domingo, 11 de mayo de 2014

Un día de Reafirmación Revolucionaria





  Heberto Padilla 


 ¡He esperado hasta medianoche para hacer el recuento de las horas que estuve participando en los actos de este dos de Enero! Desde las seis de la tarde hasta las doce de la noche, fui parte de ese pueblo que, desde el amanecer, se echó a las calles con renovado entusiasmo y jadeante alegría. Observé, caminé, conversé con los cubanos más disímiles; anduve horas enteras de un sitio a otro, siguiendo el desfile como espectador más y puedo afirmar que el espectáculo de nuestros milicianos y nuestro ejército rebelde, marchando unidos por las calles principales de La Habana ha sido uno de los hechos más conmovedores de nuestra historia; no sólo por lo que ello entraña de unidad, de conjunción feliz de fuerzas populares, sino por el noble ejemplo que se desprendía de aquellos jóvenes que marchaban identificados con el mismo destino cubanos, con igual conciencia revolucionaria.
 Yo estuve seis horas cubriendo, como solemos decir en el lenguaje de las redacciones, la información para este número especial; pero desde temprano, por mi propia cuenta, salí a recorrer nuestras calles, a convencerme con mis propios ojos de que dos años cumplidos de revolución no han menguado en ninguna medida el tesón revolucionario de nuestro pueblo ni la firme decisión de lucha.
 Y eso será cada día más significativo, pues que ofrece la medida de nuestra madurez. ¿Qué diferente la concentración popular de este dos de Enero de aquellas en los días oscuros en que la politiquería repugnante se desplazaba engañando y traicionando al pueblo! ¡Y qué distintas, al mismo tiempo, las reacciones esperanzadas de estos rostros de ahora comparados con la sorda preocupación de aquéllos que contemplaban la burla y el escario con impotente angustia!
 Inevitablemente, mientras caminaba entre los hombres, muchas veces pensé en aquellos años, cuando nuestra generación se desgarraba en la búsqueda de una suerte, de zona secreta milagrosa que fuera capaz de construirnos un estado de fe. ¿Eran los años en que nos parecía un sueño la posibilidad de vernos libres y lucía patético e ingenuo aquel desesperado sentimiento de nación que nos alentaba desde el fondo de nuestra historia!


 Esa voluntad, esa fuerza ostensible están expresadas en este dos de Enero. Nuestra Revolución entra en su tercer año. Contra el vaticinio de los imperialistas y los traidores, la Revolución se ha afincado definitivamente. Las viejas aseveraciones que daban de nuestras gentes una estampa frívola, capaz de ceder al influjo del mejor postor, se han derrumbado ante la realidad de una conciencia revolucionaria cada día más alerta y más lúcida, y de una pasión y un amor impares. Y qué hermoso fue poder comprobar, entre cubanos, este sentimiento de adhesión. A las seis de la tarde, cuando penetré entre los cientos de espectadores; a las siete, cuando recorría los alrededores de la plaza cívica; a las ocho y media, cuando ya había comenzado a hablar Fidel; a las diez, cuando más vehemente se hacía su palabra; a cualquier hora que se pasara, podían percibirse idéntico fervor, idéntica alegría. Era, verdaderamente, una fiesta del pueblo, en familia grande, donde todos parecían conocerse, donde todos hablaban, se confiaban comentarios francos, directos; donde cada uno se daba ánimos para la lucha. Ninguna conversación ha sido para mí tan valiosa como la que sostuve con los hombres y mujeres y niños que contemplaban el desfile de hoy. Nunca he escuchado convicciones más firmes, comentarios más atinados ni más justos. En ninguno de ellos encontré vacilaciones o dudas; de labios de ninguno salieron palabras de temor ante las amenazas de los imperialistas. Una tranquila resolución los identificaba a todos; una confianza en su fuerza, una absoluta fe en la Revolución y en sus líderes.
 Mientras Fidel hablaba, yo observaba los rostros de los allí presentes. Eran rostros atentos que acogían, medían y consideraban cada una de sus palabras. Ni un sólo murmullo se agitaba entre los miles de personas que le escuchaban en la Plaza Cívica. Después, cuando Pablo Neruda y Nicolás Guillén leyeron sus poemas, aquellos rostros cambiaron, se iluminaron súbitamente; reflejaban la emoción de los versos hasta los más recónditos matices.
 A la diez y media, cuando Fidel terminó su discurso de tres horas, el pueblo se movió apenas del lugar en que estaba. Sólo cuando no quedó nadie en la tribuna, y ya no podían contemplar a sus líderes, empezaron a dispersarse sencillamente. Yo les vi alejarse en grupos; a veces de a ocho, de cinco, de tres o cuatro personas. Les vi y oí comentar las palabras de Fidel. Lo hacían con precisión y profundidad. Hablaban del peligro de la invasión yanqui como quien conversa de la próxima lucha, sin ningún alarde, pero con determinación y valentía.
 Estuve cerca de la tribuna hasta que sólo quedaron unos cuantos policías y milicianos y comenzó el tránsito normal. Por la plaza desierta, antes febril y activa, comenzaba nuevamente la vida de trabajo de un pueblo que reunido en un acto de confirmación revolucionaria, lanzaba al mundo su advertencia conmovedora y definitiva: ¡Patria o Muerte!

 Lunes de Revolución, no. 89, 4 de enero de 1961, pp. 31-33.
 

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