por D. José de Castro y Serrano
El Palacio de la Industria, construido en los Campos Elíseos de París para la primera exposición internacional que convocó la Francia en 1855, era el punto designado de antemano para la celebración de la gran solemnidad en que el poder público, investido de sus más elevados caracteres por el consentimiento de todas las naciones, había de repartir entre los concurrentes a la Exposición Universal de 1867 los premios que enjuicio contradictorio se les tenían anticipadamente adjudicados.
Inútil es decir que para esta ceremonia, cuya fastuosidad había de ser proporcionada a la magnitud del asunto y a la grandeza del Emperador Napoleón que la presidía, era inexplicable el afán que mostraban los infinitos extranjeros a la sazón vecinos de la capital, y la muchedumbre de personas distinguidas de Francia misma, por contarse en el número de los asistentes. Baste decir que no pudiendo ser convidados, á pesar de la extensión de la nave del palacio, todos los que tenían perfecto derecho a ello, se decidió repartir invitaciones a los individuos más caracterizados de cada clase y de cada nación, arrojando a la venta pública los billetes representativos de las demás localidades, por la no insignificante suma de doce duros cada uno, o sea el precio de la libre entrada a las dependencias de la Exposición desde el momento presente hasta el final de la convocatoria.
Los ingleses tropezaron con un escollo semejante en 1862; pero ellos lo resolvieron por la teoría de la libertad, convirtiendo en especie de meeting el acto solemne de la adjudicación de premios.
Un jardín asombroso, tanto por su belleza como por sus proporciones, fue el local destinado para la solemne ceremonia; y allí, sobre el puente de una cascada colosal, con alfombra de yerba, techo de cielo, cortinas de agua y perfume de flores, se recompensaron, en extraña procesión de grupos, clases e individuos, las notabilidades industriales y artísticas de aquel penúltimo concurso universal. Bien es cierto que entonces no era necesario que el recinto permitiese escuchar la palabra de nadie; porque muerto el príncipe Alberto algunos meses antes de la realización de la obra por él imaginada, y dolorida profundamente la reina, su consorte, hasta el extremo de todos conocido, una delegación del gobierno, más que placentera, grave, y más que habladora, muda, debía simbolizar la irreparable pérdida del uno y la sensible ausencia de la otra.
En París, por el contrario, era menester hablar, porque ni el Estado tenía motivo de duelo, ni es la Francia nación que pueda permanecer callada sin que su silencio se interprete como presagio de trastornos y embates europeos. Las complicaciones políticas que en 1ro de abril traían preocupado el ánimo de las gentes, coincidieron con la escasa oportunidad de que el Monarca francés pronunciase un discurso de apertura ante la Exposición que estaba por concluir; y como nada hay en el orden económico de las naciones que deje de referirse al orden político, el silencio de entonces, aun cuando natural, fue tan nebuloso y ocasionado a dudas, como clara y lisonjera se dejaba entrever la palabra de ahora. Además, Napoleón había convocado un certamen internacional que superase a cuantos hasta el día se han celebrado en el mundo, y este certamen exigía como consecuencia lógica una festividad industrial que tampoco tuviera precedentes en los fastos humanos. Inglaterra había celebrado el triunfo: Francia celebraría la apoteosis.
Los más entusiastas por la idea de las exposiciones universales dudaban siempre, y con cierta razón, que el éxito de estas luchas pacificas, de estas emulaciones desinteresadas, llegare nunca a ser como en sus sueños lo habían vislumbrado sus promovedores; pero al asomarse el 1ro de julio por cualquiera de las puertas del más extenso y deslumbrador recinto que haya fantaseado el mimen de un poeta; al ver sentados bajo el mismo solio a los Emperadores de Oriente y de Occidente; al contemplar en conjunto homogéneo millares de individuos, diferentes en raza, opuestos en costumbres, varios en idioma, antípodas en origen, pero atraídos todos cual rayos de una estrella al punto luminoso de la inteligencia y el trabajo, no hubieran podido menos de confesar que como ha dicho oportunamente Napoleón III en su discurso, esas grandes reuniones que parecen no tener por objeto más que el culto de los intereses materiales, son por el contrario síntesis morales que se forman con el concurso de las inteligencias, y refluyen en la civilización y concordia de los pueblos.
Es imposible presenciar un espectáculo como la distribución de premios de París sin sentirse inclinados a la paz, sin detestar la guerra, sin contribuir al concierto de las criaturas y sin enaltecer las conquistas del espíritu humano. Si las exposiciones de las cosas no fueran más que un pretexto para el concurso de las personas, esto solo justificaría los enormes dispendios que aquellas originan y los colosales trabajos que acarrean.
