jueves, 13 de junio de 2019

Cuatro prosas de Regino Boti



  
  Después del éxodo 


  El ocaso era un incendio. Las llamaradas de colores del poniente dejaban su beso rojo en las aguas del río, en los dombos de las montañas, en el perfil de la ciudad... Todo estaba envuelto en una media tinta suave y melancólica.
 Llegué al muelle. Terminadas mis obligaciones en el puerto, me disponía a retornar al ingenio. El botero de la finca me aguardaba. Tan pronto me distinguió dentro de los muchos que pululaban por el muelle, bajó al embarcadero y comenzó a prepararme el bote.
 Imposibilitado por las otras muchas embarcaciones atracadas, casi unas encima de otras, para maniobrar y salir, nos quedamos esperando entre aquella multitud flotante: él, con el remo presto; yo, de pie, buscando un motivo para la pluma o el pincel.
 Era un sábado. El Iguamo había arrojado sobre la población su ciento de canoas cargadas de viandas y frutas. Los compradores bajaban al muelle para hacer sus provisiones hebdomadarias; y una multitud heterogénea de hombres y mujeres y chiquillos, harapientos y descalzos en su mayoría, levantaba un ruido de enjambre trashumante, mientras regateaba con los vendedores el precio de la mercancía.  
 El empuje de vaivén de las canoas se comunicaba a mi bote. El olor acre de las aguas marinas me hacía respirar a pulmón lleno. El temblequeo de las reverberaciones del ocaso se dibujaba en todas las superficies dando a las cosas y las gentes un colorido fantástico y cambiante. Aquella oleada humana me comunicó una fuerza misteriosa. Me sentí pletórico, y amé la vida: había encontrado el doble motivo: el grupo plástico para el pincel y el idilio para la pluma.
 Era una pareja. Y no pecaré de hiperbólico si digo que era una pareja feliz, por lo que de primitivo acusaba a una vista observadora. Estaban echados junto a la carrilera central del muelle, y con el busto apoyado en las ruedas de uno de los carritos –cargados de mercadería– esperaban el impulso que los llevara del muelle a la aduana.
 Él, descalzo, con los pantalones a media pierna, la camisa hecha tiras, mostrando el musculoso pecho, miraba con miradas de fuego a su compañera de un minuto o de una vida quizás. Su lujo era una mocha mellada y mohosa, y la pipa, color marrón, tan desmesurada que le tumbaba el labio.  Un sombrero de fieltro negro, pringoso y maltrecho, coronaba su busto con algo de caricatura conventual y mucho de satánico. Mezcla incoherente que mi fantasía colocó entre un Fausto tropical y un Lutero siboney. Era un indio.
 Ella, como él, descalza también, vestía falda cruda, corpiño ancho, y pañuelo amarrado a la cabeza con falta de coquetería y gusto raro, pero sobrio. Escuchaba con atención honda las frases de su amante. Era una india.
 Había en sus rostros la expresión de una reciprocidad de sentimientos, de una yuxtaposición de ideales tan idénticos y tan íntimos, que se fundían en uno al choque de la pasión. Estaban abstraídos. Nada de lo que a su alrededor se sucedía tenía valor ni existencia para ellos. Él la envolvía con el humo de su cachimbo, a la vez que le volcaba en los oídos el torrente de sus frases. Ella, sin voluntad y sin nervios, se dejaba arrastrar en alas de sus deseos. Él la besó. Aquel beso fue un juramento, una promesa, un pacto.
 Yo estaba como aletargado. Para mi actividad mental, solo tenía valor aquella pareja enamorada que levantaba la tienda de su felicidad echada junto a un vagón, y en las traviesas de las carrileras. Eran el dúo eterno en contraste luminoso con la marcha del progreso.
 –Ya, dijo el botero.
 Me senté a popa y él comenzó a remar. Los remos hendían el agua y en su superficie bañada prendía el ocaso sus serpenteos de granate.
 Las fulguraciones vesperales se reflejaban en las pupilas de los enamorados, y en ellas adquirían vida y forma las titilaciones policromas del sol de los muertos. Me pareció que el paso de las nubes se reflejaba en sus ojos como el paso de una procesión hecatómbica y de derrumbe. Vi como Moctezuma rodaba de su trono entre resplandores de oros y relámpagos de sangre; seguíale después Atahualpa, renegando de la biblia al mismo tiempo que elevaba su postrer cántico al Sol. Y continuaban, en la escolta macabra, el sacrificio insólito de Caonabo y la cremación neroniana de Hatuey…
 Los manglares, bañados arriba de sombra y abajo de reflejos, parecían comprimir el cauce del Iguamo como si fueran dos hileras de capuchinos que avanzaban al encuentro. El bote se deslizaba sobre espejos de púrpura y negro, y la llegada de la noche se anunciaba con rachas húmedas y fugaces.
 Sentí un frío intenso. Frío en las carnes y frío en el sentimiento. Las procesiones de nubes se acometían como balumbas de bacantes desgreñadas. Pensé en la pareja enamorada del muelle, y dije en alta voz, como si hablara conmigo mismo: -Desdichados ejemplares de una raza que fue, ¿qué papel representáis en la Historia?
 –Hemos llegado –exclamó el botero.
 Atracó rápidamente al muelle. La sirena del ingenio rasgó el aire con su ronquido siniestro, y las lámparas incandescentes y voltaicas del Cristóbal Colón formaban en la oscuridad crepuscular un resplandor de aurora –la aurora del progreso– que desafiaba a las últimas manifestaciones de la luz y a las primeras avanzadas de la noche.
 Me eché al brazo mi capa de agua y puse pie en tierra.

