miércoles, 19 de noviembre de 2025

Artaud, Zambrano, Lezama

 

  Pedro Marqués de Armas

 

 Mientras Artaud deambulaba por la ciudad y se perdía por el muelle de Caballería, Lezama preparaba “Doxa y Poesía”, conferencia que impartirá el 15 de marzo y donde habla ya de la “absorción ritual de una lengua primigenia”. En tanto Artaud descendía de la “alta meseta” y se disponía a escribir, poco antes de reembarcar hacia Europa, “La Montagne des signes”, exactamente entonces, en otra escala habanera, se conocen por casualidad la filósofa española y el poeta habanero.

 Vínculo a la sombra o ciertamente secreto, termina por fructificar. A partir de aquel encuentro en La Bodeguita del Medio se inicia una amistad "sin principio ni fin” entre quienes a la postre escribirán –desde el ámbito hispano y en Cuba– los ensayos más singulares –los más tempranos, además– para comprender la poesía y el sacrificio de Antonin Artaud. 

 No una comprensión inmediata, ni mucho menos cabal… Pero si ese encuentro se hubiera dado en 1936 –si se hubiera dado, quiero decir, carnalmente–, habría sin dudas incidido como catalizador de la “razón poética” y el “razonamiento reminiscente” que se gestaba ya en aquellas cabezas.

 Curiosamente, aunque por vías diferentes, ni Lezama ni Zambrano apartan a Artaud de la razón; a la vez que entienden su sacrificio desde la perspectiva de un conocimiento último o primigenio de la realidad, es decir, gnóstico. 

 En “La muerte de un poeta” (Crónica, 3 de marzo de 1949), Zambrano habla del “hambre de comprensión amorosa” que siempre padeció. Lo compara a un torero cordobés que sabe que, “por modesta que sea la plaza, por grande la ignorancia del público”, tiene que ejecutar su faena en todo su riesgo, con el extremo rigor que decretan, para quien se juega la vida, tanto la poesía como la divinidad.

 Se trata de un acto poético en consonancia –y en resonancia– con los dioses. Un soliloquio entre el tú y el yo y “el alma insondable”. 

 Al quedarse solo, al no transar con el giro de los surrealistas hacia la política y la banalidad, a Artaud le toca vivir, según Zambrano, “su calvario y el camino hacia sí mismo”. Y únicamente lo hubiera salvado de la locura la suerte “de un Federico García Lorca”, es decir, una muerte temprana. Se pregunta entonces por su testimonio, igualando su palabra a la sangre y su cuerpo a la obra, e indagando –antes que otros– por el destino de los textos que dejó a su paso por México, abandonados a la incuria de los periódicos.

 Por su parte, Lezama, en un acercamiento que Perlongher no dudó en calificar de deleuziano, por su no conformidad con el sentido ni el reposo, por su intención de fustigar a ras del delirio, escribió en “Artaud y el peyotl” (1949):

La magia del peyotl terminaba, en su tolerable continuidad silenciosa para los misteriosos tarahumaras, por hacer táctiles y acostumbrados los palacios inexistentes, creando culturas que no se apoyaban, humos congelados que seguían desconocidas leyes de cristalización, relámpagos que prolongaban sus coloreadas pausas, como si se hubiesen trocado en metales. En esas culturas el hombre habitaba realidades que se fragmentaban…

 Si Zambrano, en visión más próxima a Vitier, lo emparenta a Cristo, Lezama, que sabe del retorno de lo crístico como doble y que al final lo acoge a una suerte de estado originario, lo hará circular antes (“al borde mismo de lo real”) por los inframundos de la venganza satánica, con sus pliegues coruscantes y sus equívocas señales:

Impulsado por el peyotl, el hombre creaba culturas meramente mentales, sin comprobación hipostasiada, fortalezas misteriosas, templos prodigiosos donde la fe se convertía en sustancia, la sustancia se convertía en hipogrifos, en gorgonas musicales, que no adquirían su realidad en el mundo exterior. El hombre, nutrido por el peyotl satánico, no se volcaba sobre la naturaleza, no tejía con la tierra y el aire sus resistencias de orgullo.

  Si actuaba, dice, desaparecía, “como el rocío de una lenta ceniza”.

  El Artaud que Lezama descifra tiene que realizar un viaje más largo.