Procuramos bosquejar a la vista del lector el cuadro del Palacio de la Industria en la mañana de la distribución de los premios. El cuadro será pálido porque carece de efectos teatrales; pero cada cual lo animará á su modo, y posible es que cada cual reproduzca en su imaginación las impresiones y discursos de los que lo presenciaron.
No hay sino figurarse una nave de la extensión aproximada del Prado de Madrid, cuya techumbre en bóveda de hierro y cristal, velada por una cortina de medio color, da paso a la penetrante luz de un sol de mediodía. De la bóveda penden banderolas con los colores y las armas de todas las naciones: desde la cornisa de arranque de esa bóveda hasta el pavimento de la sala, una decoración cuadrilonga tan sencilla como de buen gusto, divide en espacios simétricos la estancia, produciendo palcos principales y otros que podríamos llamar plateas, encerrados en un marco común. Delante de los palcos bajos corren unas graderías de piso llano, limitadas por una barandilla, que convierte en calle el ancho salón (…) El pavimento es de madera charolada: una línea central de trofeos, representativos de cada uno de los diez grupos de la Exposición, adorna el espacio sin estorbar la vista; entre los trofeos y las barandillas de las gradas hay una calle y una acera, cuyo desnivel lo cubre un arriate corrido de flores y plantas olorosas. Toda la decoración es encarnada y oro; por un extremo de la nave se baja á ella, y en el otro está colocada la orquesta y el coro; en el centro de uno de los largos teteros, por último, se halla situado el sólo, que en proporciones colosales y de inmensa grandeza ocupa una plataforma espaciosa, a la cual se asciende por gradas cubiertas de riquísimos tapices.
Diez y siete mil personas se hallan colocadas con comodidad en los compartimientos de esas localidades; mil doscientas constituyen la orquesta y el coro; dos mil próximamente es el número de los expositores y comisionados que forman pelotones de pié alrededor de cada grupo; los sirvientes, ordenanza, directores y encargados de la seguridad, elevan el total de la concurrencia a veinte y dos mil personas poco más o menos.
A las dos de la tarde, colocados ya todos en sus puestos, penetran por los costa los del trono el Emperador y la Emperatriz de los franceses, seguidos del Sultán de Constantinopla y de un cortejo de Reyes y Príncipes hasta diez y siete más: los espectadores se ponen de pie con un vistísimo movimiento de figuras y colores, y la orquesta rompe el primer acorde del himno que Rossini dedica al Emperador y al pueblo francés, con motivo de la Exposición Universal. Los aplausos del público al triunfo del Monarca, que es dueño de aquel salón, que preside aquel pueblo, que atrae hacia sí aquel número de Reyes, que reúne en torno suyo aquel concurso y que provoca la composición de aquel himno, apagan los ecos de la orquesta con el eco del saludo universal. El himno suena a música severa y noble, a melodía flexible y aromática, a combinación potente y hábil, como de la experimentada mano y del insigne ingenio de que procede; pero ¿quién puede juzgarlo en aquel momento? ¿quién percibe una sola sensación, cuando por todos los sentidos se encuentran perturbadas las potencias del alma?
Termina el himno con estruendoso batir de campanas y cañones por la parte exterior del edificio, en tan bien preparada como oportuna concurrencia, y los aplausos entonces se dedican al príncipe del arte, aun sin consideración a los príncipes del poder. En seguida el primer ministro dirige al Emperador una breve reseña de lo que por sus órdenes se ha hecho, de lo que significa y lo que vale la Exposición Universal, así como de los fallos del Jurado con respecto a los premios de los expositores: todo lo que se dice es sabido o adivinado allí. El Monarca en aquel momento se levanta y desarrolla el papel que tenía en la mano desde su entrada: no son los ministros quienes se lo dan; es él quien lo trae. El público se levanta también y prorrumpe en aclamaciones que suspenden por unos instantes el comienzo de la lectura El discurso es de paz por lo que hace a la política, de libertad por lo que respecta a la industria y al comercio, de conciliación por lo tocante a la lucha de las naciones, de esperanza por lo que alude al triunfo de la moral y la justicia. Napoleón lee sin esforzarse, con una voz que perciben claramente veinte mil personas; cada párrafo produce una interrupción de adhesiones, cada período una manifestación de reconocimiento, el conjunto de la obra un vítor entusiasta que parece tributado por la humanidad.
