Antón Arrufat
Me despiertan a las siete y media los ruidos
del barrio, los preparativos, un batallón de milicianos que pasa por mi calle.
Bajo; llevo mi libreta de apuntes. REVOLUCIÓN me ha encomendado una crónica de
los actos de este día. Ya estoy en la calle. Me sorprende el sol, la claridad
poderosa de la mañana. Están lejos los días grises de nuestro indigente
invierno. Hace calor. Observo todo lo que sucede a mi alrededor. Hay banderas
en los balcones; pasan hombres, mujeres y niños con banderitas, con sombreros
de yarey, milicianos que van camino de incorporarse a su batallón. El escuadrón
de milicianos que me despertó se aleja por la calle; se escucha el sonido
marcial y enérgico de las botas en el asfalto. Voy hasta la esquina para tomar
la guagua. Pasan llenas, la gente canta el himno del 26 de Julio y golpea la
carrocería con las manos.
Se siente el ambiente de un pueblo que ha
tomado conciencia de lo que debe hacerse y cómo debe hacerse y lo lleva a cabo
impecablemente, como cuando nos hemos decidido de veras. Un miliciano cruza la
calle, y el público que espera la guagua lo aplaude. El dueño de la quincalla,
que lo conoce del barrio, le grita: "Viva el miliciano de Fidel".
El muchacho está un poco amoscado, y no sabe
qué hacer. Se va en la primera guagua, en la 43, rumbo a la Plaza Cívica. Dos
mujeres no pueden montar. Una gorda con un pañuelo en la cabeza le dice a la
otra que pueden ir a pie. La otra no está muy decidida, pero al fin echan a
andar las dos juntas. Debo advertir que estoy parado en Neptuno y Soledad, y
que puede hacerse la travesía hasta la Plaza Cívica sin que uno llegue
extenuado. Me pongo a pensar que bajo esta luz, detrás de esta animación
decidida del pueblo cubano, está la muerte agazapada, esperando. Nadie puede olvidar la inminencia de un ataque, de una invasión. Así se le ha advertido al
pueblo. El día 31 de diciembre, la última noche del año, se sentía en La Habana
esa emoción angustiosa del que se agarra a lo único que tiene para salvarse.
Nunca pasamos un fin de año tan amenazados por la muerte, con la experiencia de
que estaba cerca de nuestras playas. Creo que todo el pueblo cubano experimentó
esa situación que han llamado una "situación límite". Delante estaba
la fiesta, el afán de divertirse, de ser feliz, y detrás las amenazas de un
bombardeo, las sirenas de alarma, la ciudad apagada, la falta de agua y
alimentos, y tantas cosas que los cubanos nos dimos a pensar en aquellos
momentos. Pero, sin embargo, sé que ahora todo es distinto, el cubano en estos
momentos, siente que su destino como pueblo, y por tanto, que el destino
individual de cada uno está amenazado de exterminio. Y se dispone a defenderlo,
y va a escuchar la palabra de Fidel, y desfila o empuña el fusil, o está
dispuesto, como me dijo una negra en la Plaza Cívica, a prestar los primeros
auxilios, a aprender a prestarlos.
Mientras pienso esto, llega la guagua. De un
modo inexplicable atiende mi llamada; monto. Escucho en la guagua un punto
guajiro sobre la Revolución. Se escuchan comentarios por todas partes. Los
vendedores de periódicos vocean. Llega la guagua a Carlos III, y de ahí no pasa.
Me bajo y voy a pie. Quiero hacerlo. Deseo estar entre la gente. Una muchacha
me pone en la camisa un emblema con el rostro de Fidel sobre una bandera
cubana. Hay carritos de refresco por todos lados. La gente bebe y come sin
cesar. Y siguen adelante. La meta de todos: la Plaza Cívica. "Oye, estos
tipos que ponen bombas, no tienen entrañas", dice un hombre detrás de mí.
Paso por una bodega. Un negro apoyado en un bastón, grita a los que están
adentro, apoyados en la barra: "Coño, todavía están criticando cuando
Fidel nos paga todos los meses sin dejar uno". Me entero que es un
retirado de Obras Públicas. Sigo adelante. "Las trincheras serán tumbas
para los agresores". Estoy en la Plaza Cívica. "Detrás de esta
unidad, los cañones antiaéreos", dice el locutor anunciando el orden del
desfile. "Cucha, hasta cañones antiaéreos. No pasan del malecón",
dice una mujer y se echa a reír. No tiene un solo diente en la boca.
Cuando voy caminando por la calle, para entrar
al centro de la Plaza Cívica, una miliciana me detiene. "Oiga joven, ¿qué
hace por aquí?". "Compañera yo trabajo en REVOLUCIÓN". "No,
no, si lo dejo pasar a usted van a querer pasar hasta los vendedores de Bohemia".
Me coloca una mano en el hombro, con la otra mano rompe el cordón de
espectadores y me saca de la calle. Estoy ahora entre el público. Es lo que yo
quería, pero no encontraba el modo de hacerlo.
Hay tanta gente, que no conozco la
distribución de las calles. La miliciana me ha sacado del apuro, aunque fue
otra su intención. Es una mujer muy estricta y no se para en nada.