  Se trata, sin embargo, como supo ver André Breton, y como el propio Lezama vio, de una locura penetrada de lucidez, de una destilación (mallarmeana, barroca) que no afecta al conocer sino a la conciencia:

Habitaba un reino paralelo y sombrío, la lucidez analítica en la penetración de su locura. Su afán de concreción, que lograba en las evaporaciones de la cactácea penetrar como respiración, estaba también en los dones de análisis para penetrar con la razón irritada en un mundo aporético, no por procedimientos dialécticos, sino por una realización inefable, que conservaba vestigios de una razón...

 Zambrano, en cambio, ve en su locura una retirada voluntaria, el último refugio del poeta ante la sociedad burguesa.

 Una entrega total a su verdad.

 Esa verdad (o si se prefiere, esa bendita locura) se sella en La Habana en 1936 como un entrecruzamiento de sombras. Al margen de todo coloquio. Al paso, se diría.

 

 Sin fecha de caducidad, Potemkin ediciones, 2025. Texto inédito. Imagen: Artaud en la redacción de la revista Carteles junto a los escritores Antonio Sánchez de Bustamante y Montoro y Luis Gómez-Wangüemert.©


domingo, 16 de noviembre de 2025

Mar de la China



 Dolores Labarcena 


 El tifón nos estrujó como a un trapo de cocina. ¡Auxilio! ¡Socorro! ¡Nos hundimos!, fueron las frases de la tripulación. No niego que eran hombres valerosos, pero en cuanto se siente, en cuanto se percibe que serás carnada para los tiburones, hasta el más duro se tambalea. La tragedia comenzó cuando el primer oficial de guardia se quedó dormido. Virgilio, un tipo que sabía distinguir sin cancanear entre un mixine y una lamprea. Aún recuerdo su férrea defensa del manatí: En extinción, Chivo. Una especie que debemos proteger de los cazadores furtivos. Tenemos un país con una fauna envidiable, autóctona. Lo sabes, el manatí es la sirena caribeña, hablaba como si viviésemos en el continente australiano. Virgilio se quedó dormido después de mandar a Mongo, en aquel entonces timonel, antiguo compañero de la Sierra, a hacer café. Cuando Mongo regresó con el termo en la mano, caliente, listo para mantenernos alertas, algo estremeció el barco. Primero se sintió un ruido sordo, seco. Según Mongo, como consecuencia de ello Virgilio se cayó de la silla, y sus palabras fueron: ¡Es una ballena azul! Entonces dio la orden de todo a estribor pensando esquivar al supuesto cetáceo. Sin embargo, al observar que la caída tardaba y que el escenario era más complejo de lo que creía, giró todo el timón a babor y dejó el barco a merced de las olas. Porque eran olas, eh, olas gigantescas en perfecta sincronía con una lluvia espontánea, torrencial, en ráfagas. ¡Qué ballena azul ni que carajos!, le gritó Mongo a Virgilio. ¡Tifón! ¡Tifón! ¡Todos a cubierta! La movilización fue cualquier cosa menos coordinada. Y mira que habíamos hecho simulacros. El primero en coger un chaleco salvavidas y saltar por el alerón de estribor fue Virgilio. También fue el primero en constatar desde el agua que aquello no era una ballena azul sino un tifón con todas las de la ley. ¡Qué manera de confundir el cebollino con el ajo porro! ¿Yo? Yo siempre me quedaba en el cuarto de derrota. Hacía una ventolera tal… Mongo, conociendo mi temperamento, qué me podía asustar a mí, un lobo de mar, me pidió hacer un recorrido porque no se hacían presentes ni el capitán ni los supervisores. Para allá fui agarrándome de lo que podía. Los bandazos del barco eran cada vez mayores. ¡Ovidio! ¡Ovidio!, gritaba yo, porque me fue literalmente imposible llegar al camarote del capitán. Agua por todas partes. ¡Ovidio! ¡Ovidio! Sí, estábamos en una situación límite y el tiempo apremiaba. Subí. De refilón, en lo que me ponía el chaleco salvavidas y Mongo rogaba calma con una linterna para organizadamente evacuar, porque no había nadie al mando y todo se iba al garete, vi a Cangrejo, uno de los supervisores, que se rifaba un bote con Ferdinando, segundo maquinista. ¡Debemos unirnos! ¡Orden, compañeros!, vociferaba Mongo. ¿Orden? A Cangrejo y Ferdinando los vi desaparecer de cubierta con un bote a cuestas. Una ola que vino desde la proa se los tragó igual que a Virgilio. Infernal. Estuvimos bajo la fuerza del tifón lo mínimo tres horas. ¡Menos mal que amanecía! Nos quedamos sin luz, sin comunicación, sin radares. A pique como el Titanic. ¡Vamos, Chivo!, dijo Mongo mientras le caía una cortina de agua en la cara. ¡Pongamos a salvo a la tripulación! ¡Olvidémonos del capitán! ¡Dame