Y hay algo de la humanidad allí; pues en seguida los grupos del certamen, compuestos de los principales agraciados de todas las naciones de la tierra, precedidos de estandartes en que se consigna la especialidad que representa cada uno, comienzan a desenvolverse en procesión ordenada por la acera de que antes hemos hecho mención, hasta ir llegando a las gradas del trono, que cada uno de los escogidos asciende para recibir de manos del Emperador un premio de justicia, acompañado de una palabra de gracia que formulan los augustos labios. Escena es esta completamente diversa de otras análogas antiguas: no son los hombres de todas las razas y de todas las lenguas los que vienen a depositar presentes y lisonjas a los pies del César; es el César, por el contrario quien los llama uno a uno para tributarles por sí mismo lisonjas y presentes en nombre de la justicia y del moderno derecho de las naciones. Los trajes diferentes, los rostros distintos, las desemejantes aposturas, y todos los signos exteriores de los que suben y bajan la escalera del trono, dicen con claridad perceptible que en aquella procesión se han amalgamado los elementos componentes de la vitalidad universal. No era necesario que un personaje proclamara en alta voz el nombre y el origen del que iba á recibir el premio: la simple vista bastaba para reconocer en cada uno la representación colectiva de todo el universo. Ni ya tampoco necesitan la ciencia y la virtud el paso de la tumba para ser reconocidas y ensalzadas; porque el mismo concurso, adelantándose en tensiones al soberano que iba a premiar, acompañaba la ascensión de un artista, de un militar, de un sacerdote, de un ingeniero o de un simple mecánico, con sus bravos, como ratificando el juicio del jurado y adhiriéndose a la benevolencia del Monarca.
Pasa la procesión; los emperadores, reyes y príncipes descienden al camino que ella acaba de recorrer, y a su vez lo recorren saludando y recibiendo los saludos del concurso. La orquesta entona mientras tanto los himnos nacionales de diversos países, comenzando por los de las reales familias allí representadas; y un grito general, un adiós unísono que brota espontáneamente de todos los pechos apitados por emociones inexplicables y poderosas, despide al cortejo de soberanos y da por terminada una solemnidad, en que realmente no ha existido peripecia notable, ni lance extraordinario, ni hecho que maraville; pero solemnidad que con muda elocuencia, con imán misterioso, con irresistible atractivo ha embargado la imaginación de los que la presenciaban, desenvolviendo en su confusa fantasía un mundo nuevo de ilusiones, una generación extraña de pensamientos, una cadena de propósitos desconocidos hasta entonces, y lo que es más que nada, una satisfacción real y efectiva que induce a asegurar, como hoy aseguran cuantos la disfrutaron, que es la más honda, la más legítima y durable que han experimentado en su vida (…)
Inútil es decir que para esta ceremonia, cuya fastuosidad había de ser proporcionada a la magnitud del asunto y a la grandeza del Emperador Napoleón que la presidía, era inexplicable el afán que mostraban los infinitos extranjeros a la sazón vecinos de la capital, y la muchedumbre de personas distinguidas de Francia misma, por contarse en el número de los asistentes. Baste decir que no pudiendo ser convidados, á pesar de la extensión de la nave del palacio, todos los que tenían perfecto derecho a ello, se decidió repartir invitaciones a los individuos más caracterizados de cada clase y de cada nación, arrojando a la venta pública los billetes representativos de las demás localidades, por la no insignificante suma de doce duros cada uno, o sea el precio de la libre entrada a las dependencias de la Exposición desde el momento presente hasta el final de la convocatoria.
Los ingleses tropezaron con un escollo semejante en 1862; pero ellos lo resolvieron por la teoría de la libertad, convirtiendo en especie de meeting el acto solemne de la adjudicación de premios.
Un jardín asombroso, tanto por su belleza como por sus proporciones, fue el local destinado para la solemne ceremonia; y allí, sobre el puente de una cascada colosal, con alfombra de yerba, techo de cielo, cortinas de agua y perfume de flores, se recompensaron, en extraña procesión de grupos, clases e individuos, las notabilidades industriales y artísticas de aquel penúltimo concurso universal. Bien es cierto que entonces no era necesario que el recinto permitiese escuchar la palabra de nadie; porque muerto el príncipe Alberto algunos meses antes de la realización de la obra por él imaginada, y dolorida profundamente la reina, su consorte, hasta el extremo de todos conocido, una delegación del gobierno, más que placentera, grave, y más que habladora, muda, debía simbolizar la irreparable pérdida del uno y la sensible ausencia de la otra.
En París, por el contrario, era menester hablar, porque ni el Estado tenía motivo de duelo, ni es la Francia nación que pueda permanecer callada sin que su silencio se interprete como presagio de trastornos y embates europeos. Las complicaciones políticas que en 1ro de abril traían preocupado el ánimo de las gentes, coincidieron con la escasa oportunidad de que el Monarca francés pronunciase un discurso de apertura ante la Exposición que estaba por concluir; y como nada hay en el orden económico de las naciones que deje de referirse al orden político, el silencio de entonces, aun cuando natural, fue tan nebuloso y ocasionado a dudas, como clara y lisonjera se dejaba entrever la palabra de ahora. Además, Napoleón había convocado un certamen internacional que superase a cuantos hasta el día se han celebrado en el mundo, y este certamen exigía como consecuencia lógica una festividad industrial que tampoco tuviera precedentes en los fastos humanos. Inglaterra había celebrado el triunfo: Francia celebraría la apoteosis.