 Cuba y América, 8 de enero 1905. Año VIII, Vol. 28, núm. 15., pp. 15-17.




 La procesión de las palmas (mientras pasaba el tren)

 Vosotras, penachos vivos vaciados en moldes de gloria, hijas augustas de la savia, madroños giganteos que festonáis la colosal alfombra que se extiende desde las laberínticas rocosidades de Oriente hasta el verde linde del valle Yumurí, no os detengáis, salidme al paso en murmullante procesión y contadme vuestras viejas leyendas. Yo os contemplo. Oíd; ya el tren sale.
 Y a mi conjuro artístico comenzaron a destilar.
 Primeramente se mostraron las palmas reales. Portento de vegetación, supervivencia floral de épocas que fueron, pasan orgullosas y altaneras como hembras triunfantes de vientre fecundo… Y pasan, ya erguidas sobre parapetos de pelado granito, ya en el llano vestido de esmeralda. Son las conquistadoras proféticas. Cruzan en cuadrillas, en grupos, en conciliábulos, en corros, en haces, en bosques… Triunfantes y arrolladoras, se adelantan a todos los sueños de la imaginación; y solas o hermanadas, se ostentan como un sortilegio de estética. Son el astil del buque prepotente; las cien columnas de la mezquita de Córdova; la escala de cirios de un altar católico; batallones de pardas melenas flotando sobre las neblina; el viejo Partenón rindiéndose al peso glorioso de su mole de mármol…
 Las palmas reales cantan, van cantando. Con sus verdosos airones agitan la melodía; con el estilete de su cogollo llevan la pauta; con sus semillas desgranadas forman un concertante. Cantan, lloran, suplican. Oíd lo que dicen las palmas reales:
 -Oh, Señor del Supremo Cambio! A ti venimos en súplica. Déjanos con nuestra vieja vestimenta. No nos pongas otra mantilla que la de nuestras curvadas hojas. No nos dejes más troncos que nuestros erectos ástiles. Oh, Señor. Concédenos este quietismo de la forma; déjanos, por los siglos de los siglos, esta vejez que amamos. Señor, permite que el hombre siempre pueda decir:

     Las palmas, ay, las palmas deliciosas
     de las llanuras de mi ardiente patria,
     nacen del sol a la sonrisa y crecen;
     y al soplo de las brisas del océano
     bajo el cielo purísimo se mecen…