una mano! Quedaba un bote, eh. Que decirlo en tierra es muy fácil. ¡Vamos, vamos!, pónganse los chalecos salvavidas y diríjanse con el bote a popa. ¡A popa! Vamos, calma. Que no cunda el pánico, dije. Todavía recuerdo esos rostros, con el terror instintivo que congrega a los animales, vacilantes, huérfanos de mando. La verdad sea dicha, en ese momento, quienes dirigíamos el barco, o lo que quedaba de él, éramos Mongo y yo. La vida es eso, un cachumbambé. En aquel naufragio se salvaron dos paileros y tres soldadores. ¡Cuántas vidas perdidas por falta de preparación militar! Y lo peor, viajábamos bajo bandera griega. Sin jarana, sobrevivimos en ese mar por cinco días gracias a dos manos de plátanos. Después de alejarnos del barco para que no nos remolcara en su hundimiento, por descontado inevitable, todo flotaba a nuestro alrededor: mangueras, puertas, cazuelas, cuadros del Che, sillones, zapatos, mesas, ratas, sartenes, barriles, gorras, cables, cartones, antenas, incluso las manos de plátanos y dos cadáveres. Dos cadáveres encueros que giraban alrededor del bote una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, quizás para recordarnos nuestra fragilidad, nuestra condición de simples mortales. Compañeros, seguiremos siendo griegos hasta que nuestro gobierno nos dé la orden explícita de identificarnos como ciudadanos de la República de Cuba, expresó Mongo racionando los plátanos… Griegos, sí. Ese vacío legal trajo como consecuencia que nuestro rescate fuese una odisea. Al otro día del naufragio, deshidratados, hambrientos, y con un frío que nos calaba los huesos, pasó un barco norteamericano, el George Dewey, no se me olvida el nombre. Desde la cubierta nos gritaron con un altoparlante en inglés si necesitábamos ayuda, pero teníamos orden estricta de no aceptar auxilio en aguas internacionales de otra nave que no perteneciera al campo socialista. ¡Mira cómo éramos, o cómo somos!… Go home! Go home!, gritó Mongo a los yanquis. Y ellos, además de disparar un sinfín de veces los flashes de sus máquinas fotográficas para inmortalizar nuestra calamidad nos tiraron siete latas de sopa Campbell atadas a un salvavidas. También fueron ellos quienes avisaron del naufragio. Tres días estuvimos diciéndoles a las autoridades chinas que éramos griegos por el empecinamiento de Mongo. Y por dicho empecinamiento nos mantuvimos en el bote las primeras cuarenta y ocho horas de esos tres días. ¡Qué frío en las patas! Solo nos lanzaron mantas y agua desde un helicóptero, ah, y un altoparlante, del cual hizo uso abusivo Mongo. El hambre se convirtió en nuestro plato por excelencia. Y todavía teníamos en nuestro haber las latas de sopa Campbell. Pero esas latas, esa manducatoria en conserva encarnaba todo lo que representa el capitalismo bestial, según palabras de Dionisio Marchante, aquel maquinista tan peculiar. ¿Acaso teníamos abridor? La cosa llegó a su fin en la mañana del tercer día cuando uno de los paileros se lanzó del bote a la desesperada. Pobre hombre, para abrirse paso tuvo que vadear los cadáveres y demás obstáculos. Qué bárbaro. Con aquella agua helada alcanzó el remolque donde se encontraban las autoridades chinas que negociaban con Mongo. ¡Traidor! ¡Traidor!, vociferó Mongo por el altoparlante. Entonces no pude seguir secundándolo y le quité el altoparlante. ¡Camaradas, somos cubanos!, vociferé. ¡Viva el camarada Mao Zedong! Menos mal que me escucharon y no le dispararon al pailero… ¿Cuál era la carga? ¿Hacia qué puerto se dirigían? ¿Dónde está la documentación del barco? ¿Dónde están sus pasaportes? Fuimos interrogados y legalmente detenidos por la República Popular China lo mínimo dos semanas. ¿Acaso no sería otra de las tantas comprobaciones de nuestra lealtad al Comandante en Jefe, a la patria? Nunca supe. Tampoco supe si rescataron o no la carga que llevábamos a bordo. Por ese naufragio a los siete que nos salvamos nos condecoraron con la medalla Conmemorativa XX Aniversario de la Revolución Cubana. Los cadáveres fueron identificados como Ovidio Chomón y Bartolomé Menoyo, el capitán y el jefe de máquinas. A ambos los enterraron con todos los honores en el cementerio de Santa Ifigenia. Del resto de la tripulación se ocupó la fauna marina que tanto glorificaba Virgilio. Es un hecho, la felicidad es como la salud, cuando la tienes, no la ves. En lo que a mí respecta, solo ahora me doy cuenta de que, en la Marina, a pesar de algún que otro contratiempo, fui feliz. ¡Mar, libertad, camaradería!


