Rolando Sánchez Mejías
Imaginar
la República de las Letras fuera de la Historia, o dentro de la Historia, pero
intocada, sería perseverar en una mala abstracción que casi toda la poesía
moderna intenta borrar.
Otra
ficción ha sido vincular la letra, inextricable e irreversiblemente, a la
tragedia de la Historia, de donde
tomaría formas expresas del dolor.
Las
tentativas del retiro espiritual aún son posibles, siempre que uno sepa que se
retira hacia el silencio mortificante de las palabras, heridas en la
virtualidad que esperó lanzarlas hacia el infinito, ya sea en nombre de Dios,
ya sea en nombre de alguna Máquina liberadora de Absoluto, ya sea en nombre de
la Revolución.
Un
escritor, para sobrevivir como escritor, necesita representar un papel en la
República de las Letras: y así arma su escenario, que incluye el desencuentro,
el equívoco, la batalla.
Pensar
a Orígenes es situar a Orígenes en un escenario: ya sabemos los vaivenes que ha
necesitado sufrir Orígenes, en manos de la política, en manos de la República
de las Letras, para cumplir su confirmación.
La relación de un escritor con Orígenes es la
relación típica que un escritor inventa, o que un escritor está forzado a tener
con los fantasmas que recorren su escritura. Así, habría que tratar de pensar a
Orígenes en el olvido, en acto de duelo, o con la prudencia con que alguien
aleja sus fantasmas.
Decía
Macedonio Fernández que al español, o se le mata o no queda ningún modo de
impedir ser salvados por él. Diría lo mismo de algunos escritores de Orígenes,
como diría lo mismo de Cortázar y de Borges, y de la escritura de los
contemporáneos que sobreviven con la persistencia fantasmal propia de un contemporáneo.
Pero
“olvidar” a Orígenes es aceptar que existen los orígenes, y como últimamente
últimamente hay una lucha feroz contra la metafísica del origen, olvidar es no
abolir totalmente la diferencia, firmando un pacto con el tiempo.
Y
antes de señalar, de golpe, cuál ha sido la vocación de una parte de mi
generación por Orígenes, creo que habría que separar la política mundanal de este grupo de su
política escritural, aun sabiendo la complicidad de ambas políticas. Pero creo
que un escritor debía de separarlas, aunque fuese tácticamente, porque si no
caeríamos en ese error tan típico de inventarle no sé qué destino sagrado o
trágico a sus escritores, midiéndolos por sus vidas y no por sus escrituras. El
error inverso ha sido encontrarles a los libros su explicación directa en la
locura o en las perversiones de los hombres que los escriben.
La
significación de Orígenes es la significación que han podido tener algunas de sus escrituras: la posibilidad de
contar con un imaginario complejo, de una apertura o conexión entre distintos
órdenes de la vida, o lo que es lo mismo: un concepto de Ficción en el orden
del Absoluto.
Aquel
que conozca de cerca la larga y sólida tradición de realismos de la literatura
cubana -realismo que hoy se disfraza preferentemente en las formas del folclor,
formas que las editoriales europeas, y sobre todo las españolas alientan con
fervor lascivo-, sabe de qué estamos
hablando al enfatizar la importancia de una Ficción en el orden del Absoluto, aun con
la cantidad peligrosa de metafísica que pueda contener dicha expresión.
En
un país donde el Estado ha alentado una política cultural de escritores
artesanos cuyo realismo es peor que el realismo socialista porque se enmascara
detrás de los supuestos eternos de la literatura, cualquier fuga de la
escritura y cualquier posibilidad de “pensar” escribiendo ha sido mirada desde
la incredulidad, la incomprensión o la suspicacia, incluso por el propio gremio
intelectual cubano, hoy inseparable del Estado.
