Obedecer a la sabiduría, a una sabiduría razonada político-almacenera, discutida y práctica, ha sido la preocupación de los chinos.
Han exigido siempre de sus emperadores la sabiduría. Sus filósofos les hablaban como habla la gente que tiene la sartén por el mango. El emperador temía sonrojarse... ante ellos.
El bandido elude las leyes del Imperio, pero no esa ley.
Un bandido inconsiderado no encontraría nadie que lo siguiera.
Por el contrario, el bandido prudente se granjea ayuda y apoyos.
En la China, nada es absoluto. Nada de principios, nada a priori. Y nada choca a la víctima. Se considera al bandido como un elemento de la naturaleza.
Ese elemento es de aquéllos con los cuales se pueden hacer pequeños negocios. No se los suprime, se hace un arreglo. Se trata con él.
Prácticamente, no se puede salir de una ciudad en la China: a los veinte minutos de la ciudad, lo asaltan. Tal vez en el corazón de la China no lo asaltaran. Pero la seguridad no existe en ninguna parte. Hay piratas a dos horas de Macao, a dos horas de Hong-Kong, que se apoderan de los barcos.
El chino, el comerciante chino, es la primera víctima.
(Lo que constituyó una realidad durante tanto tiempo en muchas de las provincias, en varios reinos, a pesar de la autoridad imperial, la revolución maoísta lo ha suprimido radicalmente junto con otras conductas, que estaban, sin embargo, bien arraigadas en las costumbres).
No importa. Para que el chino vea claro, es preciso que los negocios sean complicados. Para ver claro en su casa, necesita a lo menos diez hijos, y una concubina. Para ver claro en las calles, necesita que sean laberintos. Para que la ciudad sea alegre, tiene que ser una feria.
Para que vaya al teatro, tiene que haber en el mismo edificio, ocho o diez teatros de dramas, de comedias, cinematógrafos, además una galería para prostitutas, acompañadas de sus madres, algunos juegos de ingenio y de azar, y en un rincón un león o una pantera.
Una calle comercial china está atiborrada de avisos. Cuelgan por todos lados. No se sabe qué mirar.
¡Qué vacía es la ciudad europea, aislada, y vacía, limpia, eso sí, y terrosa!
Se cree que los chinos hormiguean porque tienen muchos hijos, pero no, tienen muchos hijos porque les gusta hormiguear. Les gusta el conjunto, los conjuntos, no el individuo, el panorama, no una sola cosa(…)
Los europeos (germanos, galos, anglo-sajones) son chinos estupendos. Suele decirse que los chinos lo han inventado todo... ¡hum!
Lo curioso es que los europeos han reinventado, y «rebuscado» precisamente lo que los chinos han inventado y descubierto.
Los chinos se jactan de haber inventado el diávolo, el polo, el tiro al arco, el fútbol, el jiujitsu, el papel, etc. Y bien, ¿qué hay con eso?, eso no educa al chino. No educa, tampoco, al europeo. Educa al hindú que, intensamente cultivado, no inventó el diávolo, el polo, etcétera...
Si yo fuera una civilización no me jactaría de haber inventado el diávolo. Más bien tendría vergüenza, y me lo ocultaría a mí mismo. Tomaría mejores resoluciones para el porvenir.
Los chinos y los blancos padecen la misma enfermedad.
Durante el día, cambalachean, luego necesitan juegos.
Sin el teatro, el chino de las ciudades encuentra intolerable la vida. Necesita miles de juegos.
Vive en el juego. En Macao, se animan un poco en los garitos, pero, temiendo el ridículo, salen pronto a fumar una pipa de opio, y en posesión de una cara de palo, vuelven a la sala.
A cada instante, en la calle, se oyen caer monedas, «¡cara o cruz!», y al momento una asamblea de cabezas que miran y rezan.
A pesar de todos los juegos, una enfermedad acecha a los chinos: sucede que ya. no saben reír. A fuerza de disimular, de hacer planes, de componerse una cara, ya no saben reír. Enfermedad terrible. Se ha visto un niño abnegado, que, por amor filial, tropezaba y se caía sobre baldes de agua, para desenojar a sus padres atacados de la «Enfermedad». Cuando se sabe que los chinos: 1.° tienen horror al agua, 2.° temen el ridículo, se comprende la gravedad del mal; y los deberes formidables del amor filial en la China (...)
