguar y a quien desde aquí doy las gracias y ofrezco mi agradecimiento eterno. La primera voz conocida que oí fue la de mi querido amigo Manuel Moran, que cariñosamente me llamaba por mi nombre y me ofrecía algo que me ayudara a refrescar mis enardecidas fauces.



  Después, media hora más de trabajo, los esfuerzos aunados de varios bomberos, me quitaron de encima las dos grandes piedras, que una, casi sobre la cabeza y otra sobre los riñones, me torturaban y me vi fuera de aquella caldeada tumba en brazos de mis salvadores entre quienes estaba Moran, bombero municipal y director de La Discusión, Ángel y Tomás Brícelos, bomberos del Comercio, el teniente de infantería D. Antonio Valdepares, José Valdepares, bomberos del Comercio, Manuel Muñoz, B. del C, Marín, capitán de los bomberos municipales, mis queridísimos amigos Jacinto Sotolongo, Agustín Cervantes y Gonzalo de Cárdenas, que me colocaron en una camilla, conduciéndome a la casa en que se hallaba instalada, provisionalmente, la Sanidad de bomberos, donde encontré multitud de amigos, todos á cuál más solícitos y cariñosos, y entre ellos al doctor D. Benjamín de Céspedes, que me hizo la primera cura.
 En dicha estación sanitaria escuché las frases de animación y consuelo que el señor general Chinchilla prodigaba a todos los heridos y que no me escaseó, haciéndome ofertas que con toda mi alma agradezco, enviándole desde el lecho en que me encuentro, gracias por todo.
 Terminada mi primera cura, mis amigos aceptando la generosa oferta del señor don Jacinto Sotolongo, me trasladaron en un coche de alquiler a la morada de este caballero, donde aún me encuentro y donde he sido tratado por Sotolongo como pudiera serlo por un hermano.
 También se me dijo que el gobernador civil, señor Rodríguez Batista, había puesto a mi disposición su carruaje, por cuya manifestación le estoy agradecido.
 En el coche de alquiler en que fui trasladado aquí, me acompañaron mis amigos doctor Benjamín Céspedes, Agustín Cervantes, Luis Rodríguez y el bombero del Comercio Ángel Bucelo, quien para hacerme menos penoso el trayecto, se quitó y colocó en mis espaldas su chaqueta húmeda aún del combate.
 En la casa también me esperaban algunos amigos y los doctores Zúñiga y Ubeda que solícita y cuidadosamente, me reconocieron e hicieron más detenida cura, renunciando generosamente a toda clase de honorarios, lo que consigno agradecido.
 Desde mi llegada a la casa hasta hoy, siempre he visto mi cama rodeada de amigos y ciento de personas me han visitado.
 Durante mi permanencia en lecho recibí la visita de mi amigo el Jefe de Policía Sr. D. Antonio López de Haro, varias de los Sres. Jerez y Pérez a nombre del Excmo. Sr. Gobernador Civil, la de dos bomberos del Comercio en nombre de la comisión del cuerpo, haciéndome ofertas que no por haber rehusado dejaré de agradecer y la personal del general Chinchilla, (quien desde los primeros días se enteró frecuentemente de mi estado) y a quien acompañaba el señor Argudín, su ayudante de Campo.
 El señor Chinchilla no solo me repitió las ofertas de recursos, que no acepté agradeciéndolas, de la suscripción popular que se hace, sino que llegó su galantería y caballerosidad hasta ofrecerme cuanto necesitara de su propio peculio, por cuyo último extremo le doy señaladamente las gracias.
 También he declarado ya en la causa que debe estarse instruyendo, porque al efecto vino el señor juez, del Este con su secretario señor Vega.
 Réstame sólo consignar en vuestro periódico, a fin de que conste de urna manera pública, mi profundo y sincero agradecimiento, a los amigos que me llevaron a la ambulancia y me condujeron hasta el lugar en que hoy me encuentro; a los que en ella me esperaron y atendieron, a los distinguidos facultativos que me curaron de primera y segunda intención, al doctor don Guillermo Walling, que encargado de mi cabecera, no me ha abandonado un momento, apresurando mi restablecimiento con su reconocida ciencia y esmerada asistencia, sin aceptar retribución alguna, a su apreciable familia por las muestras de afecto que me ha dado; al generoso farmacéutico doctor Francisco Barbero por haberme facilitado gratuitamente las medicinas que he necesitado, a todos los compañeros de la Prensa Habanera que sin distinción de matices han mostrado interés por mi persona y a los señores general Chinchilla, gobernador civil y jefe de policía cuyas delicadas atenciones jamás olvidaré.
 Anticipándoos, querido amigo, las más expresivas gracias por la publicación de las presentes líneas queda como siempre vuestro afectísimo amigo y compañero.

  
 17 de mayo de 1890, La Habana, 1890, La Propaganda Literaria, pp. 1-9.


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