Aunque
los políticos cubanos no sean buenos lectores -pues un político tiene la necesidad
de efectuar "malas
lecturas" para hacer su labor con la realidad-, poseen el olfato capaz de
intuir lo que se encuentra en las
mayúsculas de Ficción Absoluta. Por eso los políticos no soportan la idea de
una República de las Letras. Los políticos cubanos intuyen que Orígenes generó
algunas mayúsculas trascendentalistas, y
una nostalgia del “origen”, y un énfasis de la resurrección histórica, que
pueden emplearse en situaciones concretas de la política.
Nunca
hubo una escritura tan hermética o difícil que no haya podido ser
"leída" por los imaginarios de
la política. Nunca hubo Ficción Absoluta -ni siquiera la de Mallarmé- que no
haya sido objeto de una intervención
anticipatoria en nombre de "lo real".
La
otra lección de Orígenes, derivada de su sentido total de la ficción, es la
idea del Libro: del Libro como vastedad,
como metáfora que encarna el mundo.
Antes
de Orígenes no contábamos con dicha tradición. La tradición cubana del libro es
bastante mojigata, pues una tradición de realismos nunca supone que un libro
pueda ser algo más que algún simple mecanismo de paginación que tiene su doble
en la realidad. Los realismos identifican la escritura con un sistema homogéneo
de signos que tienen exacta correspondencia en un lugar bien delimitado con el rótulo REALIDAD. Y
operan con esos signos como operaría un dentista o un cirujano con sus
materiales de trabajo: extirpándolos, desechándolos, sustituyéndolos.
Es
una tradición, en el mejor de los casos, del mot juste, que no encuentra otra
opción para el pensamiento que un movimiento de la justicia de sus signos, de
la justicia y de la "verdad" de sus signos. Y la mayoría de los
escritores de Orígenes no operó con esta noción del lenguaje, pues hicieron de
éste una extensión de sus cuerpos; y esa noción abierta de la escritura -a la
vez moderna y romántica- tiene una importancia tremenda para escritores que
quieren tener con las palabras una relación orgánica.
Muchas
páginas de Virgilio Piñera y de Lezama Lima dan la impresión de no estar bien
escritas, de que el escritor pudo haber hecho un esfuerzo suplementario. Y es
que sus palabras buscaban una suerte de zoographiqué, de escritura o de huella
de sus cuerpos.
Es
como si esas escrituras nos hubieran dejado una materia protoplasmática desde
la cual es posible continuar escribiendo. No me refiero a la idea de un Gran
Texto o de un Libro Primordial que Orígenes pudo escribir o que si no llegó a
escribirlo enteramente hoy podríamos completarlo, como refieren algunos
exasperados defensores de la grandilocuencia origenista en Cuba, que
oponen al “realismo artesanal” una
lírica redentora. Me refiero a los fragmentos que uno podría articular, de las
singularidades que uno podría aprehender
en relación activa con dichas
escrituras.
Si
algo hay que reprocharles a los escritores de Orígenes es no haber torcido más
todavía su idea de la escritura y su idea del
libro: algo los mantuvo en el círculo mágico de una metafísica del libro. Tal vez dudaron demasiado de la vanguardia, de una dinámica
de la escritura más abierta a los espacios y los márgenes. No digo que tuvieran que reproducir
"las puntuales reacciones nerviosas propias de los literatos" (W.
Benjamín). Pienso mejor en las posibilidades que vio Lezama en el coup de dés
de Mallarmé, posibilidades que Lezama no supo o no le interesó articular a la
dinámica abierta de los espacios modernos.
Otro
principio vital de Orígenes fue la lectura como res extensa del escritor.
Quizás aquí radique la extraña
contemporaneidad de Orígenes: un sentido del mundo y de la experiencia del
mundo cifrados en la lectura y no en el Gran Viaje Moderno o en las aventuras y
avatares físicos del cuerpo. Lezama fue un inusual explorador de bibliotecas. A
través de las lecturas movilizó zonas completas de la cultura y las hizo mutar
en condensaciones regidas por la imagen. A diferencia de Pound o de Eliot, Lezama no parece trabajar
con las ruinas de la Historia. Lezama está más cerca de Walter Benjamín: ambos
esperaban que desde algún punto de la Historia brotaría una fulguración redentora de toda la extensión
del tiempo. Si hay una sublimidad lezamiana, habría que encontrarla en la dificultad de avanzar
en una dirección resistente y no en una extensión donde el metafísico pondría
en juego el "poema de la mente".
