México, mayo 2 de
1839
Queridísima mamá de mi corazón:
No sé cómo disculpe el imperdonable descuido
de no haber anunciado a su merced mi fe de vida, sobre todo, después que se
levantó el bloqueo.
Por los médicos hace mucho tiempo que me
tienen prohibido el que escriba, y valerme de un escribiente sería dejar a su
merced en sus temores. Al cabo, me decido por este último extremo, pues de otro
sólo podría ese escribir unos cuantos renglones y tan malamente, que darían
lugar a mil cavilaciones siniestras.
Los médicos, después de haberme molido por
todos los medios imaginables, me mandan ahora que haga un viaje de mar y pienso
emprenderlo para ésa en cuanto logre allanar las dificultades que se presentan
para salir de esta tierra de promisión. Jacoba se va conmigo, pues por más que
le he instado haciéndole ver el riesgo a que se expone, esta mujer incomparable
arrostra por todo, diciendo que su obligación es acompañar y asistir a su marido enfermo, y que a ella
le suceda lo que Dios quiera.
Les advierto para que no se espanten, que no
van a ver a mí, sino a mi sombra. Quizá con el ajiaquito, el ñame y el
quimbombó lograré restablecerme algo, no menos con la compañía de su merced y
de mis hermanas.
Adiós, adorada mamá: dé su merced mis finas
espresiones a José Miguel e Ignacio, a Santiago, a Agustín y demás parentela, a
Oses y a Pancho de la O., que pronto empezará, si Dios me da vida, la batalla
de los berros, pues los médicos me han dicho que los coma a toda hora, cuando
aquí no se encuentra en ninguna parte. Su merced cuídese mucho y reciba todo el
corazón de su hijo amantísimo.
JOSÉ MARÍA
P. S. Mil abrazos
a mis queridísimas hermanas. Porque sé que le será de mucho consuelo si no
volvemos a vernos, diré a su merced que me he preparado a lo que el Señor
disponga con una confesión general, y que he de vivir y morir en el seno de la
Iglesia.
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