 El tren seguía…
 A las sinuosidades de la roca sucedió la pintoresca monotonía del llano.
 La procesión avanza. Ved. Inmensos yareyales, vertiginosos, festinados, se van empujando como pájaros o sierpes que silban. Corren, corren sin cesar. Sobre el débil y acilindrado tallo, lleno de negros tatuajes y felpas cárdenas, abren sus anchas hojas, palmeadas y digitales, como fantásticas alas de dragones imaginarios, dando fuertes golpes en el aire, y repiqueteando una canción áspera y cortante. Oíd, amigos, lo que canta los yareyales mientras van procesión:
 –¡Oh, Señor del Supremo Cambio! Danos la bienhallada alegría del perpetuarnos tales como somos. Queremos adormir a las generaciones del mañana con nuestros voluptuosos movimientos –que son encanto para la pupila mientras vivimos, y refugio para la piel calenturienta si nos tronchan. Huélgate con dejarnos ser abanicos para toda una eternidad, por toda una eternidad…
 Y sacudieron su verdi-amarillo coronamiento como si abofetearan a un tren invisible.
 El tren seguía…
 Iconos hieráticos, ante los cuales tal vez los siboneyes entonaron preces, aparecen las palmas barrrigonas, hibridez física aparente del yarey y la palma real, sin la arrogancia de ésta ni la monolítica rigidez de aquél. Como locas colegialas, como borrachas Maritornes, se persiguen –ora en grupos, ya aisladas, bien en montículos, cuando en hileras… Tienen el fuerte sopor de los señores orientales aburridos de la vida; y levantándose en sus formas achaparradas a lo Rubén Darío, se aproximan a su templo cultural en fantástica recua. Oíd; también cantan, ruegan, imprecan. Oíd; las palmas barrigonas hablan:
 –Oh, Señor del Supremo Cambio, árbitro de la materia, emperador de la línea, amamos nuestra figura deforme y chocarrera. Nuestra panza hidrópica y nuestro garrido penacho son, eterno consorcio, el eterno contraste: Heráclito y Demócrito, Sancho y Don Quijote, Esmeralda y Cuasimodo… Nuestro abdomen mimado de canónigo, asquea; nuestros movibles arcos, sonorosos y verdegueantes, atraen, seducen, encantan. Sírvete, Señor, conservarnos así. A nuestra presencia, el hombre mostrará toda la escala de la emoción; y verá que en el alma humana –como en nuestra arquitectura vital- hay del cerdo y hay de la nube… Oh, Señor, prueba tu infinita bondad concediéndonos vivir bajo esta forma!
 El tren seguía…
 Allá en lo alto, como teas vetustas de dolmen derruido; aquí, en lo hondo, como flechas clavadas en tierra, se asomaban las palmas tísicas. Altas, altas, altas hasta lo prodigioso, delgadas como una maroma de acero, manchadas como un escrofuloso, roídas como un misal antiguo, se enfilan las palmas anémicas. Tienen las pencas descoloridas y pobres; sobre la corteza del astil trepan las parásitas; y de las mal prendidas yaguas cuelgan las lianas sus cables cimbradores, como bordones en el salterio del aire. Si la brisa las mueve, parece como si se parten; y a su conjunto desolado sólo falta para integrar la ficción, que se le prenda mentalmente mantos negros o sudarios blancos para que aparezca como una legión de monjas exclaustradas o de ánimas en pena… Mas oíd. Estas cloróticas palmas no cantan. Oíd, es que lloran, es que murmuran las palmas tísicas:
 –Oh, Señor del Supremo Cambio! Esta larga agonía es un martirio. Fuimos doncellas ataviadas para la boda, y hoy nos das el espectáculo invariable de ver a nuestros novios en brazos de otros amantes. Somos la rememoración maldita del memento, la tristeza en la alegría, la sombra en la aurora, el crespón en el azahar. Oh, Señor, somos tus hijas condenadas; somos los índices diabólicos, y no hay ser humano que no nos execre si nuestro cortejo pasa ante su alcoba nupcial o su triclinio de orgía. Oh, Señor, danos la muerte. Oh, Señor, vístenos con otra forma. Haznos laurel, para coronar las frentes victoriosas; olivo, para simbolizar la paz; violeta, para predicar sencillez. Oh, Señor, escucha nuestra tos; somos las héticas, las pobres tísicas del bosque. Oh, Señor, mira cómo te entregamos la existencia. Oh, Señor…
 Y la locomotora, dando un duro pitazo, aceleró su marcha. En el sonido ensordecedor del tren ahogóse la canturria funeral. Después las palmas tísicas, asomándose a la dilatada ventana del confín, se despedían como erráticas agonías en viaje hacia lo azul…

 Cuba y América, 10 de agosto de 1907. Año XI, Vol. 24, Núm. 6., p. 140.