“Mar de la China”, capítulo del final anexo de No quiero llanto, Betania, 2020, pp. 115-18.


viernes, 14 de noviembre de 2025

Nocturno en do menor para guanajos




 Dolores Labarcena



“Están dando un programa en el Geographic Channel. Interesantísimo, sobre aves de corral. ¿Recuerdas cuando le querían robar los guanajos a mamá?”.

 Cuando a tu madre, tras la muerte de tu abuelo Lisardo le dio por criar guanajos, arrancamos al pueblo a comprobar si no había perdido el juicio. La curiosidad te carcomía, Erasma, en todo el camino te preguntabas el porqué de semejante disparate. Mi madre, pianista. Mi gran cultivadora, decías, y cosas por el estilo. Por entonces muchas damas venidas a menos seguían rebosantes de idealismo, como si el universo, en constante movimiento, fuese para ellas una eterna opereta. Juntos pero no revueltos, dijo el vejestorio que viajaba frente a nosotros con su gato siamés. Pandilla de cafres. A dónde vamos a parar con tanta plebe... Ganó el populacho... En qué se ha convertido este país..., gemía mientras acariciaba alternativamente al gato y la falsa pelliza que le colgaba de un hombro. Novelesco. Molestarle la alegría de unos jornaleros que cantaban rancheras. Gente sencilla, Erasma. ¿Cómo estoy?, preguntaste cuando el vejestorio se dirigió al vagón-comedor. Como un pincel, te dije. Ibas con tu pelambrera roja recogida en cebolla y un vestido de encaje, el desmangado con fajín en la cintura y entallado hasta media pierna. ¡Cuán turgentes eran esas curvas! Como un pincel, repetí, ya que zapatos y cartera extasiaron a la mujer más sobria de tu familia, Serapia, tu tía paterna. Estás hermosa, mi sobrina. Qué elegante. Si tienes intención de visitar la tumba de tu padre, avísame que iré contigo, dijo. Y la vimos por casualidad. Al apearnos del tren estabas como loca buscando un espejo. Sí, te aviso Serapia. ¿Pero te vas o vuelves de viaje?, curiosa indagabas. ¿A dónde voy a ir mi sobrina?  Hace un año que no vienes, ¿verdad? Pues hace ocho meses que trabajo aquí. Soy la encargada del baño de señoras. ¿Necesitas papel sanitario? Gracias, Serapia, no, solo entré a retocarme un poco, le dijiste pasmada, y al marcharnos a mí: Serapia fue tejedora de visillos en la sastrería Encanteur. ¡Uy!... Qué calamidad. La mismísima bailarina Isolda, de soltera Valdés, esposa de Jeremy Mac Bank, propietario de la lujosa cadena hotelera Coconut, ordenaba sus trajes allí... ¡Encargada del baño de señoras!, dijiste. La desgracia es la comadrona de las virtudes, dije parafraseando a Jaucourt. Y salimos. En esa época un taxi era como un platillo volador.  En fin, cargué con la maleta a pie, pesadísima. Y no solo eso, con la batidora Westinghouse de mi madre y nuestro ventilador de la General Electric, según tú, porque esos electrodomésticos, incluso usados, servirían para borrarle de la mollera a Hortensia la idea de los guanajos. ¡Una batidora Westinghouse y un ventilador de la General Electric! ¡Mamá! ¡Mamá!, voceaste varias veces por las persianas del portal. Ya voy, Erasma, dijo, y deduje, porque no pudo ser otra cosa, que corrió a disfrazarse. En el portal estuvimos, lo mínimo, tres o cuatro minutos, luego abrió. De negro hasta los tobillos, y en la cabeza, un casquete con redecilla. Idealista, detenida en su eterna opereta. Dejen el equipaje. Acomódense. ¿De anís estrellado o canela? De anís estrellado, mamá, respondiste y se fue a la cocina, lánguida, altivamente. Lo confieso, me negué a aceptar la infusión, sobre todo, por el fuerte olor que inundaba la casa. ¿Lo sientes? ¿Qué cosa, Erasma?, te sonsaqué esperando la respuesta acertada. Nocturno en do menor. No ha perdido el juicio, Pichoncito. Puso a Chopin para recibirnos. ¿Chopin? Un tufo para respetar. Lo escribí en mi diario. Por tal razón nos quedamos