miércoles, 13 de mayo de 2020

El gato personal del conde Cagliostro *




Gastón Baquero 


Tuve un gato llamado Tamerlán.
Se alimentaba solamente con poemas de Emily Dickinson,
y melodías de Schubert.

Viajaba conmigo: en París
le servían inútilmente, en mantelitos de encaje Richelieu,
chocolatinas elaboradas para él por Madame Sévigné 
   en persona,
pero él todo lo rechazaba,
con el gesto de un emperador romano
tras una noche de orgía.

Porque él sólo quería masticar,
hoja por hoja, verso por verso,
viejas ediciones de los poemas de Emily Dickinson,
y escuchar incesantemente,
melodías de Schubert.

(Conocimos en Múnich, en una pensión alemana,
a Katherine Mansfield, y ella,
que era todo lo delicado del mundo,
tocaba suavemente en su violoncelo, para Tamerlán,
melodías de Schubert.)

Tamerlán se alejó del modo más apropriado:
paseábamos por Amsterdam,
por el barrio judío de Amsterdam concretamente,
y al pasar ante la más arcaica sinagoga de la ciudad,
Tamerlán se detuvo, me miró con visible resplandor 
   de ternura en sus ojos,
y saltó al interior de aquel oscuro templo.

Desde entonces, todos los años,
envío como presente a la vieja sinagoga de Amsterdam
un manojo de poemas.
De poemas que fueron llorados, en Amherst, un día,
por la melancólica señorita llamada Emily
– Emily Tamerlán Dickinson.


* Adagio El Veronés, de Mozart 

Fotografía: Brassai, 1938. 



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