Veo piñas en la tierra de los jardines de la
Biblioteca Nacional. Hay muchas piñas. Es un bonito espectáculo. Están
protegidas del sol por yaguas, sostenidas por un palo que casi forma una casa
de campaña.
"Los dos enemigos públicos en Matanzas,
El Ñato y El Eléctrico, están gordos y rozagantes. La familia va verlos",
dice una mujer que tiene un sombrero de yarey en la cabeza. "Esos que
mandan bombas son los que quieren gobernar al pueblo, los muy asesinos".
La mujer cuenta que su hermana está en la Milicia, entrenándose. Ella ignora
cómo está. Considera que es su deber. Además, está con la Revolución
"hasta fuera".
Cuando voy pasando, veo que un periodista de
la agencia soviética de noticias, TASS, se retrata con unas cubanas, abrazados.
Luego en cuclillas en los jardines. Tienen todos sombreros de yarey y banderas.
Cerca hay un puesto de libros donde se ven "Las Fuerzas Morales", de
Ingenieros, "Poemas" de Neruda, y "El Manifiesto Comunista" en una
edición pequeña. Hay mucho más, pero no quiero detenerme. Son esos los que
adivino al vuelo, casi por las carátulas.
Una de las cosas más interesantes de la
concentración es la multitud de olores diferentes, mezclados en el aire. Olor a
carne de puerco, que venden en pequeños quiscos, olor a naranjas, melones,
chicharrones. Todas las cosas que pueden venderse de un modo ambulante, se
encuentran en la Plaza. El público come las cosas más disímiles. Luego vienen
los vendedores de refrescos con sus cubos llenos de hielo, voceando y
asegurando que son los más fríos que pueden conseguirse en toda la extensión de
la Plaza. Una pipa del Acueducto ofrece agua al pueblo en vasos de papel.
Paso frente a uno de los muchos pabellones de
la Cruz Roja que hay instalados en lugares estratégicos de la Plaza. Veo una
mujer acostada en una camilla, dentro de la tienda, que han puesto en el suelo.
La mujer tiene los brazos cruzados sobre el pecho. Le dan aire artificial. "Oiga,
¿qué anota?", me pregunta una muchacha vestida de amarillo, con una
banderita en la mano. "Lo que se me ocurre". "¿Y eso para
qué?". "Bueno, me gusta ver cómo la gente reacciona. Además, es mi
trabajo". "Vaya, usted es muy curioso", y sigue de largo.
"Bien frío". "Viva la
Revolución Cubana".
Se mezclan las voces, los comentarios, las
opiniones. El pueblo comenta el orden del desfile, la cantidad de armas, la
marcialidad de los soldados.
Muchas veces me preguntaron que si yo era
extranjero. Les extrañaba verme con una libreta y un lápiz apuntando todo lo
que alcazaba a ver. "Aquí no hay nada que decir. Todo está a la
vista", me respondió un viejo que llevaba una ametralladora colgada del
hombro.
Al ánimo, al ánimo
Nikita repitió:
"Si los yanquis
atacan a Cuba
volaremos Nueva York".
Creo que copié, a pesar de mis muchas
dificultades para reproducir, aunque sea la más mínima forma poética, lo mejor
que puede esta versión cubana que cantaban unas muchachas tomadas del talle y a
coro, cerca de la avenida principal de la Plaza Cívica.
"Con un palo, con un martillo, con lo que
sea. No tenemos miedo". "Ahora mismo estamos nosotros aquí, y no
sabemos lo que pueda pasar mañana". La generosidad del pueblo para con el
porvenir, está así como lo dice esta frase, en darlo todo al presente. Nuestro
pueblo ha dado muestras muchas veces de esta generosidad. El acto de la Plaza
Cívica, este acto que ahora contemplo, así lo demuestra. Ante la agresión, ante
la muerte que todos creemos próxima, ante las amenazas y el exterminio, lo
damos todo al porvenir porque lo damos todo al presente. El pueblo está aquí
ahora, frente a la tribuna, bajo un sol que "rompe las piedras" o que
las raja, porque sabe que de ese modo manifiesta su necesidad de vivir. De ese
modo detiene el paso de la muerte.
"Esta gente no le echa al pueblo
americano, sino al gobierno".
Me acerco a una norteamericana y le pregunto:
"¿Qué le parece todo esto?". "Estoy asombrada. El pueblo cubano
es valiente. No imagino cómo han salido de sus casas ante la inminencia de un
ataque". Esto es algo que creo haber dicho antes. La americana, en su
inglés de lentas vocales, me lo corrobora.
"Ese Tony Varona ya no puede confundir a
nadie".
Pasan ahora las Brigadas de los Jóvenes
Rebeldes con sus trajes azules, largo el cabello y las armas al hombro. Luego
vienen las maestras y maestros que han estado cinco veces en la Sierra Maestra.
"Prú bien frío. Prú oriental".
"Esto es lo más grande que he visto", dice un joven ecuatoriano y yo
anoto la frase, que se ha dicho muchas veces pero que en el tono de su voz
adquiere el valor nuevo de la convicción.
Lunes de Revolución, no. 89, 4 de enero de 1961, p. 34.
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