Para que las hormigas peleen entre ellas, conviene arrancarles una pata y, así heridas, arrollarlas entreveradas por el suelo, apretando, pero no muy fuerte.
Es raro que eso no despierte su rabia, que no las llene de una especie de ebriedad y que olviden todas las leyes raciales y de la ayuda mutua entre hormigas.
Pronto las campeonas se distinguen.
Puede entonces observarse una ley curiosa.
Una campeona de 1.a categoría, invicta hasta entonces, será derribada y estropeada por una campeoncita de 3.er orden que muchas veces ha sido zarandeada y sometida, y que, puesta en presencia de otras, será vencida casi siempre.
Así, entre los pueblos de raza blanca, el americano en este momento, a pesar de las críticas que le dirigen con aire protector (como los chinos a Europa), críticas de viejos, el americano hace el papel de un robusto mocetón que va a comérselo todo.
Esta idea, en todo caso, ha sido barrida de mi espíritu por algún tiempo. He visto los soldados japoneses en Chapei. Hombres retacones, cuadrados, listos a abalanzarse, jauría que hay que sujetar, con alegría y a veces con una especie de ferocidad en la cara, en todo caso la salud y la exuberancia en el sacrificio del yo.
Patrullas en moto-ametralladora más amenazantes que cuerpos de ejército.
Cuando un poco más lejos, se veían camiones cargados de soldados americanos, esos camiones llenos de niños grandes, buenos nenes para hacer dinero, uno se miraba incómodo. No existían al lado de los japoneses.
El inglés no es tal vez un pueblo que merezca la admiración universal. Con todo ha llegado (como el fenicio, otro comerciante, hizo adoptar su alfabeto) a hacer hablar su idioma a la mitad del mundo. Todos los pueblos a imitación suya se afeitan, se bañan de mañana, hacen negocios, patean una pelota o empujan una pelotita en los ratos perdidos.
Hay que reconocer que América, su nieta, le ha asestado un recio golpe y que más que los ingleses ha atraído la atención del mundo sobre esos ejercicios y deportes y juegos en los que no se expone nada. Es cierto que no soy militarista, y que no me gustan los dogos. Pero cuando veo un dogo cerca de un podenco, pienso que un podenco solo está bien, pero que juntos es el dogo el que hará buen papel. En los deportes, uno se agita mucho. Pero comparados con gentes prontas a exponer su vida, los deportistas tienen un aire fútil. Al contrario, delante de gentes que han calavereado, que han participado en acciones de crápulas y de bandidos, uno baja los ojos. Porque el coraje es algo.
En cuanto a los chinos, no tenían un aire idiota, sino juicioso, lento, reflexivo, acomodando cosas en sus bolsas, nada vencidos y tal vez con un dejo de reproche de antepasado, que sabe que el Tiempo, el Tiempo, es el gran Maestro.
Los chinos nos detestan. Nos consideran malditos entrometidos, que no podemos dejar nada en paz. Obuses, latas de conserva, misioneros, toda nuestra actividad se la tiramos a la cabeza.
Por eso ¡qué odio! y en Extremo Oriente qué envidia a la vez. ¡Cómo parecer inocente! Todo ese odio continuamente asestado sobre mí, me ha predispuesto mal hacia ellos.
Fascinación de lo razonable, de prestarlo todo como razonable.
(Mao Tse-tung, que removió la China, que transformó completamente, en unos años, una sociedad milenaria; que concibió los más audaces proyectos, algunos irrealizables pero que se realizaron, otros insensatos por osados, como cuando emprendió la construcción de pequeños «altos hornos aldeanos», para la producción del acero a pesar de la opinión desfavorable de los técnicos; que levantó nuevos pueblos destinados para dormir, donde no tenían cabida las familias; el hombre del famoso «salto hacia delante», que no retrocede ante nada, retrocede ante la paradoja, lo brillante, lo elocuente, lo romántico. Sus libritos están escritos de una manera simple, con fórmulas simples, para hacer el escrito razonable, ante todo razonable (...)
El chino es tan aficionado a la imitación y se somete con tanta naturalidad al modelo que uno se pone incómodo.
Copia a la perfección y sin aprendizaje un vestido de París. El Museo de Pekín exhibe miles de plantas de piedra, de distintos colores, macetas con flores, que repiten exactamente la realidad. El chino las prefiere a las naturales. También imita caracoles y piedras. Con bronce imita la lava. Coloca en su jardín basuras artificiales de cemento.