Los más entusiastas por la idea de las exposiciones universales dudaban siempre, y con cierta razón, que el éxito de estas luchas pacificas, de estas emulaciones desinteresadas, llegare nunca a ser como en sus sueños lo habían vislumbrado sus promovedores; pero al asomarse el 1ro de julio por cualquiera de las puertas del más extenso y deslumbrador recinto que haya fantaseado el mimen de un poeta; al ver sentados bajo el mismo solio a los Emperadores de Oriente y de Occidente; al contemplar en conjunto homogéneo millares de individuos, diferentes en raza, opuestos en costumbres, varios en idioma, antípodas en origen, pero atraídos todos cual rayos de una estrella al punto luminoso de la inteligencia y el trabajo, no hubieran podido menos de confesar que como ha dicho oportunamente Napoleón III en su discurso, esas grandes reuniones que parecen no tener por objeto más que el culto de los intereses materiales, son por el contrario síntesis morales que se forman con el concurso de las inteligencias, y refluyen en la civilización y concordia de los pueblos.
Es imposible presenciar un espectáculo como la distribución de premios de París sin sentirse inclinados a la paz, sin detestar la guerra, sin contribuir al concierto de las criaturas y sin enaltecer las conquistas del espíritu humano. Si las exposiciones de las cosas no fueran más que un pretexto para el concurso de las personas, esto solo justificaría los enormes dispendios que aquellas originan y los colosales trabajos que acarrean.
Procuramos bosquejar a la vista del lector el cuadro del Palacio de la Industria en la mañana de la distribución de los premios. El cuadro será pálido porque carece de efectos teatrales; pero cada cual lo animará á su modo, y posible es que cada cual reproduzca en su imaginación las impresiones y discursos de los que lo presenciaron.
No hay sino figurarse una nave de la extensión aproximada del Prado de Madrid, cuya techumbre en bóveda de hierro y cristal, velada por una cortina de medio color, da paso a la penetrante luz de un sol de mediodía. De la bóveda penden banderolas con los colores y las armas de todas las naciones: desde la cornisa de arranque de esa bóveda hasta el pavimento de la sala, una decoración cuadrilonga tan sencilla como de buen gusto, divide en espacios simétricos la estancia, produciendo palcos principales y otros que podríamos llamar plateas, encerrados en un marco común. Delante de los palcos bajos corren unas graderías de piso llano, limitadas por una barandilla, que convierte en calle el ancho salón (…) El pavimento es de madera charolada: una línea central de trofeos, representativos de cada uno de los diez grupos de la Exposición, adorna el espacio sin estorbar la vista; entre los trofeos y las barandillas de las gradas hay una calle y una acera, cuyo desnivel lo cubre un arriate corrido de flores y plantas olorosas. Toda la decoración es encarnada y oro; por un extremo de la nave se baja á ella, y en el otro está colocada la orquesta y el coro; en el centro de uno de los largos teteros, por último, se halla situado el sólo, que en proporciones colosales y de inmensa grandeza ocupa una plataforma espaciosa, a la cual se asciende por gradas cubiertas de riquísimos tapices.
Diez y siete mil personas se hallan colocadas con comodidad en los compartimientos de esas localidades; mil doscientas constituyen la orquesta y el coro; dos mil próximamente es el número de los expositores y comisionados que forman pelotones de pié alrededor de cada grupo; los sirvientes, ordenanza, directores y encargados de la seguridad, elevan el total de la concurrencia a veinte y dos mil personas poco más o menos.
A las dos de la tarde, colocados ya todos en sus puestos, penetran por los costa los del trono el Emperador y la Emperatriz de los franceses, seguidos del Sultán de Constantinopla y de un cortejo de Reyes y Príncipes hasta diez y siete más: los espectadores se ponen de pie con un vistísimo movimiento de figuras y colores, y la orquesta rompe el primer acorde del himno que Rossini dedica al Emperador y al pueblo francés, con motivo de la Exposición Universal. Los aplausos del público al triunfo del Monarca, que es dueño de aquel salón, que preside aquel pueblo, que atrae hacia sí aquel número de Reyes, que reúne en torno suyo aquel concurso y que provoca la composición de aquel himno, apagan los ecos de la orquesta con el eco del saludo universal. El himno suena a música severa y noble, a melodía flexible y aromática, a combinación potente y hábil, como de la experimentada mano y del insigne ingenio de que procede; pero ¿quién puede juzgarlo en aquel momento? ¿quién percibe una sola sensación, cuando por todos los sentidos se encuentran perturbadas las potencias del alma?
