Pedro Marqués de Armas
En la copiosa
recepción de la literatura mexicana en Cuba durante los años veinte y
principios de los treinta, destaca, de modo singular, la obra de Salvador Novo.
Si bien no llega a la presencia, en periódicos y revistas, de un colaborador
habitual como José Juan Tablada, ni alcanza a los asiduos Alfonso Reyes y Jaime
Torres Bodet, probablemente su puesto venga a continuación. A diferencia de los
anteriores, que acompañaron sus envíos con repetidas estancias en la isla, en
su caso los textos viajan por su cuenta mientras él, que sepamos, no pisa suelo
cubano. Chacón y Calvo, Carpentier y Fernández de Castro, lo conocen en México,
y será con el primero con quien establezca un vínculo más estrecho. Pero su amplia
acogida insular vendrá sobre todo de la mano de Jorge Mañach, quien, en virtud
de una serie de afinidades literarias –no vitales– se convierte en su más sólido
seguidor.
En un artículo de 1926
muy poco conocido y titulado "Un ensayista mexicano", el ensayista cubano por
excelencia lo recibía con estas palabras: “Nadie en nuestra América les
enseñará, como él, la importancia de todas las cosas, hasta de las más
cotidianas, hasta de las más humildes. Está afiliado a la secta internacional
de curiosos a la que ha dado deliciosas normas, desde Inglaterra, el eupéptico,
Mrs. Chesterton. Al modo como este derrocha ingenio, filosofía, cultura, y buen
humor para explicarnos el misterio de un tirador de puerta o la trascendencia
de yacer en cama con la mirada en las vigas.” Precisemos que Novo ya era
bastante conocido por el gremio minorista, y que lo era por rasgos que lo
distinguieron desde que comenzó a escribir: su precocidad, su versatilidad que
lo hace aparecer unas veces como poeta y otras como cronista, dramaturgo, crítico,
etc., y su desafiante cosmopolitismo. Pero a Mañach, que lo ha seguido de cerca
y tiene delante Ensayos (1925) –ese
cuaderno múltiple en el que Novo incluye, además, poemas y traducciones,
escritos ajenos, todo una matriz de trabajo–, no se le escapa el gesto y la condición
de ensayista por sobre todo, es
decir, de escritor anclado lo mismo en el género que Montaigne inventa y los
ingleses perfeccionan, que en esa suerte de ejercicio no sacro que hará de toda
su literatura una recreación, un ensayo.
Así se explica el que
Novo sea para Mañach el prosista más inteligente de su generación, y que cada
vez que se refiera al tándem que conforma con Villaurrutia, aluda a éste como
al poeta y reserve para Novo el calificativo de ensayista.
Situémonos ahora en
la que quizás sea la primera colaboración de Novo, y en la importancia de la
misma. En fecha tan temprana como enero de 1924, la revista Social publica tres poemas suyos que anuncian,
sin dudas, la emergencia de un tipo de poesía en español marcada ya por la
experiencia de la New Poetry. Salvo algún que otro poema de El soldado desconocido de Salomón de la
Selva, quien influyera tanto en el mexicano, hasta ese momento no había aparecido
en Cuba ninguna otra muestra donde se aprecie de modo tan claro la asimilación
de la poesía norteamericana, a la par que esa búsqueda cosmopolita que toma a
Nueva York como el lugar por excelencia de la modernidad. Ya entonces
familiarizado con los ritmos de Sandburg, Lindsay y E. L. Master –a los que,
entre otros muchos, traduce–, los poemas en cuestión pertenecen a lo que
podríamos llamar su “serie neoyorkina”, aun cuando todavía no había visitado
esa ciudad.
Moderno ávido, geófago
insaciable, Novo no solo hizo del viaje un pretexto literario, sino que se
anticipó a algunos, como puede apreciarse en XX Poemas, donde la añoranza de alguien que aún no conoce otro
medio de transporte a distancia que el tren, y que ni siquiera ha visto el mar
de su país, se enseñorea soberanamente sobre mares, ciudades y puertos diversos.