 Ante las ruinas

 Declinaba el sol. La campanada del Ángelus pausadamente tañía.
 El incendio —boa colosal— enróscase con estrépito en las vértebras del monstruo, y a las pocas horas el titán del trabajo habíase convertido en ironías de muerte. Del ingenio solo habían quedado las altas chimeneas como dos rojas imprecaciones sobre el negro tapiz de cenizas y al través del cielo azul.
 A suficiente distancia para abarcar el conjunto, se detuvo el poeta. Se abstrajo; y comenzó a tejer sus memorias –en la red áurica del recuerdo– la araña gris del pasado. 
 Pensó: "Una noche, envuelto todo el llano por un velo neblinoso, semialumbrado por una luna macilenta, yo, junto a ella, y desde lo más alto de lo que es ahora este amontonamiento informe, hurgaba con la vista en las tinieblas para determinar los lugares y las cosas..."
 Un pájaro negro aleteó cerca de su cabeza y siguió rápido.
 El poeta continuaba soñando: "Todavía no estaban terminados los tabiques exteriores del tacho. Nada más que un inseguro pasamanos nos salvaba del abismo. Yo lo aquilaté. En aquella obscuridad me pareció insondable. Hoy, desde el fondo de las ruinas, y por la magnitud de los escombros, lo mido y me espanto..."
 La tarde se moría. Sobre las cosas se depositaba un tenue rocío. El poeta dio algunos pasos. Y, como pensativo, bajó la cabeza.
 Mascullaba: "La miserable fingía al mismo tiempo que me deseaba. Tuve un arranque atávico, y pensé en arrojarla hacia el precipicio. Un erectismo súbito me serpeó por la médula. La miré intensamente. Había una oportunidad para vengarme de su desvío. Un ligero toque y era muerta. Sí, yo temblé junto a ella... En eso se nos acercaron algunos excursionistas reclamando nuestra presencia..."
 El pájaro negro volvió a cruzar. Lanzó un grito ronco. El sol se había puesto. El poeta, con paso tardo, se alejaba del montón de ruinas.
 Siguió pensando: "Mejor ha sido así. Si la hubiera despeñado aquella noche no habría sabido del veneno que tienen sus besos ni de las traiciones que encierra su alma. La he condenado a vivir una vida de abyección y miserias; a devorar su deslealtad cuando, en medio a los placeres, llegue el recuerdo a su oasis y me encuentra en él..."
 En medio de las sombras de la ya cerrada noche, el poeta montó en su coche y tomó por el camino rumbo a la aldea.

  Cuba y América, 6 de junio de 1908. Año XII, Vol. 27., núm. 2, p. 6.




