viernes, 14 de junio de 2019

Otras cuatro prosas de Regino Boti




 Ocaso
                                                                                   Para Ducazcal

 Un cuadrito de espacio, un cuadrito de espacio que me deja toda la luz y me trae toda la alegría de la vida. —Vagan olas de felicidad. —Hay el silencio de la muerte del día, esa música espirita que traduce el alma, bebiéndola del alma de las cosas inertes y dormidas. ¡Oh, voces arcanas!
 De la recóndita labor continua, la cabeza me pesa. —Caen las palabras sobre el papel como bendiciones de cansancio. —Un cuadrito de espacio, un cuadrito de espacio que se recorta entre aleros y sardineles de vetustas tejas enmohecidas, entre paredones y ramas. —Todo calla. —La tarde muere. —Las cigarras de mi patio, ¿porfían en sus salvas ásperas o lloran al día? Un pensamiento reacio en condensarse me tortura; busco eucaristías para el cerebro, alas para la imaginación, vigor para el estro. —Levanto la cabeza: en la altura hay estelas de aleteos de águilas y de luchas de cóndores. —Más ¿qué veo? Un prodigio, un lienzo apoteósico de figuras apocalípticas. Por el cuadrito de espacio se abre a mis ojos el dominio de un firmamento maravilloso. —Abandono la labor, sorprendido por esta súbita inspiración, y escribo.
 ¿Qué es? ¿Atrevimiento de coloración española a lo Goya, bizarrías del pincel de El Greco, cárdenos de Boticelli, deslumbramientos de Velázquez? Oh, no. Es un cielo mío, el compendio lumínico de tanto boceto nervioso arrancado a las tardes del trópico, entre la languidez del trabajo y el cansancio emotivo. 
 Es el resumen de todas las soñaciones de ponientes: sangrientos de Quisqueya y opalinos de Cuba.
 ¿Un ocaso hacia el Levante?... Es un reflejo vesperal lo que miro. —Si la imagen maravilla y deslumbra ¿cómo no será el original? Quiero morder la dicha suprema de no mirarlo. —Mirar el calco es una caricia voluptuosa; mirar el modelo sería una turbación, un dolor.
 Un cuadrito de espacio azul, azul profundo, sondable, infinito, que se deja atravesar por la mirada soñadora del artista, como las pupilas claras de mujeres rubias. —Y boga uno en ese ponto de idealidades arrastrado por el electricismo de los ojos.
Nubes multicolores pasean sus aguazas majestuosas y cambiantes como placas de una linterna de la gama; nubes poliformes sacuden la fanfarria de sus cimborrios, chapiteles y ábsides, ojivas y cariátides, festones y gárgolas. —Dominan todo el espacio.
 Hay un río, un río que corre entre las nubes. —Es un río mudo, silencioso, occiduo, de turbadoras amatistas: una franja azul presa entre edredones níveos. Las doradas nubes, de un oro blanco, seco, pálido, se tornan pensativas, sombrías; saltan al color salmón, tiran a ladrillo, a naranja claro; se embriagan en el cárdeno, pasan al negral, llegan al ceniza, y se estiran, se hacen débiles, mullidas; detrás de ellas veo algo impreciso. Las nubes se acometen, se desgarran, se confunden.
 Entonces llueven vellones, plumas de cisnes, hostias, pompones de algodón. Se hacen montículos emigradores. —Forman una nébula blanca: pétalos de rosas, de azucenas y camelias. —Un jardín de alburas. —Cae el gris, la nota glacial, la evocatriz de las neurosis: trémolo de plomo, vetas de ópalo, desgarraduras de cinabrios; filigranas de nácares. Todo se confunde. Ascienden penumbras. Los colores se dejan herir. Ruedan muertos. —Suben los tintes, broqueles en alto, y descoloran al viola triste, al rosa débil, al amarillo viejo. —Los ultra azules atacan; llegan los verdinegros y vencen, los brunos reinan. —Sigue el silencio. Las cigarras ¿cantan o ríen? Un cuadrito de espacio: todo es negro; la nublazón remeda las montañas de un mapa de relieve. Se va el detalle. —Las tejas vetustas se desdibujan en las sombras, las paredes se visten de fulgores fúnebres. —Nada se mueve. ¿Qué he visto? El reflejo de un crepúsculo. Ni celajes de Sorolla, ni grumos de Martínez Abades, ni manchones de Baixeras... No: he visto una apoteosis del pentagrama lumínico del trópico, un cielo mío, el compendio de todos los rubíes, zafiros y carbones, copos y pétalos, que brillan en los ardientes crepúsculos de Quisqueya, en los mortecinos de Cuba y en los fantasmagóricos de los océanos calmados. —Tienen de mis bocetos nerviosos, hijos de mi espíritu artista y visionario. Todo un mundo asomado a un cuadrito de espacio, a un cuadrito de espacio que me trajo toda la luz y me deja toda la dulcedumbre de la alegría del vivir. Las campanas dialogan. —El Ángelus, el Ángelus sube...