mudos. Mu-dos, observando las telarañas del techo hasta que regresó Hortensia de la cocina. ¿Has visto a Serapia?, una lástima, dijo tu madre al poner la bandeja con la infusión de anís estrellado en la mesa. La pobre, viuda, no le alcanza la pensión, y ahora en la estación de trenes encargada del baño de señoras. Sírvete tú misma de la tetera, Erasma, que estoy agotadísima. Guanajos, los crío para distraerme, por hobby, sabes, dijo alzándose la redecilla del casquete y entornando los ojos mal embadurnados de rímel. Sírvase usted, querido nuero, insistió. Gracias, Hortensia, acabo de tomar café. Una mentira piadosa, Erasma, pero me valió para librarme de la infusión, y las dejé conversando. Recorrí cada rincón de la sala. Un olor nauseabundo. Chopin, mamá. ¿Sigues acariciando el piano?, indagaste llevándote la taza de porcelana Bayeux a la boca. Tomabas con enorme solemnidad la infusión, de sorbo en sorbo. Tiempo ni hora se atan con soga, hija mía. Todos se han ido, dijo, cosa que resultó ser cierta porque no hablaba de muerte sino de éxodo. Los domingos. Toco exclusivamente los domingos, para Serapia. Ella me ayuda con la alimentación de los guanajos. ¡Ajá!, exclamé para mis adentros en lo que ustedes mantenían aquel diálogo, ameno, claro que sí, pero al mismo tiempo inútil e insustancial. Ya descansaste, Lisardo, pensé. Y seguí escrutando. En la sala todo en su sitio, el tresillo sobreviviente de los tiempos de las vacas gordas, el que más tarde heredaste, ¿lo recuerdas?, la colección de canarios disecados, el piano... Entonces salté al comedor: el juego Luis XV, los diecisiete candelabros de bronce y, detrás del vajillero con puertas de cristal, ¡vergüenza debía darte, Erasma!, ¿así que Nocturno en do menor?, una tina repleta de cáscaras de plátanos, boniatos, residuos de col, acelgas... De allí provenía la inquirida fetidez. ¿Dónde cría los guanajos, Hortensia?, las interrumpí, no me quedaba otra... Sí, ahora les muestro, vengan, dijo parsimoniosa, como si en toda su existencia hubiese criado guanajos. Tú ibas delante de mí, petrificada. Negando a cada paso con la cabeza. Pero yo no. Yo como Claudio cuando la guardia pretoriana lo proclamó emperador de Roma, haciéndome el guanajo como los guanajos que criaba tu madre. Tan ridícula como tú. Los crío aquí dentro porque afuera se los roban los campesinos, dijo. Sí, Erasma, el mismo lenguaje despectivo del vejestorio que viajaba frente a nosotros con su gato siamés y la falsa pelliza. Una izbá. A juzgar por el espectáculo en eso se convirtió el hogar de tu infancia. Bebederos, comederos, y para rematar, excrementos por todas partes. Doce guanajos no mayores de tres kilos que se alimentaban en el comedor y luego tu madre los confinaba como si estuviese pastoreando chivas. ¡En la habitación de huéspedes, Erasma! Entonces llegó la pregunta del millón de dólares: ¿Dónde íbamos a pernoctar con la casa convertida en una granja avícola? Gracias a tu tía Serapia. ¡No lo niegues! No nos dio comida, pero albergue sí. Albergue, sí. Un alma noble. Tres días yendo y viniendo de acá para allá, o sea, de beduinos, entre guanajos y anís estrellado. Por cierto, ¿quién le dijo a Hortensia que eso es un té?... “Espérame en el cieelo, corazoón... si es que te vaaas primero”... Anís estrellado, infusión para flatulencias. Pero yo, yo como Claudio cuando la guardia pretoriana lo proclamó emperador de Roma, haciéndome el guanajo como los guanajos que criaba tu madre. ¿Pensabas que aquella locura se le quitaría con una batidora Westinghouse y un ventilador de la General Electric? Idealistas. Que siempre han sido unos idealistas, tú, y toda tu familia. Como si el universo, en constante movimiento, fuese una eterna opereta. Así que Nocturno en do menor. ¿Quién se iba a robar los guanajos, querida?