Y
vamos a detenernos un momento, porque creoque aquí radica uno de los problemas
actuales que un poeta debe resolver si
sabe que cuenta con extensiones de distinta naturaleza: una extensión que se puebla al paso de una imagen
lanzada en pos de la resurrección, o una
extensión como prolongación de la mente.
Hay poetas que deciden la no existencia de extensiones tan sublimes. Pero son poetas que, por lo
general, contraen con el mundo una relación pacífica. La Modernidad literaria produjo topografías teratológicas,
pues lo moderno tal vez sea una paradoja temporal y no un corte preciso del
tiempo: paradoja resultante de vectores de naturaleza diferente y hasta
contradictoria. Lezama es una rara mezcla de Santo Tomás con Nietzsche con Lao
Tse.
Para
alguien cuya experiencia vital completa haya coincidido con la experiencia
política de modernidad perversa que ha sido Cuba, para alguien cuya experiencia
vital haya sido decidida a favor del
animal político a que han sido reducidos los hombres de este país, sabrá lo
problemático de aceptar que su tiempo es
la encarnación suprema de una imagen. Aquello que para Lezama y para Vitier fue un corte o fulminación o
consecución de la Historia, fue para otros hombres el dolor de la historia en sus propios
cuerpos. Lo que para ellos fue la cifra alquímica de la Historia, fue para
otros la marca secreta y a la vez impúdica de la violencia de la historia en
sus cuerpos.
Las
empresas poéticas rara vez llegan a tiempo.
Es
curioso como aún en las formas supremas del dolor poético no hay palabras que
rediman el dolor de la realidad que miden: las intensas palabras de Paul Celan
están muy lejos de los hornos crematorios. Incluso si esas palabras bastaran
para revivir todos los muertos, no alcanzarían a borrar el horror que circuló entre ellas en
nombre de la Historia --esa misma Historia que les concedió la forma de Poesía. Por eso toda
extensión poética se vuelve sospechosa. Toda imagen avanzando por una extensión debe sentirse
amenazada por los huecos negros de la Historia. Y toda mente fajada con una
extensión vacía debe saber reconocer en la blancura una posibilidad del horror.
Soy
consciente del nihilismo que hay detrás de estas palabras.
También
de la metafísica que se revela en ellas. Pero me es difícil entender que las
palabras provengan de Dios o de alguna fuente oculta o de algún conjuro de
hombres pobres, como a veces quiso Orígenes.
No
obstante, supimos, con Orígenes, que había un Reino de la Poesía. Un Reino que
empezamos a olvidar cuando supimos que
ni ellos ni nosotros habíamos llegado a tiempo: ni para el ceremonial, ni para
la crítica del ceremonial.
Recuerdo
los años en que los paseos y contemplaciones por las ciudades y paisajes de la
isla tenían la consistencia del eterno
retorno. Era un tiempo de los orígenes donde todos nos sabíamos de vuelta por el poder de las
palabras: las imágenes encarnaban donde quiera: en las ruinas civiles, en los
espacios muertos y sin nombre, en los soles que declinaban con el espanto de la
identidad perpetua. Un buen día uno comprende que las palabras no son tan
poderosas como para emprender el camino
de vuelta: entonces uno se imagina en un claro del bosque descifrando no se sabe qué pasado donde uno intenta
comprender por qué las palabras no son tan poderosas como para emprender el
camino de vuelta: entonces uno comienza a borrar sus propias huellas, Y cuando
termina, hace mutis por el foro.
(1) Intervención
leída en el Coloquio sobre Orígenes -Casa de las Américas, Octubre, 1994- en
una mesa redonda cuyo tema central fue "Orígenes y su influencia en los
nuevos escritores".
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