miércoles, 19 de junio de 2019

Regino Boti por Max Henríquez Ureña


  

  Max Henríquez Ureña

 En Guantánamo, su ciudad natal, donde transcurrió la mejor parte de su vida, floreció el talento poético de Regino E. Boti, que representó un ansia renovadora dentro del modernismo, ya en liquidación, y que en definitiva se afilió a las corrientes que dieron vida al posmodernismo. Su primer libro de versos, Arabescos mentales (Barcelona, 1913) es ya obra de madurez. Antes solo había publicado prosas: Rumbo a Jauco (1910), Prosas emotivas (1910), unos apuntes sobre el origen y la fundación de Guantánamo y un perfil biográfico de Guillermón (1912), impresos todos en Guantánamo.

 Buen conocedor de los resortes métricos, como lo reconoció en sus ensayos “La Avellaneda como metrificadora” y “Yoísmo”, puesto como introducción a su primer libro, cultivó gran variedad de medidas y combinaciones, desde las más usuales hasta el metro libre y el intento examétrico. Véase, si no, “Ante la Ciudad Teológica”:

 Hay inquietud en el aire y no corre ni un soplo remiso;
predomina una calma que aduerme el verdor de los campos
y ante el pórtico ruin y las tapias austeras
parece que vaga la pródiga Musa del Cambio.

En el cielo se acoplan las gamas ardientes,
son tributo al misterio tumbal del ocaso,
y unas nubes, de negro de hulla vestidas, se alargan
y otras vierten radiosas estrías de vivos cinabrios.

El perfil unilíneo y enjuto se asoma del Dante;
Virgilio le sigue como un silenciario...
Atraviesan el orco de aquella agonía,
sin Caronte ni barca, ni Estigia ni endriagos.

Con el óbolo presto y el alma convicta y confesa,
Can, el Cerbero, seis ojos, tres lenguas, tres cráneos,
me cierra el rastrillo chirreante de la urbe teológica,
cuando arriba se enciende el misterio tumbal del ocaso.

 A veces en la temática se advierten sus lecturas de Heredia, el de Los trofeos; así en el soneto “Funerales de Hernando de Soto”, donde además (valga de muestra el tercer verso) apela a la libertad de cesuras que el modernismo introdujo en el alejandrino castellano, siguiendo las huellas de los poetas franceses:

Bajo el lábaro umbrío de una noche silente
que empenachan con luces las estrellas brillantes,
el Misisipi remeda un gran duelo inclemente
al arrastrar sus aguas mudas y agonizantes.

De los anchos bateles un navegar se siente;
brota indecisa hilera de hachones humeantes,
y avanza por la linfa como un montón viviente
aquel sepelio extraño sin cruces ni cantantes.

Hace alto el cortejo. Se embisten las gabarras;
al coruscar las teas los rostros se iluminan
y fulgen las corazas que el séquito alto lleva.

Cien lanzas cabecean. Echa el cocle sus garras
y entre las olas turbias que a trechos se fulminan
el féretro se hunde y la oración se eleva.

 Cuando lanza al público El mar y la montaña (1921) se ha cumplido una evolución hacia un arte más personal. Le seduce entonces el micropoema que encierra una observación, o una agudeza, o un eco intimista de desencanto ante la vida vulgar:

 Y mañana, como un asno de noria,
el retorno canalla y sombrío,
doblar la cabeza y escribir:
Al Juzgado,
con los ojos aún llenos de lumbres,
sobre un mar de amatista encantados.
                 (“La noria”)

 Se cierra el horizonte —ceniza, plomo, perla.
Los terrenos candentes se entreabren.
Brillan las hojas. Los goteros danzan
y de la tierra sube ese olor
natural, único, eterno y cósmico;
olor de hembra, de tumba y de lecho,
de beso y ramaje, de vida,
de todo, de nada…
       (“Lluvia montañesa”)

 Fácil es apreciar que su verso no está exento de prosaísmos, un tanto encubierto por su habilidad como versificador. Gusta del asonante y también del verso blanco, pero es capaz de lograr efectos musicales con la rima consonante:

 Desgrana el viento su collar de sones;
sinfoniza la mar sus convulsiones
bajo la batuta de la marea;
el nublado la bahía taracea
de verde y de pizarra; el aguacero
tiñe el horizonte de azul de acero.
Emproa el canal un velero;
su vela latina, su gálibo vano,
despiertan la rota del triunviro romano;
y una visión de amores y de orgía
hechiza esta mañana de verano:
Cleopatra desnuda bajo la pedrería,
el triclinio, el espasmo, la falsía
del beso...
                    Y el beso del áspid.
                                             La agonía.
                 (“En el promontorio”)

 A esos primeros libros hay que agregar: La torre del silencio (1916), Kodak-Ensueño (1929), con pequeños poemas en prosa, y Kindergarten (1930).
 Algunos volúmenes publicó Boti para recoger parte de la obra dispersa de Rubén Darío (Hipsipilas, El árbol del rey David y otros), y completó con oportunos comentarios críticos esa labor de recopilación, a la cual importa agregar su acucioso ensayo “Martí en Darío”, y sus estudios sobre La nueva poesía en Cuba (1927), que se amplían en Tres temas sobre la nueva poesía (1928).

 Panorama histórico de la literatura cubana, Tomo II, La Habana, 1979, Editorial Arte y Literatura, pp. 352-54.

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