A principios del siglo pasado, el año de veinte y uno, nació en Lubeck, Cristian Enrique Heinecken, que por el extraordinario desarrollo de sus facultades intelectuales, fue uno de los fenómenos más sorprendentes de que se tenga noticia. Este niño habló con una prontitud admirable, y si hemos de dar crédito a las Memorias de Trevoux, a lo que dice la Biblioteca germánica y a los testigos oculares que han escrito su historia, podremos asegurar que a los doce meses conocía ya los principales acontecimientos que trae el Pentateuco, a los trece sabía la historia de la Biblia, y a los catorce la del Nuevo Testamento. Cuando tenía dos años y medio había concluido el estudio de la geografía y de la historia antigua y moderna, respondiendo con facilidad a las preguntas que le hacían sobre una y otra; aprendió en seguida el latín y el francés con igual perfección, y en un viaje que hizo a Dinamarca de edad de cuatro años, fue presentado al Rey y a los príncipes que quedaron absortos de la gracia y formalidad con que recibió y devolvió los cumplidos que le hicieron.
Pero en este mundo nada es completo; Heinecken, el niño-hombre que tan precoz inteligencia tenía, era de una constitución muy débil y bastante enfermiza; se alimentaba casi solamente con la leche de su nodriza, que prefería a los manjares más exquisitos, y creyendo sus padres posible sustituir a lactancia los alimentos comunes, fue víctima del ensayo, pues a poco tiempo le sobrevino la enfermedad de que murió el 27 de junio de 1725, en Lubeck, al cumplir su primer lustro.
Lo que es también de entrañarse en este fenómeno intelectual, es que a pesar de sus cortos años vio venir la muerte con la misma tranquilidad que puede tener el hombre más resignado y conforme con su suerte, con toda la confianza de un fiel cristiano, consolando él mismo a sus padres y deudos que amargamente le lloraban. Su preceptor Cristian de Schoneich, el alquimista, escribió su vida; todos los diarios de aquella época hablan de este prodigio, y solo faltó el Dr. Gall para que nos explicase por el desarrollo de su cerebro las causas de la manifestación tan extraordinaria de sus facultades, pero Martini trató de llenar este vacío en la disertación que hizo y publicó en 1730 sobre este objeto y con la que dudamos estén satisfechos los frenologistas del día.
“Variedades”, La Cartera Cubana, 1839, Vol. 2, pp. 119-120.
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