 Pieza inicial de “Prosas de la gama”, de Prosas emotivas, 1910. 

  

 Calcos

 Junto al dormido lago silencioso, el poeta, –reclinado en un tronco centenario– meditaba en sus amores fallidos y en sus esperanzas mortecinas.
 Cayeron las sombras como manojos de pesares. Y el sol muriente pintó rojos fulmíneos en las ondas apacibles, sobre las que navegan hojas muertes y blancas nenúfares.
 De uno de ellos, arrogante y pulcro, levantóse una pálida figura de virgen. Aquella aparición habló así:
 –Soy un hada hija de otro mundo y vengo hasta aquí en un coche de éter. Soy clarín en las mañanas. A mi llegada, los pájaros trinan, las flores se agitan, el lago se enriza en ondas de azules crisantemos, los lirios del fondo surgen al ras para saludarme. Yo río y canto, soy la alegría... 
 Tengo una varita mágica.
 Cuando con ella toco las semillas se deshacen las plantas. Mi beso enrojece las frutas y endulza el néctar de las flores. Me alimento con las lágrimas de la aurora, y doy mis lágrimas a las nubes. Irradio y seduzco; soy la vida, el placer y el canto.
 –Eres, tal vez, mi oculta, mi perseguida novia -le interrumpió el poeta.
 –No, dijo el hada. Soy tu obcecación y tu fatalismo. Me persigues y me loas… para entregarte a las incautas sombras. Soy blonda, nívea, violácea… Soy la Luz…
 Y el hada corrió hacia el poeta. Puso un beso un su boca febricitante. Y desapareció.
 Vino lentamente la noche quemando los postreros tintes crepusculares. Y el poeta se desposó con sus sombras amadas, saboreando todavía el encanto del beso rubio de la Luz.