Como otras tantas inscripciones precoces de la experiencia de vanguardia en
revistas cubanas, también esta pasaría inadvertida, no solo por no haberla
destacado ningún contemporáneo, lo cual resulta comprensible, sino por no
señalada por la crítica o los estudios académicos. Si bien Social, como revista de modernización (no propiamente vanguardista), construyó desde sus páginas, ya desde mediados de la década de 1910, la imagen
de Nueva York como núcleo de la modernidad apoyándose en la
fotografía, el cine y la moda, la poesía publicada en dicha revista no siguió sino, salvo escasas excepciones, el recortado sendero hispanoamericano. Con los
poemas de Novo –“El pueblo”, “Cementerio” y “Ciudad”– principia la circulación de una
poesía que ha incorporado no pocos atributos de la megalópolis: arquitectura, publicidad,
personificación de la ciudad y la muchedumbre, anonimato, etc. En estos tres
poemas como tal, a diferencia de otros de XX
Poemas, Novo no se lanza a plenitud sobre las utilerías de la cultura de
masas, pero exhibe, en cambio, en grado sumo, esa tensión metafísica propia del
drama del individuo en la gran urbe y de su absorción por un espacio
vertiginoso:
(…)
Un disco negro
rubrica la ciudad
en nuestro cerebro
Y la estatua de la Libertad
abre la carta de mi
cama
(“El pueblo”)
(…)
El hombre que
inventó los ángulos
en su propio
laberinto
fatiga sus pasos
(“Cementerio”)
(…)
Huecos en la carne
de los edificios…
(“Ciudad”)
Las imágenes alusivas a
la jaula de hierro tienen en común su
carácter de trasposición espacial, y descansan en otras donde es más
claro el influjo ultraísta, en Novo siempre compensado por su sentido del humor:
(…)
Aunque el tren cirujano
hace a diario
transfusión de glóbulos blancos
no es más que un cigarrillo
en un prado…
(“El pueblo”)
Hay en estos poemas,
particularmente en “Ciudad”, un eco de lecturas de Pound y, en específico, de la
traducción que Novo realiza de “N. Y.”, conocido poema donde el imaginista
declaraba su conflictivo amor por dicha urbe, proponiendo aquello de “infundirle un alma”:
(…)
My City, my beloved,
Thou art a maid with no breasts,
Thou art slender as a silver reed.
Listen to me, attend me!
And I will breathe into thee a soul,
And thou shalt live for ever.
(Ripostes, 1912)
Novo lo había
traducido en 1923, es decir apenas un año antes. Se advierte en ambos poemas una
percepción ambivalente (amor/desamor, ingravidez/caída) a la vez que de reclamo
de una escucha que se resiste o no acude a tiempo para amparar al sujeto en su
soledad, en su vértigo. Uno en la multitud, queda a solas entre rascacielos y tendidos
eléctricos que incitan a elevar la mirada, o bien a planear desde lo alto, como
en una ejecutoria área que tiene por objetivo cartografiar el paisaje urbano.
“Ahora sé que estoy loco/ porque aquí hay un
millón de gente aturdida de tráfico”, traduce Novo, quien añade en su poema
“Ciudad”:
Carretes de hilo
para enhebrar la
sed infinita
sobre los techos
(…)
El suelo se pega a
nuestros pies
aunque ascendemos
como se aspira
para expirar.
Habrá que esperar
hasta 1927 para que la imagen vanguardista de la ciudad moderna, casi siempre
condensada en N. Y., circule de modo habitual en la poesía publicada en Cuba.
En este sentido, los poemas de Novo se anticipan a los de Genaro Estrada, Serafín
Delmar, Alfredo Mario Ferreiro, Cardoza y Aragón o Maples Arce, entre otros
latinoamericanos que, siguiendo la senda de Cendrars o Morand, o bien la de futuristas
y ultraístas, facturaron una visión por lo general más exaltada o exterior, y también,
a menudo, más ideológica. Novo, el más moderno entre los modernos, se alimentó
de unos y otros sin caer en la mímesis o el fetichismo tecnológico, ni menos,
en un voluntarismo social. Cuando en XX
Poemas trae a colación al Ogro y al Proletario, declarando su simpatía socialista,
lo hace denotando cierto cómplice convencionalismo, a tono con los tiempos y el
lugar que ocupa en el entramado institucional.
