lunes, 10 de junio de 2019

Academia de Santa Cecilia y Sociedad Filarmónica



 Teodoro Guerrero

 A los cuatro días de mi llegada a la Habana, asistí a la sociedad nombrada Academia de Santa Cecilia, que dirigía y dirige el señor González; había concierto, y fui conociendo a los dilletanti de la Habana; tuve el gusto de oír a la señorita Saint-Maxent, cuya voz me encantó: mis conocimientos filarmónicos son limitadísimos, pero su voz dulce, simpática y afinada, unida a una figura aérea y graciosa, me atrajeron a ella; cuando la hablé me interesó más; una escogida educación, talento y amabilidad son dotes que resaltan en esta señorita; aún recuerdo las muchas veces que en su casa cantaba por complacer a la buena amistad que yo le profesaba. La bella señorita Donesleves empezaba entonces, y las esperanzas de su maestro no han salido defraudadas, pues hoy posee una voz exquisita, y es oída siempre con placer. Aquella noche entre otros, cantaron los señores Pastorino y Torrontegui; el primero luce una hermosa voz de bajo, y el segundo de tenor.
 Al final se presentó por primera vez el joven García de la Huerta a leer una poesía, que acompañó al piano el director. Esta unión de la música y la poesía, que con tanto éxito había inaugurado en Madrid el señor Madrazo, se le dio allí el antiguo nombre de las melopeas de los griegos, y no agradó menos, pues el público la hizo repetir. Después de concluido el concierto, se procedió al baile, que es el furor de la Habana: mis paisanos le quieren con delirio y mueren bailando. Las danzas no imitan a ningún baile, por un movimiento y una música particulares, dulcísimos, que son propios del país, he visto bailar en España las danzas, y cualquier americano las desconocería, pues pierden toda su poesía. Este baile parece que fue de origen inglés: de allí se trasplantó a España antiguamente, y hoy es peculiar dé algunos puntos de América, pero the country-dance inglés, la contradanza española, y la danza cubana, aunque iguales, en nada se parecen; cada país les da su sello particular. El señor González me nombró socio de mérito de su Academia por un rasgo de cortesía: esta distinción fue muy honrosa para que yo la olvide.
 Más tarde entré de socio en el Liceo; está montado bajo buen pie, pero no puedo conformarme con ciertos artículos de su reglamento, y si extenderme pudiera, mucho hablaría del particular, pero es ya mi trabajo demasiado para una reseña. La sección dramática cuenta con aficionados muy regulares. La de música es lo mejor del instituto; el señor Miró la dirige, y algunas óperas que se han cantado en el Liceo durante mi permanencia en la Habana, han tenido mejor interpretación de la que pedía esperarse. La señora Deville (hoy esposa de Miró) es una aficionada, a quien puede dársele el nombre de profesora; con buenos modelos, recogería gran cosecha de laureles, y llegaría a ser buena prima: reúne una figura hermosa para la escena. En el Liceo he escuchado a la señorita Martínez, que mereció justamente el nombre de sinsonte (pájaro cubano), a la señorita Cirartegui, con buena voz para conciertos de salón, a la señorita Arredondo, a los señores Téllez, Hiera, Casque y oíros que comprenden lo que cantan. La sección de literatura es la más descuidada; casi se la cree indiferente. 
 Además del Liceo y Santa Cecilia asistí a la Sociedad Filarmónica, que la forma la aristocracia; sus tertulias son semanales, pero no están siempre concurridas: toman parte en sus funciones algunos de los que ya he nombrado y otros jóvenes de familias muy conocidas.
 El teatro de Tacón es un edificio magnifico, que puede envidiarlo cualquiera ciudad de España: su fachada no revela lo que es por dentro, y el único defecto que le encuentro en su construcción, es el mal tornavoz; los ecos del actor se pierden muchas veces, mientras que se oye al perro que ladra fuera, al sereno que canta la hora, ó el ruido de los carruajes. En el tiempo que he pasado en la Habana, este soberbio edificio se asemejaba a un espléndido jarrón de china con flores marchitas, pues no ha presentado más que una compañía dramática muy inferior en su totalidad, y a los campanólogos; es verdad que el empresario es hombre inepto para semejante cargo, y no busca lo mejor, cuando sabe que allí se paga.
