El gallo
quieto en el zaguán.
Gallo gallo
de cresta alarmante, guerrero,
medieval.
De córneo pico y
espolones, armado
contra la muerte,
pasea.
Mide los pasos. Se detiene.
Inclina la cabeza coronada
dentro del silencio.
-¿qué hago entre cosas?
-¿de qué me defiendo?
Anda
en el zaguán.
El cemento olvida
su último paso.
Gallo: las plumas
que florecen de la carne silenciosa
y el duro pico y las uñas y el ojo
sin amor. Grave
solidez.
¿En qué se apoya
tal arquitectura?
¿Sabrá que, en el centro
de su cuerpo, un grito
se elabora?
¿Cómo contener, sin embargo,
una vez concluido,
el canto obligatorio?
He ahí que bate las alas, va
a morir, tuerce el pescuezo vertiginoso
donde el canto escarlata fluye.
Pero la piedra, la tarde,
el propio gallo feroz
subsisten al grito.
Se ve: el canto es inútil.
El gallo permanece -pese
a todo y su porte marcial-
solo, desamparado,
en un zaguán del mundo.
¡Pobre ave guerrera!
Otro grito crece
ahora en el sigilo
de su cuerpo; grito
que, sin esas plumas
y espolones y cresta
y sobre todo sin esa mirada
de odio,
no sería tan ronco
y sangriento.
Grito: fruto oscuro
y extremo de ese árbol: gallo.
Pero que, fuera de él,
es mero complemento de auroras.
Traducción: Pedro Marqués de Armas
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