José Lezama Lima
Su padre, un "diplomático de
carrera",
como él decía para diferenciarse
del aluvión de disfrazados politicians,
cierto que con una clásica displicencia
modesta.
Fue al Brasil,
allí donde una nuez es igual que un coco
y las mortinha se baña en una playa.
Pensaba sin remisión en los galanteos
de Talleyrand y en las condecoraciones
de Mtternich, con bigotes escarchados
y sentado siempre al centro de la mesa.
Allí se casó con una brasileña,
de una familia que había sido protectora
del Aleijadinho.
Murió él muy joven y dejó una hija de siete
años.
Después el padrastro fue embajador en
Suecia,
recordaba ella que había vivido en una casa
toda rodeada de ventanales
donde la nieve resbala muy despacio
atrapando a la mosca verde.
Después estudiaría en un sombrío internado
del Sacré-Couer.
Cuando la sorprendieron con un libro de
Musset
con discreta sorpresa recibió la noticia de
su expulsión.
Y su madre lloraba delante de una monja
inexorable, cubierta con una llameante
máscara de hierro.
La "petit Louise" lanzaba sus
ojos más allá de la ventana,
donde una abeja rosada vibraba
pesando menos que el aire,
apoyándose en la cabecita de una jirafa
muy lejana, tan lejana que no oía que le
preguntaban
por su salud o por sus alfileres.
Pasaron después a Viena,
eran los días del
estreno del Tercer
Hombre
y las alcantarillas estaban musicalizadas
por Mozart,
mientras el gato nos reconocía
por los cordones de los zapatos.
La "petit Louise" estudiaba el
bachillerato,
desde luego en un colegio
de catorce sílabas racinianas.
Su madre le daba vueltas a los dedos,
se los cortaba con una tijera de plata,
cera blanda se los volvía a poner,
como sifuera a esgrimir el espadín
de la reina del siglo XVIII.
Un médico siquiatra, joven analista,
no exageradamente remilgado, no muy
presuntuoso,
se había enamorado de la muchacha
que se escondía de las sillas
y preguntaba ¿dónde estoy?
Entonces se sintió transparente,
no se podía tocar,
ni miraba sonriéndose la gran puerta rococó
del colegio.
Le dijo a su madre
que le diera una escoba para barrer
esa piedra que ella había puesto
al lado de su cama.
Así tuvo la primera visión de la muerte,
un estuche de ébano,
con un estilete secreto.
Sentía frío la muchacha y quería temblar,
pero no podía y el miedo no avanzaba en sus
brazos.
Sentía frío y enseñaba los pechos.
Si alguien le decía
a su madre que era brasileña,
le enseñaba sus modelos de Christian Dior
y extremaba sus finales de frase.
Quería pronunciar como una flor de Renoir,
o un desnudo de Manet,
o aquellas músicas de Ravel
que no tenían nada de jazz.
Pero sus ojos eran negros,
como quien mira a una playa
y despertaba cantando
las carnavaladas que de niña
le había oído a su vieja cocinera.
Cuando estaba a solas
y se miraba frente al espejo,
se ponía un gran lazo rojo,
como una mariposa de Pernambuco
posada en sus cabellos.
Se creía más francesa que Madame Du
Deffand,
la traductora de Newton,
la amiga de Voltaire.
La "petit Louise" fue a Londres,
sus chimeneas como un dedo dorado,
cortado en trozos apilados.
Los pelirrojos la hacían reír,
como si viera un gato rosado
o una cucharilla de azúcar
que entrase por la nariz.
La delicadeza de Shelley
se había debilitado en muchachos
lánguidos y ágiles como las gacelas.
Allí conoció un autor de teatro,
cubano con seis años de España.
Le mostró a la francesita
la segunda naturaleza, el combate
de los espejos con sus flotas
llenas de banderas y saludos
matinales. Las flotas chocaban
rompiendo el espejo.
Los personajes saltaban de las lunetas
al centro del proscenio,
todos se conocían después del asesinato
de Julio César, pero no se saludaban
para no despertar, dormidos
se daban las manos,
como si las hundieran en una piscina
y comenzaran a nadar.
Él la hizo
cubana
y fueron a
Pinar del Río
a dormir
sobre la blandura
carnal de
las hojas de tabaco.
Era una
carne universal
que la
llevó de nuevo a Francia.
En una
excursión al valle pinareño
vio un
colibrí muerto de éxtasis.
Su piquillo
se hundía en el azucarado polen
y parecía
más vivo y coloreado
cuanto más
muerto.
Allí
aprendió la "petit Louise"
que la
muerte es un éxtasis,
que la vida
consiste en dormir
envuelta en
la carne de las hojas de tabaco,
en la
evaporación universal.
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