Termina el himno con estruendoso batir de campanas y cañones por la parte exterior del edificio, en tan bien preparada como oportuna concurrencia, y los aplausos entonces se dedican al príncipe del arte, aun sin consideración a los príncipes del poder. En seguida el primer ministro dirige al Emperador una breve reseña de lo que por sus órdenes se ha hecho, de lo que significa y lo que vale la Exposición Universal, así como de los fallos del Jurado con respecto a los premios de los expositores: todo lo que se dice es sabido o adivinado allí. El Monarca en aquel momento se levanta y desarrolla el papel que tenía en la mano desde su entrada: no son los ministros quienes se lo dan; es él quien lo trae. El público se levanta también y prorrumpe en aclamaciones que suspenden por unos instantes el comienzo de la lectura El discurso es de paz por lo que hace a la política, de libertad por lo que respecta a la industria y al comercio, de conciliación por lo tocante a la lucha de las naciones, de esperanza por lo que alude al triunfo de la moral y la justicia. Napoleón lee sin esforzarse, con una voz que perciben claramente veinte mil personas; cada párrafo produce una interrupción de adhesiones, cada período una manifestación de reconocimiento, el conjunto de la obra un vítor entusiasta que parece tributado por la humanidad.
Y hay algo de la humanidad allí; pues en seguida los grupos del certamen, compuestos de los principales agraciados de todas las naciones de la tierra, precedidos de estandartes en que se consigna la especialidad que representa cada uno, comienzan a desenvolverse en procesión ordenada por la acera de que antes hemos hecho mención, hasta ir llegando a las gradas del trono, que cada uno de los escogidos asciende para recibir de manos del Emperador un premio de justicia, acompañado de una palabra de gracia que formulan los augustos labios. Escena es esta completamente diversa de otras análogas antiguas: no son los hombres de todas las razas y de todas las lenguas los que vienen a depositar presentes y lisonjas a los pies del César; es el César, por el contrario quien los llama uno a uno para tributarles por sí mismo lisonjas y presentes en nombre de la justicia y del moderno derecho de las naciones. Los trajes diferentes, los rostros distintos, las desemejantes aposturas, y todos los signos exteriores de los que suben y bajan la escalera del trono, dicen con claridad perceptible que en aquella procesión se han amalgamado los elementos componentes de la vitalidad universal. No era necesario que un personaje proclamara en alta voz el nombre y el origen del que iba á recibir el premio: la simple vista bastaba para reconocer en cada uno la representación colectiva de todo el universo. Ni ya tampoco necesitan la ciencia y la virtud el paso de la tumba para ser reconocidas y ensalzadas; porque el mismo concurso, adelantándose en tensiones al soberano que iba a premiar, acompañaba la ascensión de un artista, de un militar, de un sacerdote, de un ingeniero o de un simple mecánico, con sus bravos, como ratificando el juicio del jurado y adhiriéndose a la benevolencia del Monarca.
Pasa la procesión; los emperadores, reyes y príncipes descienden al camino que ella acaba de recorrer, y a su vez lo recorren saludando y recibiendo los saludos del concurso. La orquesta entona mientras tanto los himnos nacionales de diversos países, comenzando por los de las reales familias allí representadas; y un grito general, un adiós unísono que brota espontáneamente de todos los pechos apitados por emociones inexplicables y poderosas, despide al cortejo de soberanos y da por terminada una solemnidad, en que realmente no ha existido peripecia notable, ni lance extraordinario, ni hecho que maraville; pero solemnidad que con muda elocuencia, con imán misterioso, con irresistible atractivo ha embargado la imaginación de los que la presenciaban, desenvolviendo en su confusa fantasía un mundo nuevo de ilusiones, una generación extraña de pensamientos, una cadena de propósitos desconocidos hasta entonces, y lo que es más que nada, una satisfacción real y efectiva que induce a asegurar, como hoy aseguran cuantos la disfrutaron, que es la más honda, la más legítima y durable que han experimentado en su vida (…)
MEDALLAS DE ORO
D. Eduardo Rosales, por su cuadro de Isabel la Católica dictando su testamento; D. Vicente Palmaroli, por su cuadro que representa un sermón en La Capilla Sixtina; el Cuerpo nacional de ingenieros de minas, como coleccionista de minería y metalurgia; el Ministerio de Ultramar, por la colección de productos coloniales; la Administración de Filipinas, por tabacos y cigarros; la Dirección general de Estancadas, por tabacos y cigarros, la Administración Central de colecciones y labores de tabacos de Filipinas, por cigarros y tabacos; el Instituto agrícola de San Isidro, por su colección de productos agrícolas; D. José Partagás y los Sres. Cabañas y Carbajal, de la isla de Cuba, por cigarros; las salinas del Estado, por muestras de sal; D. J. Rodríguez Zurdo, de Madrid, por su colección de arneses; la Dirección general de Obras Públicas de España, por modelos y planos.