 Fragmento de Cachemir, Aduana Vieja, Valencia, 2016, pp. 67-71


jueves, 13 de noviembre de 2025

Elogio al desatino

 

  Dolores Labarcena


 En los últimos tiempos apenas manteníamos diálogo, sino locuciones apremiantes: “Alcánzame el colador”, “Compra harina”, o, “Tráeme la manta eléctrica”... Sin embargo, cuando nos casamos le gustaba el campo, la lluvia. Recuerdo una vez que se compró unas botas de agua doradas con margaritas violetas. Era un placer verla cuando caían los chaparrones. En días de granizada, abría el balcón de par en par, y el mobiliario es deponente de esos embates, narró el abogado del señor Galán desde la cocina en lo que adobaba el conejo. Y es incuestionable, con la bombilla ahorradora en la clave del arco de la puerta, lo que parece es una cueva. Profunda, prosiguió, un ser que cabría en una simple descripción: rubia, bajita y delgada, pero enérgica, revolucionaria. Una chica ye-yé, con el pelo alborotado y sus medias de brillo. Por aquella época, comentó volviendo a la sala mientras señalaba con el tenedor a un cuadro donde emergía un San Serapio surrealista, atado a una cruz que semejaba un cactus, estudiaba teología. La conocí en un recital de Los Brincos, nuestros Beatles... Brindemos, dijo. La vida es un campo de batalla, por eso me cambié a Derecho. Y destapó una botella de pacharán que desde que llegamos nos estaba observando como si fuese un perro. ¡Libertad, igualdad, fraternidad!... ¿Ve esa hamaca, Parado? Allí pasaba las tardes. Tuvo tres hamacas y un canario amarillo. Dante, de quien le hablé. El balcón, el sitio que más habitaba, por eso lo mantengo abierto en cualquier estación. Mis bronquios son de hierro. Únicamente cierro cuando veo a Bob Rodríguez merodeando. Mi más acérrimo enemigo... Bob, el de los cuatro millones de razones para exterminarme... ¿Y por qué se divorciaron?, lo interrumpí, ya comenzaba a ponerse desapacible con el tema del dichoso Bob. No, mi religión no admite el divorcio. Al Caribe, chaval. Se fue a vivir al Caribe. Las cartas que me enviaba estaban repletas de confusiones: Te respeto. Hombres como tú no existen en esta parte del planeta, decía algunas veces, otras, una palabra ocupaba todo el papel: ¡INÚTIL! Ya sabe, el papel aguanta lo que le pongan. Inútil yo. Sepa que la respeté, y la quise mucho, tanto, que no he vuelto a casarme. Dicho esto puso un CD de Los Brincos. Acto seguido comenzó a tararear: 

Tú me dijiste adiós, 

no sé por qué razón, 

no sé, no sé... 