 Alma bohemia

 Sigue, ¡oh, danzarina, tu danzar diabólico! Pasa, vuelve, gira ante mis ojos borrachos de ver tu cuerpo vertebrado serpentear bajo la bandera erizada de tu traje. Pasa, oh flor carnal maculada y divina, prolongando tu fiesta de elásticos sacudimientos. Despierta mi ardor a las saturnales bohemias. Baila como una peonza fantástica y revela a mis pupilas tus sugestiones hipnóticas de bacante.
 En la quietud lapidaria de este mi vivir aldeano, yo te esperaba, yo te había soñado, gaviota del ayer que –antes de hacer el nido en la arruga sáxea del acantil ribereño, viene a cruzar mi páramo de melancolía con el signo cabalístico de su vuelo. Tórnate incansable, sigue tu danza, que gusto del ágape de lo ido mientas sacudes tu cuerpo con temblores de rama herida. Tienes para mí el poder de la fascinación, porque me traes la vara mágica del deleite con tu menudo cuerpo de morenas turgencias, y en el rebullir de tu zambra el tirso jocundo de la evocación.
 Sigue, oh, danzarina, en tu danzar diabólico. Quiébrate en haces de luces, rómpete en miríadas de colores, multiplícate en líneas, espárcete en perfumes, y déjame acordar al tuyo mi clavicordio anémico para emprender viaje camino del Ensueño…
 Tú pasas palpitante como una miniatura viviente, exultándolo, iluminándolo todo. Tu presencia llena el escenario. Ennobleces –arma de blasón- su rojez semicircular terminada arriba en cúspide por medio de cuchillas segmentadas. Finges la más brilladora estrella entre las que constelan la blanca Media Luna de la Sublime Puerta que –al foro- abrese como una corola enigmática, como un gran ojo interrogante. Las lamparillas eléctricas arrojan sobre ti -rayos de oro viejo en aquel receptáculo revestido de sangre- la lluvia de sus lumbraradas.
 En medio del remolino llameante de las cortinas te detienes. Música y canto rompen de improviso. Y aquel bailable extraño, suave y ardiente, voluptuoso y nostálgico, sagrado y maligno, amante y triste, deslíase en ondas zigzagueando como la charladora cinta de un arroyo. Tú, a la atracción lógica, respondiste con el ritmo de tus carnes. Oh, yo te amé; te quise con adoración pagana, con todo mi sentimiento de artista, con todo mi anhelar de hombre, con toda mi exquisitez de poeta; porque me traías el verso, porque me traías la paleta, porque me traías el pámpano. Yo, desde lo hondo de mi ser, te decía, temeroso de que aquella hora de primavera fuese demasiado breve: Sigue, oh danzarina, tu danzar diabólico. Sigue, sigue, visión de mis tierras santas de peregrinaciones artísticas, sombras enviadas por los manes de Carlos Baudelaire y Julián del Casal –atormentados elucubradores que ponían su espíritu en oración sobre el cielo, la luz, las vírgenes, las flores y las ruinas del Oriente…
 Yo comprimí con mi ardiente mirada todo el manojo de tus encantos. Cuando la música se calló tú te quedaste en medio al proscenio –como cataléptica, hierática, estatuaria. Yo admiré tus crenchas endrinas, pegadas a las sienes por un ángulo áureo prendido de collares: besé tus ojos morenos, negros, largos como dos rayas de carbón –todo sombras en aquellos momentos porque estaban cerrados: apreté contra los míos tus labios breves, secos, morados; estrujé mis pálidas mejillas contras las bereberes tuyas, en donde bajo lo pardo de la piel (prodigio de aurora) nace el carmín negruzco, violado, de las cabezas berberiscas reproducidas en terracota. Aquella cabeza tuya era como un alto relieve egipcio animado por un soplo de vida. Tenía en su achamiento sensual, algo de Medusa, algo de un gigantesco mascarón de áspid.
 Luego cesó el silencio. La música y el canto ascendían como la llama lujuriosa de un lampadario erótico. Tú sonreíste. Entre tus dientes de albura de pulpa de coco, asomó la punta de tu lengua vibrátil, fina, ágil, en una mueca plebeya, mientras ejecutabas tu litúrgico, característico movimiento de nuca. Tu cuerpo entonces cayó en un frenesí nervioso, epiléptico, sombrío, feral. Sobre tu pecho trepidante, convulsionario, la luz daba saltos, finflanes, cabriolas, zambulléndose y flotando sobre el mar de lentejuelas de tu traje. Tus brazos, broncíneos, torcidos, flácido, hablaban, gemían, besaban, oprimían, torturaban… Era con algún esquivo con quien sostenían diálogo. Primero le llamaron, luego imploraron, más tarde juraron. Y cuando insuficientes a convertirse en dulcedumbre para atraerlo, todo el electricismo de sus músculos, todo el fuego de sus arterias corrió a las manos, esas manos tuyas, enanas, atezadas, infantiles, que saben de caricias y de perversidades. El ingrato se fue. Entonces, irguiéndose como las testas de dos serpentillas execradas, tiraron mordidas al aire a tiempo que rugían su dolor por la boca acerada de los crótalos, que comenzaron un himno metálico lleno de rabia y arrullos. Sigue, oh danzarina, tu danzar diabólico, sigue, sigue…
 Te acogió una especie de vértigo. Tu falta abierta circularmente en la fimbria, por el movimiento de la danza, era como una omnícroma campana. Dejaba al desnudo la arrogancia de tus piernas, pistilos gigantes, ínterin comprimía tu cintura con languidez de cortesana vencida. Ya era nada que te doblases como la guía de la caña de azúcar al embate del viento; que martirizaras tu comba, abatiéndola con furor, que te irguieses como un icono sobre la majestad de tus pies; que te enrocaras, como las culebras del Hermes, en torno a un eje intangible; que girases como una libélula ebria; que imitases la caída de un loto o la ascensión de un nube… Todo era inútil. Tu cuerpo contráctil ya no me decía nada. Tus saltos de pantera menos. Yo soñaba. Y tú, árabe, egipcia, india, persa o circasiana, pero cualesquiera que fueses siempre alma de seducción, habías abierto el arca de mis pobres memorias dormidas…
 En mi viaje al Ensueño divisé el Paraíso de Mahoma antes de caer en la quietud lacustre del Nirvana.
 No; no era una visión. La cicatriz angulosa que flagela tu rostro, bien me dice que eres una bailarina viviente, diabólica, maligna; que arrullas con tus crótalos; que atraes con el reverberar de tus collares y ajorcas, de tus arracadas y brazaletes; que sin deseos ofrendas al placer la sabiduría de tu experiencia, mientras arrancas el dulzor de la vida con tu verso bohemio, vagabundo, viajero y sin patria.
  
 Cuba y América, 30 de mayo 1908. Año XII, Vol. 26, Núm. 26, p. 4.

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