MEDALLAS DE PLATA
D. Antonio Gisbert, de Alicante, por el cuadro de los puritanos desembarcando en la América del Norte; D. Pablo Gonzalvo, de Madrid, por el cuadro del interior del salón de Cortes de Valencia; D. Gerónimo Suñol, por su estatua de yeso El Himeneo; D. Eduardo Fernández Pescador, de Madrid, por el grabado de sus medallas; los Sres. Ibarra hermanos, de Bilbao, por muestras de hierro; la fábrica nacional de armas de Toledo, por armas blancas; Sres. Zuazubiscar, Isla y compañía, de Guipúzcoa, por armas de fuego; Sres. Duro y compañía, de Asturias, por muestras de minerales y de hierros; Sociedad hullera de Mieres, en Asturias, por hierro forjado; el museo de ciencias naturales, de Madrid, por mármoles y minerales; el cuerpo nacional de ingenieros de montes, por sus productos forestales; el Gobierno Civil de las islas Filipinas y el Ministerio de Fomento, por fibras textiles; D. Alejandro Álvarez de León, por lanas; los señores Upmann, Janer y Gener, Martínez Ibor, Longoria Roca y compañía y D. Matías Quevedo, de la isla de Cuba, por cigarros; D. Antonio Castell de Pons, de Barcelona, D. Juan José Senen, de Huesca y D. Pelayo Camps, de Gerona, por aceite de olivas; D. Pascual Maupoey, de Valencia, por su colección de pistachos; D. Valentín Ballesteros, de Albacete, por azafrán; D. Fernando Sheidnagel, de Albacete, por esparto; La España Industrial, de Barcelona, por indianas y percalinas; Alexander hermanos, de Barcelona, por máquinas de vapor; Amador Pfeiffer, de Barcelona, por bombas hidráulicas; Sres. Pinaqua y Sarve, de Navarra, por sus prensas de aceite y de vino; don Amador Pfeiffer, de Barcelona, por su trituradora de aceite y su desgranadora de uva; D. Camilo Fabra, de Barcelona, por aparatos de pescar; D. J. Cucuvuy, de Barcelona, por productos refractarios; Sres. Nolla y Sagrera, de Valencia, por arcillas cocidas; D. N. Novella, de Valencia, por tierras cocidas; Cuerpo de ingenieros de minas, por mármoles; D. José Badía, de Barcelona, por lana peinada de varios colores; D. Nicasio Santos, de Guipúzcoa, por tejidos de lana; D. Antonio Gali, de Barcelona, por paños; D. Juan Escuder, de Barcelona, por tejidos de seda; don José Fiter, por encajes de hilo y de seda (…)
MEDALLAS DE BRONCE
D. Eduardo Rosales, por su cuadro de Isabel la Católica dictando su testamento; D. Vicente Palmaroli, por su cuadro que representa un sermón en La Capilla Sixtina; el Cuerpo nacional de ingenieros de minas, como coleccionista de minería y metalurgia; el Ministerio de Ultramar, por la colección de productos coloniales; la Administración de Filipinas, por tabacos y cigarros; la Dirección general de Estancadas, por tabacos y cigarros, la Administración Central de colecciones y labores de tabacos de Filipinas, por cigarros y tabacos; el Instituto agrícola de San Isidro, por su colección de productos agrícolas; D. José Partagás y los Sres. Cabañas y Carbajal, de la isla de Cuba, por cigarros; las salinas del Estado, por muestras de sal; D. J. Rodríguez Zurdo, de Madrid, por su colección de arneses; la Dirección general de Obras Públicas de España, por modelos y planos.