Esta manía está arraigada en ellos de tal manera, que los filósofos chinos la han utilizado como base de toda su moral, que es una moral de ejemplo.
El Libro de los Cantos dice:
«El Príncipe cuya conducta esté llena siempre de equidad y de sabiduría, verá los hombres de las cuatro partes del mundo imitar su rectitud. Cumple sus deberes de padre, de hijo, de hermano mayor y de hermano menor e inmediatamente el pueblo lo imita».
¡Ya está armada la trampa! ¡Es irresistible! Ahora todo andará como sobre ruedas.
El chino debe estar estupefacto de ver que el europeo no imita. Es decir: sería una ocasión para asombrarse. Pero un chino se mataría antes de asombrarse.
Es una idea corriente entre los críticos de arte chinos que la pintura debe ocupar el lugar de la naturaleza, que los cuadros deben proporcionar una impresión tan vivida del campo que el hombre de ciudad no tenga por qué salir de su casa, lo que efectivamente sucede.
Los sampanes, sobre el río en Cantón, son de una desnudez desesperante, pero no faltan uno o dos cuadros colgados en su interior.
En el último tugurio chino, hay cuadros con gran des horizontes y con montañas soberbias.
El imperio chino se distingue de todos los demás por la Muralla China. Lo primordial es estar protegido.
Los edificios chinos se distinguen por los techos. Lo primordial es estar protegido.
Por todos lados, hay grandes pantallas y luego hay biombos y naturalmente laberintos triples. Lo primordial es estar convenientemente protegido.
El chino nunca se descuida, siempre está sobre aviso; parece siempre miembro de una sociedad secreta.
Aunque guerrera cuando eso fue necesario, la China fue siempre una nación pacífica. «Con el buen acero no se hacen clavos. De un joven de mérito, no hagáis un militar.» Esa es la opinión pública. La educación china propende de tal modo al pacifismo, que los chinos se han vuelto cobardes (por algún tiempo), y con el mayor desenfado. (n.n. Vuelven a ser con el conflicto soldados... ante la sorpresa general).
El chino que ha esculpido camellos quietos y espléndidos, y también caballos (y con mucho humor), no ha podido producir leones. Sus leones hacen muecas, pero no son leones. Eunucos, más bien.
El ardor natural, la sangre agresiva y la combatividad innata escapan al chino.
La China es tan esencialmente pacífica que está llena de bandidos. Si el pueblo chino no fuera tan pacífico, empuñaría las armas, y costara lo que costara pondría orden. Pero no.
El campesino, el pequeño comerciante se ve tres veces arruinado, expoliado, o diez veces expoliado. Después de las diez veces, le queda una reserva de paciencia.
Vive el chino en medio de esta incertidumbre del interior de la China, donde se exponen los bienes y la vida, y que es tan insoportable y angustiosa para el europeo. El chino que es jugador, sabe portarse como un juguete (…)
En Pekín he comprendido el sauce, no el sauce llorón, sino el sauce erguido, que es el árbol chino por excelencia.
El sauce tiene algo de evasivo. Su follaje es impalpable, su movimiento se parece a una confluencia de corrientes. Hay más movimiento del que vemos, del que nos muestra. El menos ostentoso de los árboles. Y aunque siempre estremecido (no el estremecimiento breve e inquieto de los abedules y de los álamos), no parece ensimismado ni atado: está siempre bogando y nadando para mantenerse a flote en el viento, como el pez en la corriente del río.
Poco a poco el sauce nos educa, dándonos su lección cada mañana. Una paz hecha de vibraciones nos domina, hasta que al fin uno no puede abrir la ventana sin tener ganas de llorar.
¿Me ha cambiado la China? Siempre he tenido debilidad por los tigres. Cuando veía alguno, algo se agitaba, dentro de mí, y en seguida me identificaba con él.
Pero ayer he estado en el Great World. He visto el tigre que hay a la entrada (un hermoso tigre), y me di cuenta de que era un extranjero. Me di cuenta de que el tigre tiene una cabeza de idiota apasionado y maniático. Pero los caminos que sigue cada ser son tan ignorados, que no es imposible que el tigre llegue a la Sabiduría. En efecto, tiene un aire perfectamente cómodo.
Hoy, tal vez por la milésima vez en mi vida, he mirado jugar a los niños (blancos). El primer placer que saca el niño del ejercicio de la inteligencia está lejos de ser el juicio o la memoria.
No, es la ideografía.
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