 Escúchelos, he vivido un sinnúmero de sucesos, Parado. Fui testigo de acontecimientos sin precedentes, la reivindicación del Colectivo de Psiquiatrizados en Lucha, el movimiento gay, la Transición. Y sus voces siguen ahí, casi suspendidas en el no-tiempo, es decir, congeladas en un universo mental, en una nación cósmica... ¡Rebeldía, rebeldía!, profirió dándome unas palmaditas en el hombro. Ah, ¿entonces se separaron por rebeldía? Qué va, chaval, rebeldía la de Los Brincos. Muerta. Ella murió. Algún día le contaré. Infortunios del trópico. ¡Caramba!, se me quema el conejo, exclamó y volvió a la cocina, compuesto, ni siquiera se quitó la corbata. Daba la impresión de que fuese él el invitado y no yo. Las habitaciones las mantuvo cerradas a cal y canto, lo mismo que el despacho, que quizás atesora más de cien volúmenes entre clásicos y tomos de legislatura. Sin embargo, en la pieza principal, a ojo de águila, aprecié un timón de barco, una lámpara de araña, un reloj de péndulo, una mesa Luis XV, un aparador cuadrado con la bandera británica, y un colgador paragüero estilo colonial, además de dos candelabros de aluminio que flanqueaban al San Serapio surrealista, único camarada de viaje. Su vacío se dilataba al igual que el papel tapiz que abrigaba las paredes, marrón siena con rombos y motivos siderales en azul cobalto. Dada la peculiaridad estética y su disertación sobre la nación cósmica, el no-tiempo y el universo mental, contemplé la posibilidad de que fuese partidario de la Cienciología. No obstante me guardé la incertidumbre. Siéntese, Parado, dijo al verme examinando su reloj de péndulo, he aquí el conejo al ajillo.

 

 Fragmento de Kruschov, Editorial Verbum, 2015. Imagen: Martin Prats Bofill © 


martes, 11 de noviembre de 2025

Leda en el Burj Khalifa


F. 1. Abuela 
 

 Dolores Labarcena


 Felices. Sin temor a las avalanchas. Un año a Canillo y el otro a Encamp. Hasta que menguaron sus fuerzas, entonces subían a Bielsa. Preciosa Huesca. Sin embargo solo he estado en verano. Mi abuela una deportista nata. Mi abuelo bibliómano y explorador. De él he heredado el espíritu. Si estuviese vivo me diría vete a Nueva Zelanda. No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy. Ahí su arrojo en la foto. Me contó que ahuyentaba a un bullmastiff, y sus amigos pusieron pies en polvorosa. ¡Vaya amistad! Se guarecieron despavoridos en la barraca que se ve al fondo. Él, enfrentado a la bestia, y por tanto a la naturaleza. Jamás me habló de la guerra, sí de las botellas de Codorníu que desconchó cuando murió Franco. Nunca tiré un tiro, mi hermano sí, y por eso ni sé en qué fosa fueron a parar sus huesos. Ni rojo ni falangista, ayudante de farmacia, eso fui, me decía, y tu abuela una buena mujer, más lista que el hambre. Hacía unas patatas cocidas y aderezadas con cáscaras de habas, sabrosas... Guardo en mi corazón los gratos momentos, no el final. Murieron como vivieron, en el camino. Un camión les embistió de frente. El Simca 1200 de mis abuelos no sirvió ni para chatarra. Por eso no conduzco. Un coche comodísimo. Nombrado coche del año en 1975.

 Un sombrero mejicano te traeré, me dijo Laura, la enfermera amiga de Aristegui. Me voy de vacaciones a México. Mejor tráeme la virgen de Guadalupe, le dije, si bien me reservé que la quería para regalársela a Chelo. Tú en tu molino. Vaya, sin salirte del tiesto. ¿Cuándo te tocan a ti?, me preguntó. Debo planificarme, le respondí. ¿No viajarás? ¿Y qué harás? Espero no merodees por aquí como mosca en el rabo de la vaca. No veo la hora de volar..."Una piedra en el camino, me enseñó que mi destino, era rodar y rodar"... ¡Órale! 9.488,58 km de distancia. Ya lo calculé. Mientras más lejos, mejor. Comeré cebiche y tomaré tequila, ¡órale! hasta caer redonda. Soy una mujer moderna, sin tabúes. Salí con un guatemalteco cuando hice mi Erasmus en Helsinki. Al final gente con la misma cultura. Todas las noches de juerga, y él me llamaba su xsum ikwaam. Somos amigos en Facebook. Graciosísimo. Ahora vive en Manitoba, Canadá. Se casó con una uruguaya. ¿La viste?, siguió con el monólogo mientras pasaba Nekane quien no saludó a ninguna de las dos. Parece que la momia le informó lo liados que estábamos. Tarambana. No quiero ni acordarme de lo ridículo que es. Cuando íbamos a un Bwok se disfrazaba a lo Jackie Chan. El hazmerreír de los propios chinos. Un sombrero mejicano no, un mejicano te traeré. Te traeré fue el punto sobre la i para que saliera huyendo. De modo que me dirigí al self-service, al cual iba antes de estar al tanto de los tejemanejes de Laura y las aficiones del profesor de Tai Chi. Allí sentada Carmela comiéndose un trozo de melón. Hola, Carmela. Un buen decorado, ¿verdad? ¿Le agrada el cuadro del besugo? Primero me miró, y luego en tono áspero aunque fingidamente risueña, me mandó a freír espárragos. Una feminista en toda regla. ¿Qué habrá sido de Jacques Chanson, quien la dejara por Modou Mandione? Una incógnita. Pero la vida... "La vida es fascinante", especulé. E igualmente me comí un trozo de melón.