MEDALLAS DE PLATA
D. Antonio Gisbert, de Alicante, por el cuadro de los puritanos desembarcando en la América del Norte; D. Pablo Gonzalvo, de Madrid, por el cuadro del interior del salón de Cortes de Valencia; D. Gerónimo Suñol, por su estatua de yeso El Himeneo; D. Eduardo Fernández Pescador, de Madrid, por el grabado de sus medallas; los Sres. Ibarra hermanos, de Bilbao, por muestras de hierro; la fábrica nacional de armas de Toledo, por armas blancas; Sres. Zuazubiscar, Isla y compañía, de Guipúzcoa, por armas de fuego; Sres. Duro y compañía, de Asturias, por muestras de minerales y de hierros; Sociedad hullera de Mieres, en Asturias, por hierro forjado; el museo de ciencias naturales, de Madrid, por mármoles y minerales; el cuerpo nacional de ingenieros de montes, por sus productos forestales; el Gobierno Civil de las islas Filipinas y el Ministerio de Fomento, por fibras textiles; D. Alejandro Álvarez de León, por lanas; los señores Upmann, Janer y Gener, Martínez Ibor, Longoria Roca y compañía y D. Matías Quevedo, de la isla de Cuba, por cigarros; D. Antonio Castell de Pons, de Barcelona, D. Juan José Senen, de Huesca y D. Pelayo Camps, de Gerona, por aceite de olivas; D. Pascual Maupoey, de Valencia, por su colección de pistachos; D. Valentín Ballesteros, de Albacete, por azafrán; D. Fernando Sheidnagel, de Albacete, por esparto; La España Industrial, de Barcelona, por indianas y percalinas; Alexander hermanos, de Barcelona, por máquinas de vapor; Amador Pfeiffer, de Barcelona, por bombas hidráulicas; Sres. Pinaqua y Sarve, de Navarra, por sus prensas de aceite y de vino; don Amador Pfeiffer, de Barcelona, por su trituradora de aceite y su desgranadora de uva; D. Camilo Fabra, de Barcelona, por aparatos de pescar; D. J. Cucuvuy, de Barcelona, por productos refractarios; Sres. Nolla y Sagrera, de Valencia, por arcillas cocidas; D. N. Novella, de Valencia, por tierras cocidas; Cuerpo de ingenieros de minas, por mármoles; D. José Badía, de Barcelona, por lana peinada de varios colores; D. Nicasio Santos, de Guipúzcoa, por tejidos de lana; D. Antonio Gali, de Barcelona, por paños; D. Juan Escuder, de Barcelona, por tejidos de seda; don José Fiter, por encajes de hilo y de seda (…)
MEDALLAS DE BRONCE
D. Vicente Irazábal, de Guipúzcoa, por armas de fuego; don Juan Martin, de Madrid, por armas blancas; D. Tomás de Miguel, de Madrid, por una marmita concéntrica para horno; Sres. Dolueta y compañía, de Bilbao, por muestras de hierro; La Providencia, Sociedad de minas y fundiciones, de Santander, por hierro colado; D. F. S. Claver, de Lérida, por minerales plomíferos y plomo; D. Adolfo Boivin y Genti, de Vitoria, por minerales; La Unión Gampurriana, de Santander, por minerales de zinc; Sr. Marqués de Villamejor, de Jaén, por minerales y metales; Sres. Mercier y compañía, de Huelva, por minerales de cobre; el instituto provincial de Córdoba, por su colección de maderas; D. Pelayo Camps, de Gerona, por arcos de castaño para pipería; D. Ángel Romero, de Soria, D. Victoriano Sanchon, de Salamanca, D. Pio de Castillo y Guengos, de Ávila, don Francisco Pérez Crespo, de Ciudad Real, y la señora viuda de Contreras e hijos, de Segovia, por lanas; D. Francisco Montaña, de Barcelona, por cáñamos; D. José Oriol Dodero, de Barcelona, D. José Senoval y D. Juan Cabrera, de Puerto Rico, por algodón en rama; D. Ramón Llauder, de Barcelona, y los Sres. Mols y Fiter, de Lérida, por capullos de seda; D. Fernando de Arrigunaga, de la isla de Cuba, por cigarros; D Alejandro Jordán, de Puerto Rico, por tabaco; D. J. Fuenmayor, de Soria, por miel; D. Simeon Aguirre, de Soria, y los Sres. Urio y compañía, de Cuba, por cera (…) Manuel Montaner, de Tarragona, por aceite de olivas; D. Isidoro Lara, de Filipinas, por aceite de palmera; D. Bartolomé Escarrer, de Baleares, por azafrán; D. Francisco Navarro, de Albacete, por cañamón; D. J. Melián, de Canarias, por cochinilla (…) D. Gerónimo Juncadellas, de Barcelona, por indianas; D. José Ferrer y compañía, de Barcelona, por indianas y pañuelos de brillantina; D. Pedro Vignaux, de Barcelona, por pieles y cueros charolados; los Sres. Fosseyy compañía, de Guipúzcoa, por máquinas de vapor; D. N. Ferrando, de Barcelona, por máquina para labrar madera; N. Martí, de Barcelona, por máquina para hilar á piquete ; N. Morenés, de Madrid, por manipuladores y receptores telegráficos; D. Amador Pfeiffer, de Barcelona, por una noria; D. José Llano y White, de Valencia, por azulejos; D. Jaime Sado, de Barcelona, por lencería; Sres. Casanova e hijos, de Barcelona, por tejidos de lana; D. Salvador González, de Valencia, por seda cruda y torcida; D. José Reig e hijos, de Barcelona, por sederías (…) Sres. Margarit y Lleonart, por encajes de seda e hilo; D. Mariano Bordas, de Barcelona, por tejidos de malla y de punto; Sres. Bucharena y Masalines, de Barcelona, por medias de lana, hilo y algodón; D. Francisco García Morago, por calzado; D. N. Hernández de Madrid, por objetos de platería.