En realidad, serán las crónicas norteamericanas de Tablada, publicadas regularmente en La Habana, el producto que mejor escolte esa mirada que infiltra ya, como puede apreciarse en la poesía y la prosa de ambos, la percepción de las ciudades latinoamericanas que, sin duda, transformaron definitivamente. Los mitos del consumo y los artilugios técnicos no anulan en Tablada y Novo, sino todo lo contrario, una experiencia de lo cotidiano dominada por la ironía, el gusto por lo frívolo o el sentimiento de desolación del sujeto. En una dirección que puede ser pictórica pero también prosódica, producen, como diría López Velarde en algún momento, “unos versos con asuntos de Nueva York”. En Tablada asoman ya en 1918 en poemas como “Quinta Avenida”, “Lawn–Tennis” y “Flirt”, preludios de su elástico salto hacia la vanguardia. Ninguno de los dos encumbró la máquina, sino que, como buenos freudianos, indagaron en sus efectos represivos a la vez que en los dividendos liberadores de una nueva subjetividad.
A los poemas
“neoyorkinos” siguió la aparición en 1926, también en Social, de uno de los mejores poemas de Novo tanto por el
despliegue de imágenes como por su burlesco cosmopolitismo, esta vez a la
francesa y enfrentado a una visión de la gran ciudad que asimila al “lamentable
progreso”: “El mar”. Poema viajero, que recuerda de algún de modo a “Trópico”
(1924) de Alfonso Reyes, sobre todo en esas últimas estrofas por las que
discurren, como en giróvago mapamundi, todos los mares del planeta, lo atraviesa
sin embargo una veta menos antropológica y resueltamente inventiva,
tanto, que seguía aún su autor sin conocer el mar. Este acontecimiento –al
que siempre se anticipó– no se concreta hasta su viaje a Hawaii a inicios de
1927. Si el humor en Reyes caza con el “estudio de un hábitat” y se echa la
historia a la espalda, acá se trata de una sucesión de viajes imaginarios –aventureros,
comerciales– que confluyen en una desparpajante mirada turística que confabula,
al mismo tiempo, una especie de caída de la nueva Roma:
Nao de China
cofre de sándalo
hoy los perfumes
son de Guerlain o de Coty
y el té es Lipton’s.
(….)
¡Oh mar, ya que no
puedes
hacer un sindicato de océanos
ni usar la huelga general,
arma los batallones de tus peces espadas,
vierte veneno en el salmón
y que tus peces sierras
incomuniquen los cables
y regálale a Nueva York
un tiburón de Troya
lleno de tus incógnitas venganzas!
Más bien, la historia
deviene un desfile de rótulos y postales que el poeta baraja con cierta pericia
funambulesca. Se ha señalado lo mucho que “El mar” debe a “El cabo de Buena
Esperanza”, notable poema de Coctaeu que Novo tradujo y publicó un año antes,
lo cual es cierto, pero siempre que se indique el pulso más arriesgado –por lo
ocurrente de las imágenes en una estructura menos abierta– de los versos del
mexicano. Como también, siempre que se reconozca esa facilidad con que absorbe
a la vez las enseñanzas de otros franceses: entre ellos Apollinaire y Max Jacob.
En Revista de Avance y en el Suplemento
Literario del Diario de la Marina,
donde ya es notoria la filiación de vanguardia y un posicionamiento a favor de
otras literaturas, Novo vuelve a ser convocado como poeta pero también como
traductor. En 1927, año inaugural de ambas publicaciones, aparecen, en un caso,
los poemas "Libro de lectura" y "El primer odio" –par de autorretratos que
incluye en Espejo (1933)– y, en el
otro, “Noche”, uno de los mejores entre los XX
Poemas. Como traductor, se conocieron sus versiones Vachel Lindsay y
Christopher Morley, en una muestra de poesía norteamericana organizada por Fernández
de Castro, quien ensalza de paso las traducciones de Rafael Lozano, así como
“La pequeña antología de poetas norteamericanos” –se refiere a Antología de la poesía norteamericana
moderna– que, al “atento cuidado del fino espíritu de Salvador Novo”, había
aparecido en México pero que apenas circuló y era imposible de encontrar. Se
reprodujo, además, en la revista Orto,
su ensayo sobre los poetas negros en Estados Unidos.