 Cuba y América, 3 de septiembre 1908. Año XII, vol. 27, núm. 18, p. 7 




   Schubert

 ¿Versos? Yace empolvada mi vieja lira de cantor y bohemio. Descolgarla, ¿para qué? Mi canto, si ha de ser bien oído y bien amado, lo será por ti. Permite, pues, que te hable con el lenguaje de las confidencias y los juros, de las promesas y los pesares.
 Nace mi prosa para ti. Loto sagrado en la cripta de mi inconfesión de hombre, desdoble sus pétalos para enviarte el saludo de su perfume y el adiós de su agostamiento. Yo hubiera querido para ti mi estrofa doliente, mi estrofa nostálgica, en la que prendida al encaje de las palabras, opresas por el ritmo, fuera lo que es idealidad y es materia, lo que es contacto y lo que es ala, lo que es labio y lo que es beso.
 Más deja que te hable al oído. Deja que levante un sueño sobre el blasón de cada uno de tus encantos. Porque es mi ansia, de atraillarte a mí, yo quisiera desprender de tu belleza estatuaria misterio por misterio, fascinación por fascinación. Para que mi rima sea un joyero abracadabrante, yo quisiera penetrar en lo desconocido de la amatista-esmeralda que tienes por ojos: hurgar en la palpitación nacarina de la piel de tu garganta (domeñando la varonía de los cambiantes del iris); y llevarme el oriente carmesí de la herida de tu boca…
 ¿Para qué versos? Permite que la prosa surja; es la impronta que produce en tus oídos el rumor desacordado y rítmico de la fuente cantarina. Y es porque te estoy hablando confidencialmente; de alma a alma, sin coherencia y sin arte.
 ¿Sonríes? No te miento. Junto a ti, y mientras Schubert gime la exantropía de sus acordes en el turpial de tu garganta, yo leo en la amatista-esmeralda de tus ojos. Y en sus aguas esplendorosas veo surcar el batel de mis ensueños, bajo la gloria azul del cielo de tu patria; envolverse en la onda odorante de los rosales de tu agro nativo, y alejarse melancólicamente del adiós de un níveo pañuelo que –garza prisionero– se agita en la diestra de una huertana, de una chesa apasionada y sensible.
  ¡Schubert! La serenata ondula en el cordaje del piano, tiembla como una mariposa herida en el nido de tu garganta; tus negras pupilas deslumbran bajo el palio de tus párpados confusos; la emoción del canto pone un ligero erectrismo en tu piel; yo sueño…
 ¿Para qué el verso? ¿Para qué la estrofa, si te hablo en el lenguaje de la confidencia y el juro, con la voz de lo que es contacto y lo que es alma, de lo que es celaje y lo que es flor?...

 El Pensil, 15 de diciembre 1910. Año II, Época II, núm. 24. p. 246.



 En la hora del crepúsculo

 La mente loca, la mano rígida, la pluma inmóvil…
 ¿En qué pienso? ¿Pienso, acaso? ¿Esta vacuidad del saber, esta agonía del sentir, qué son? Algo parecido al estado anímico indefinible que me aplasta debe sentir la caravana cuando el simoun bate, brama, y corre sepultándolo todo con la arena que levanta.
 Un nombre de mujer pasa por mi memoria, tan borrosamente que no es nada definido –ni la evocación precisa de una hermosa amada, perdida en la balumba de la existencia, ni la rememoración de un motivo sentimental o estético, de alcoba.
 Un nombre de mujer!... No me recuerda nada. Una confusión de letras y sílabas que me provoca otra de cuerpos y rostros, de altiveces y bondades, de lascivias y celos. Más ¡ay!, todo, todo para siempre en la lejanía del pasado. Sí; quiero el olvido. La memoria es una lobezna que hurga en los escondrijos del corazón, y muerde y tritura los joyeles del vicio o del placer por allí tirados. Y luego huye, dejándonos –ebrios de dolor- tormentoso el cerebro, como si la armazón de nuestro cuerpo fuera un osario que se derrumbara, y rompiese en cantos dantescos con el estrépito de sus huesos queridos.
 Y esta llamada facultad de sentir nuestros recuerdos, de ensoberbecerse y de jugar al prohibido con los cubiletes de nuestros sentimientos, constituye en el hombre un rasgo que le singulariza entre los brutos. Cuánto mejor no sería la bestialidad absoluta; caer en ese lago, grande, sombrío, in-ondulado, de la animalidad, del que surgió nuestro generador ancestral, y morder la hierba del prado, o la carne de la presa humeante; vivir en la selva cobrando cara la vida, o en la cueva, entregándola sumisa a otro ser superior, que no se llamara hombre ni tuviese su figura corporal.
 Caquexia, terrible tisis intelectual que no me dices claramente un nombre: memoria estúpida que no reconstruyes el pretérito; corazón nervioso que no sientes lo que sentiste ayer, qué irrisorio y pueril es vuestro orgullo. Ahora, que mi voluntad batallar por vivir un segundo en lo que fue ser de mi propio ser, permanecéis inmóviles, como queda estática la roca ultrajada por el bofetón del oleaje. Bien ponéis al desnudo mi crasa imperfección, y me hacéis romper en carcajada dolorosa ante mi aristocrática animalidad roñosamente barnizada de lo sublime en el carnaval de lo que llamamos civilización…
 Las sombras invaden mi cuarto. Levanto lentamente la pluma.

  El Pensil, 31 de agosto 1910. Época II, Año II, núm. 17, p. 197.

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