TERMINA LA LISTA DE PREMIOS DE ESPAÑA
Las recompensas otorgadas a los expositores españoles, no comprendidas en el número anterior de esta Revista, son como sigue:
MEDALLAS DE ORO
TERMINA LA LISTA DE PREMIOS DE ESPAÑA
Las recompensas otorgadas a los expositores españoles, no comprendidas en el número anterior de esta Revista, son como sigue:
MEDALLAS DE ORO
Dirección general de obras públicas, por material y procedimientos de construcciones civiles; Sociedad económica de Murcia, Sociedad industrial de Barcelona, Sociedad La Providencia, por cereales y otros productos harinosos; el Instituto agrícola catalán y el Sr. Camps, por colecciones de frulot y legumbres; los Sres. Poey y Alonso, por azúcares; Montmer, Martory, Scholtz, Bermanos, Díaz Ceballos y Avila, Ballester y Torres, Hidalgo y Verano, Respaldiza y Galindo, por vinos.
MEDALLAS DE PLATA
MEDALLAS DE PLATA
D. Manuel Rivadeneira por productos de imprenta y libreril; Contreras, Zuloaga e Instituto industrial, por aplicación del dibujo y de la plástica a las artes usuales; Romero y Andía y Eslava, por instrumentos de música y ediciones musicales; Gundlach, por la colección de historia natural de la isla de Cuba, siete colecciones de animales disecados; Maestre y Coello, por mapas; la España Industrial, por tejidos de algodón; Badía por hilos y tejidos de lanas peinadas; Cali, Santos y compañía, por paños; Escuder, por sedas; Fiter, de Barcelona, Margarit y Lleonart y Cabañeros, por blondas, tules, bordados y pasamanería; Solía y Sagrera, por mosaicos; Noveila y compañía, por azulejos; Cuerpo de ingenieros de minas, por mármoles; Olivas, Isabel, Pérez Moreno, por cereales y otros productos harinosos; Poey, Castelló, Esteve y Alerany y Prats, por legumbres y frutas; López Marie y compañía Chaves, por chocolates y azúcares; y la Comisión provincial de Murcia, por maniquíes.
MEDALLAS DE BRONCE
Sres. Ridaura, Pasarez, Brutinel e hijos, Manterola, Botella, Laserna y Barajas, Capdevila y comoañía, Romani y Masau, Olea, Diaz, Casasempere, Esper y Grau, Gísber té hijo, Blanes y Blaser, Cervera y Martin y Peris, jor objetos de escritorio, encuadernaciones y material para las artes de la pintura y del dibujo; Martínez Hebert y Julia y García, por pruebas y aparatos de litografía; González, por instrumentos de música; Chevalier hermanos, Conde de Villalobos, Clausolles, Clausolles y Poulet, Pí y Masanos por aparatos e instrumentos de medicina y cirugía; Presas, por cristalografía (…) Álvarez, por cinceladuras en hierro.
MEDALLAS DE BRONCE
Sres. Ridaura, Pasarez, Brutinel e hijos, Manterola, Botella, Laserna y Barajas, Capdevila y comoañía, Romani y Masau, Olea, Diaz, Casasempere, Esper y Grau, Gísber té hijo, Blanes y Blaser, Cervera y Martin y Peris, jor objetos de escritorio, encuadernaciones y material para las artes de la pintura y del dibujo; Martínez Hebert y Julia y García, por pruebas y aparatos de litografía; González, por instrumentos de música; Chevalier hermanos, Conde de Villalobos, Clausolles, Clausolles y Poulet, Pí y Masanos por aparatos e instrumentos de medicina y cirugía; Presas, por cristalografía (…) Álvarez, por cinceladuras en hierro.
Hasta ahora pues, los premios obtenidos por España en la Exposición Universal de París son unas treinta medallas de oro, noventa de plata, doscientas veinte y cinco de bronce y ciento ochenta y nueve menciones honoríficas…
España en París: Revista de la Exposición Universal de 1867, Madrid Librería de Durán, 1867.
España en París: Revista de la Exposición Universal de 1867, Madrid Librería de Durán, 1867.
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