 El teatro Principal, aunque pequeño, es de buena construcción y muy armónico; la compañía de ópera que dio algunas funciones, valía poco, y en la Habana, acostumbrados a buenos cantantes, y aficionados en extremo a la música, no se contentan con medianías.
 Hay un teatro de segundo orden, llamado del Diorama, que solo se abre ya para algún prestidigitador u otra novedad de esta clase, y a pesar de la ilustración del país, acuden a él, como sucede en todas las ciudades del mundo.
 En el pueblo de Regla hay construida una parodia de plaza de toros, donde se lidian vacas, por toreros muy inferiores. En el otoño de 1845 trabajó la cuadrilla mejicana de Gaviño, que llamó la atención de los aficionados.
 Todas las noches después de las ocho, asiste la música de un regimiento a la Plaza de armas, y concurre la gente a la retreta; las jóvenes, sin apearse de sus quitrines, con el fuelle echado, disfrutan de la música, conversando con los mancebos de su amistad, que se mantienen al estribo. Los días del santo de la reina o del capitán general asisten dobles músicas, con hachones, y permanecen más tiempo, porque entonces tiene la categoría de serenata.
 Hay días y épocas en el año que son notables en la Habana, pero se distingue entre todos, la fiesta de los Reyes; este es un día infernal, de una gritería salvaje, y seguramente que un europeo trasladado a mi patria, si acertara a pisarla en el día de Reyes creería que estibamos por conquistar. Es el día de libertad y de goces que se le permite a los negros: se reúnen los de una misma nación y disfrazados de la manera más ridícula, pintados el cuerpo y la cabeza, se cuelgan cuantos trapos encuentran, y van por las calles pidiendo, bailando y dando gritos al son del tango como en su tierra; por la tarde, se retinen en sus cabildos, y saltan gesticulando, hasta que llega la noche; se retiran entonces muertos de fatiga, pero contentos, porque es su día.
 El carnaval también aparece en la Habana con su careta y su animación, pero empieza muy tarde; en cambio, lo que no parece creíble, casi toda la cuaresma se dan bailes, pues nunca falla un objeto piadoso que sirva de estímulo para consagrar tributo al entusiasmo pedestre. Los bailes del Gran teatro de Tacón valen poca, a pesar de que el local es a propósito por su magnitud y comodidad: asisten pocas familias de tono, y estas ocupan los palcos, sin bajar al salón, porque se deja entrar a mucha gente inferior. En los dos carnavales que he pasado en la Habana, los bailes de la Filarmónica y Santa Cecilia han sido los más escogidos. Aquel es un país donde hay muchas intrigas particulares, porque no puede menos de suceder así, donde no hay cuestiones palpitantes, cuestiones políticas que distraigan: así es que las intrigas se divulgan, porque lodos se conocen, porque cada cual no se ocupa más que del prójimo, porque en la Habana se vive en la calle, por la construcción de las casas. En los bailes de máscaras no hay furor por disfrazarse, y son en mayor número las señoras que van desala: esto roba mucha franqueza.
 Las noches de baile en el teatro de Tacón, presenta la Alameda de Isabel II, un cuadro sumamente animado: multitud de gente que va y viene, embromando a cuantos pasan, merced a la careta, y negros que vocean desde sus mesones ambulantes, para pregonar el ponche de leche, avellanas dulces, etc. El café de Escauriza, a pesar de su espacioso local, rebosa de personas ansiosas del bullicio de estas noches; este café no tiene rival en Madrid. El servicio es de lujo, y despacha mucha agua de soda.
 La Semana Santa es acaso la época que más se desea; las fiestas de iglesia están muy concurridas; el jueves y viernes santo no pueden salir los carruajes, y estos son los dos únicos días del año que se ve a las habaneras a pie, con traje de color el jueves, y negro el viernes; el aspecto de la Habana es otro: contrasta el silencio que produce la falta de los quitrines, volantes, carretillas, hasta los infernales carretones, con la bulla y animación que presta la multitud de personas reunidas que van de iglesia en iglesia, o a sus visitas. Por la noche, cuatro músicas ocupan los cuatro puentes de la Plaza de armas; el paseo es delicioso, y se asemeja la Habana a una capital de Europa.

 “Un año en La Habana” (fragmento), Semanario pintoresco español, 1847, pp. 41-44.

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