domingo, 27 de junio de 2021

Disimulados cuchicheos

 

 José Lezama Lima 

 —Tú sabes —siguió hablando Foción, con malicia pues Cemí entendió de inmediato que se refería a Fronesis que frente a una cosa aconsejada por mis sentidos, en cuanto se me hace imposible, me establezco a su lado como un dolmen. Al día siguiente me paseaba por el corredor de mi piso de hotel, dejando pasar mi turno. Cuando entré estábamos solos el mozo y yo. Esta vez no se limitó a sonreírme, me dijo: «Señor, usted pierde el tiempo con Daisy, vaya por otro camino que es el único para acercársele. Vaya a buscar a su hermano al colegio y usted verá cómo lo que hasta ahora ha sido un imposible, se le entrega». Nunca he podido saber si el mozo me habló por su cuenta, o si estaba de acuerdo con los dos hermanos para propiciarles sus aventuras.

  —En disimulados cuchicheos por el recibidor pude precisar el colegio en que estudiaba, la hora de salida y que era el mejor alumno del último año de High School. Así como la hermana rehusaba siquiera mirarme, el hermano en cuanto lo abordé me dijo:

  —¿El cubano que vive en el mismo piso del hotel de nosotros? Me gustaría algún día ir a La Habana, para recorrer los sitios donde estuvo Hart Crane. ¿Ha oído usted hablar de él? Me gustaría hacer mi tesis, cuando me gradúe de bachelor, sobre las simpatías de Crane por las frutas tropicales, cómo buscó en la Isla del Tesoro un soporte a su inocencia.

 —Me sorprendió —volvió a decir Foción—, ese delicioso inicio de conversación, en extremo afectuosa, con la imperceptible pedantería de un adolescente de dieciocho años, que vuelca de inmediato los temas que lo golpean. Crane era una fascinante invitación para iniciar esa amistad bajo el signo de los Dióscuros, invocados tantas veces por Orfeo mientras remaba y cantaba con los argonautas.

  —En otro de mis viajes a Nueva York, yo había conocido a un librero que había mantenido una relación muy peculiar con Crane y por esa fuente de información sabía cosas de su mayor intimidad. Pero preferí no llevar esa primera conversación por el camino de las obsesiones que habían rondado a Crane, así que decidí circunscribirme a lo literario. Le dije que me parecía muy bien que Crane situara en el exilio el nuevo purgatorio, que el exilio era una forma de inocencia, una ausencia de lucidez para la bondad o la maldad, una suspensión en el tiempo, como al soñar con «la demasiada picante sidra», y con «la demasiada suave nieve», buscaba en donde están «las bayonetas para que el escorpión no crezca», como esa inmensa inocencia avivaba su sexualidad hasta la desintegración y la locura, hasta tener que buscar la muerte en la gran madre marina.

  —Hablando del visitador de nuestra isla, llegamos al hotel. El mozo del elevador fingió la seriedad del canciller de las moradas subterráneas en los cultos egipcios de la muerte. Lo invité a pasar a mi cuarto, no me contestó con palabras, se contentó con sonreírse y asentir con la cabeza. Cerré la puerta con un gozoso estremecimiento de alegría, pues puse mi mano sobre la cabellera del hermano de Daisy, pero no como lo he hecho tantas veces, como una operación de tanteo, sino con el convencimiento de que después caería rendido el cuello. Pero antes, la descripción brevísima de Narciso en el centro de mi cámara. Los muslos de las piernas deslizantes, con los reflejos azules de la madera muy pulimentada, abrían las piernas como tijeras de algodón, la columna vertebral que se abullonaba como para encubrir las vértebras que mantenían el cuadrado de toda la espalda, con un espacio calmoso como para jugar un ajedrez lento y de imprevistas tácticas perversas.

             

  Paradiso, Capítulo XI (fragmento).


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