Si Mañach le abre las puertas de Avance, Fernández de Castro hace otro tanto en el Diario, al incluirlo además en el dossier “Poesía de la Hora en México”, donde lo exorna con el sempiterno retrato de Montenegro, pero también con una presentación que se excedía, al mofarse de su sexualidad: “Salvador Novo representa en el escenario ideológico mexicano, la personificación de la más elegante “nonchalance”. Se piensa, al encontrarlo en un Florian redivivo, mezclado con Rivarol, en partes proporcionales y aleatorias. Quizás más culto. Y también, sin quizás. No hay, para su intelecto inteligente, terra incognita alguna en el panorama universal. Sus oyentes, en la cátedra que explica, siempre mayores de edad, se pasman al oír sus disertaciones sobre “La celestina”, o sobre cualquier poeta de cualquier escuela y país. Y por encima de todo, la sonrisa. Una sonrisa de niña buena, que justifica todas las impertinencias. Y sus impertinencias amables están en sus gestos, en su ropa, en las acrobacias de su espíritu. Tiene publicado no más que sus “Ensayos”, exquisitos en el contenido y la presentación. Trabaja, en serio, 8 horas, entre su clase y el puesto técnico que desempeña en el Departamento de Educación. Estas 8 horas, como las otras 16, las pasa sonriendo y esto, pocas veces, no lo perdonan los amigos”.
Semblanza que reconoce
su talento, deja entrever sin embargo, en un tono que pretende ser humorístico,
su condición homosexual, revelando más que nada los prejuicios del reseñista.
No solo eso, en la nota sobre Gorostiza del mismo dossier vuelve a señalarse su homosexualidad cuando, ahora por
medio de una falsa errata a propósito del poema que Gorostiza dedica a la
artista sueca Jenny Lind, se habla del “perfume de los años amables, cuando
vivía la cantante Salvador Novo”. Si bien el humor funcionaba en ocasiones,
entre los vanguardistas de la región, como recurso y seña de identidad, tiene
aquí todo el viso de pedantería al que propendieron algunos escritores cubanos
que, como Fernández de Castro y Raúl Roa, se sumaron a las descalificaciones de
orden estético y sexual. Tan solo un año más tarde, prestaría su página del Diario de la Marina para un ataque
abiertamente homofóbico contra los miembros de Contemporáneos y, en particular, contra Salvador Novo, urdido desde
México por Diego Rivera y Tristán Marot.
El trato de Mañach
será, en cambio, centradamente literario y, por descontado, cuidadoso, como lo
había sido el de la revista Social.
En esta publicación se darían a conocer, además de los poemas referidos, otros
textos suyos que incurrían en la transgresión de géneros: el relato teatral
“Fechas. Diálogo moderno de ideas antiguas sobre los jóvenes”, el drama
ibseniano en cinco actos precedido de un breve ensayo, “Divorcio”, y un capítulo
de “Return ticket” –acaso su libro más fascinante– que, para más juego,
apareció junto a un texto de Rafael Heliodoro Valle que dialogaba, en paralelo,
con el de Novo. Por su parte, en Avance
publica el relato humorístico “Nocturno de la carne”, un ensayo sobre el novelista
norteamericano John Erskine, y la crónica “Guadalajara” que, junto a una reseña
de Mañach sobre Return Ticket,
apareció en el número homenaje a las letras mexicanas de noviembre de 1928.
Conviene detenernos en la reseña por dos motivos. Primero, por la sagacidad con que Mañach capta la seductora oferta de Novo, desmenuzando en pocas frases la coexistencia de géneros diversos –cartas, biografía, relatos, cuaderno de viaje, etc.– en una estructura “cuasi novelesca” que califica como una pieza única en la “enfática” literatura latinoamericana; y, segundo, por descubrirnos, a la par, su opinión sobre los Contemporáneos, es decir, la idea que tenía sobre la estética del grupo. En este sentido, topamos con ese desnivel, frecuente en Mañach, entre su comprensión a fondo de determinado autor o tipo de literatura, y el no poder separarla de cierto valor general, sea por hábito filosófico o por exigencia moral. Así, observaciones atinadas como que en Novo lo importante es el pretexto y no el asunto, el trazo y la audacia de las invenciones, o el elegante desenfado con que construye su obra, cohabitan con explicaciones en extremo causalistas, como cuando, tras contraponer su sensibilidad a la violencia y el machismo revolucionarios, califica de enfermiza su alegría y afirma: “Tal vez esta tónica decadente va ya siendo característica –alarmantemente característica– de un brillante sector de la nueva literatura mexicana. Lo que no se alcanza bien, a esta distancia, es si se debe a una real fatiga y desgaste producidos por la larga tragedia social de México (hay quienes le achacan a la Guerra el gidismo francés) o a una actitud de exquisitez asumida ante lo grueso y lo arisco, que esa misma historia reciente de México ha entronizado hasta en el arte.”