                         F. 2 Abuelo


 Obra de calibre Muerte en Venecia. El fatalismo: el meollo de la narración. No podía ser agrónomo ni mucho menos ingeniero el protagonista. Artista. Y como todo artista, un ser exhausto y desequilibrado. Por tanto, Mann no se plantea crear por crear, más bien expone el hecho de que la cosmogonía sentimental es frágil. Por ello en la p.78 de Muerte en Rocadenbosch, Leda expresa: "Dónde me he metido, dónde me he metido". 


"Y cayó en un sopor. 

 

SUEÑO DE LEDA

 

 Los lumínicos impactaban de manera irregular sobre los cristales de las puertas correderas. Leda, incrédula, ante aquel dancing lights, se levantó y cerró las cortinas. ¡Terciopelo!, dijo, al tacto es terciopelo, ¿y las mías?... ¿Dónde estoy?, desorientada indagó en voz alta.

 -Hum... ¿No recuerdas? ¿De verdad no recuerdas? En Dubái, cariño, en el Burj Khalifa. Pero por tu temor a las alturas no estamos en la cúspide. Observa. Tus deseos son órdenes: suite con cortinas azul índigo, espejo en el techo, columnas de mármol jaspeado, gimnasio, jacuzzi, duchas separadas... Acabo de darme una. Toma...

 - ¿Qué es?

 -Tu gintonic de siempre… ¡Pero qué tienes hoy, Leda!

  Leda cogió el gintonic y se derribó complacida en el glorioso colchón. En tanto, Tadeo se ponía una camisa gris con puños color madreperla.

 -¡Qué bombón! ¡Ñam-ñam! ¿Se puede saber a dónde vas?

 -Cariño, enredadísimo. Hasta aquí negocios… tú relájate en el jacuzzi, o vete de compras. Cuando regrese te sorprenderé. ¿Me alcanzas los zapatos? Apúrate, Leda. El chofer lleva una hora esperándome. Leda, los zapatos. ¡Leda!

 Leda despertó.

 -¡Bah! Qué ronquidos, Leda. Oye, salgo para el gimnasio. ¿Cuándo quieres que venga?

 -¡Uy! Este fin de semana imposible. Me voy a Andorra. Cuando vuelva te llamaré.

 -No juegues conmigo, Leda. Tú no conoces mi lado malo. Con hombres como yo hay...

 -Mira, Tadeo. Mejor vete a tu gimnasio... ¿Me alcanzas por favor una Fanta? Anoche me pasé con las Voll...

  Tadeo no le hizo ni gota de caso y dio un tirón a la puerta que incluso la cómoda se zarandeó. Ahí mismo Leda rompió a llorar desconsoladamente. Afligidísima, no por la partida de Tadeo, sino porque tenía intención de hacerse una mamoplastia y los gastos que Tadeo le generaba eran considerables. Habrase visto. Madreperla... ¡Menuda perla! Un MINI Cooper, hasta eso le compré. Lo dejaré. Un MINI Cooper, idéntico a la camisa del sueño. ¡Basta!, clamó Leda con un tremor de tetas, y buscó la Fanta. Acá y acullá todos harina del mismo costal. ¡Pero quién se ha creído este petulante! Intimidarme a mí, Leda, la que corta el bacalao. Lo juro, me pondré una copa C. ¡Libertad! Tengo derecho a vivir... Y en lo que se debatía entre la ida a Andorra, la mamoplastia, los ahorros y dejar a Tadeo, se volvió a acostar".

 


 Fragmentos de Diario de un Tuátara, Baile del Sol, Tenerife, 2018.