No será su opinión última sobre el grupo, al
que en otras ocasiones –y mientras escribe con acierto sobre la
poesía o las novelas Villaurrutia y Torres Bodet– valora ya no por su presunta
decadencia, sino por su hipotético vigor: “Una voz más, entonada y valiente, no
al unísono con las de las otras juventudes de América; pero sí en consonancia
con ellas. Una voz que se eleva sin esfuerzo hasta la tónica continental del
momento”. No obstante, en general, su visión se alimentó de la amistad, el
intercambio de colaboraciones y de correspondencias estéticas –incluyendo una
lectura en positivo del influjo de Gide, al que Villaurrutia traduce para Avance– más que de diferencias de
cualquier otro orden.
Comoquiera, las
simpatías y coincidencias entre Mañach y Novo eran muchas. Por aquellos años,
además de practicar diversos géneros, comparten de modo cabal la afición por la
ensayística inglesa, en la que se forman desde Lamb hasta Chesterton, en el gusto
por los “menudos momentos” y el apego al humor, la ironía y las paradojas. Los
emparenta desde luego el aprendizaje de una lengua de la que traducen, lo mismo, a
filósofos graves como Santayana que a poetas lúdicos como Christopher Morley. Aunque grandes
lectores y divulgadores de la nueva poesía norteamericana, Novo lo aventaja en la tarea por el mayor alcance de su labor como traductor, desde Sandburg y Lindsay
hasta Edgar Lee Master, y desde e.e. cummings a H. D. Novo traduce además,
profusamente, a los poetas franceses.
Ambos precoces, en el
mexicano –como dijera Monsiváis– la precocidad será señal de arraigo, mientras
en Mañach el ensayista desarraigará al narrador y al dramaturgo. Como cronistas
de ciudades avanzan juntos un trecho, seducidos por lo moderno pero sin
renunciar al pasado (Novo con mayor reserva de fuentes poéticas y populares, no
solo mexicanas, también españolas), o bien como observadores –a menudo viajeros–
de circunstancias que reclaman una mirada microscópica, dirigida al detalle, al
desmenuzamiento de las maneras de ser. Les seduce el psicoanálisis, asumiéndolo
Novo como heterodoxo autoanálisis con el que impulsa sus aventuras eróticas, además de como forma de
leer, y Mañach como ocasional utensilio crítico. Y hasta ahí. Mientras Mañach,
el atildado, lleva por molde un espíritu clásico, Novo es de entrada un provocador,
y pone como Wilde su genio al servicio de su vida y su talento al de una obra
que supo no encumbrar y que voló siempre rasante –no rastrera– como ese
ejercicio declaradamente intrascendente que fue.
El ensayista que lo
deslumbra en fecha tan temprana como 1926 era un tanto su reflejo especular: “Novo descubre con erudición y agudeza la razón de ser de mil cosas
que solo estimamos triviales porque están tan metidas en nuestro vivir. Pone
entonces su rica cultura al servicio, no de las grandes tesis aburridas, sino
de las pequeñas averiguaciones gratas a la sensibilidad. Y encuentra que desde
la miga de pan hasta el modo de hacerse la barba son fenómenos dignos de
estudio y capaces de alterar la mecánica celeste.” Un año más tarde se suceden
los comentarios admirativos sobre Villaurrutia y Novo, “el poeta y el
ensayista”. Entretanto, en la “flamante, sensitiva revista hermana” Ulises, gusta hasta el vértigo de Return Ticket, cuyos capítulos se
desgranan de un número al otro al tiempo que hace suyos –los eran también- esos
postulados comunes: crítica y curiosidad.
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