viernes, 30 de marzo de 2012

Fray Candil: La Feria de Neuilly



 …Mezclados con la plebe se ve todo un mundo de costosas «toilettes» femeninas, de fracs y smokings, girando sobre caballos, vacas, leones y cerdos de madera, barquichuelos y automóviles, al son de una charanga estrepitosa y a la luz rabiosamente amarilla de enormes focos eléctricos. Mientras todo relampaguea, zumba y suena: música, risas, chistes, cantos, apretones y abrazos, un mísero caballo con anteojeras mueve en la penumbra toda aquella máquina giratoria, bullanguera y deslumbrante. Junto al caballo, empapado en sudor, da vueltas sin cesar al manubrio del órgano un pobre diablo, digno «pendant» del infeliz jamelgo.
 Mi espíritu, melancólicamente filosófico, me lleva siempre a buscar lo pequeño en lo grande, lo triste en lo alegre, en una palabra: el contraste.
 Lo que más me ha preocupado, durante mis largas travesías, fueron los desdichados que iban en el fondo del trasatlántico alimentando su fornalla insaciable. Después de pasar una media hora mirándoles, subía a la cubierta. Un mar inmenso, sin fin, ondulaba ante mis ojos; el aire puro, saturado de yodo, llenaba mis pulmones, avigorando mi inteligencia, transmitiéndome esa alegría sana que comunica el ponerse en relación directa con la naturaleza salvaje.
 Los pasajeros, arrellanados en «chaiseslongues» de mimbre, las piernas extendidas y envueltas en felpudas mantas, leían, charlaban o soñaban, los ojos entornados o perdidos en el lejano horizonte.  Nadie, nadie, salvo yo, pensaba en los infelices que se asaban vivos en el fondo del barco. Todo progreso suele tener por fundamento un gran dolor ignorado. La ley del menor esfuerzo, fin a que tira todo progreso material, no reza con los pobres. ¿Se aprovechan ellos del ascensor para subirá sus buhardillas? ¿Se pasean en automóviles? ¿Se visten de seda? ¿Se adornan con alhajas? El progreso (dígase comodidad, aseo, elegancia, higiene, etc.) es para unos cuantos privilegiados que, merced a su oro, monopolizan cuanto hay de hermoso en la vida.
 La población flotante y nómada de estas ferias trashumantes, es casi toda francesa. No son bohemios o gitanos, como generalmente se cree, aunque viven en «roulottes». Son foráneos, o forasteros, que se pasan el año recorriendo toda Francia. No están exentos del servicio militar; pagan muchas contribuciones: el lugar, el derecho de exhibición... Los que tienen órganos tienen que pagar los derechos del músico. Con ellos va una escuela («l'école foraine»), a la cual acuden todos los chicos de estas familias errabundas.
 Por lo que a mí toca, declaro que estas ferias me entristecen. La música, en general, es vieja: mucho trozo del «Trovador», de «Traviata», de la «Hija del regimiento»), a cuyos sones plañideros reviven las románticas melancolías de las adolescencias nerviosas y enfermizas.
 El espectáculo es variadísimo: aquí un tiro al blanco, allá un «massacre des innocents», espantosos mamarrachos de cartón, entre los que no faltan la novia, el «sergent de ville», el presidente de la República, el negro, la suegra...
 Más allá, la montaña rusa, la «ménagerie», con su colección de leones y tigres sin pelo y medio sin garras, lo que no impide que devoren al domador de tarde en tarde; la barraca con el «fenómeno del siglo»; el museo de anatomía, «pour lionimesseuls», en que se exhibe en cera todos los horrores de las enfermedades secretas (secreto a voces): caras sin narices; manos sin dedos, bocas sin labios, vientres sin ombligo, etc., etc.
 Basta que diga en letras gordas para hombres solos, para que sea ésta una de las barracas en que se aprieta el sexo femenino. Siempre he creído que la prohibición es el gran despertador de la concupiscencia. Pero ¿qué concupiscencia cabe ante aquellas reproducciones patológicas de un naturalismo nauseabundo?
 No es precisamente en día tempestuoso cuando se desea viajar...
 ¡La moral objetiva! ¡La ejemplaridad de la pena de muerte! Cuéntase que entraron cierta vez dos borrachos en un museo de figuras de cera, cada una de las cuales representaba los estragos de un vicio. Se detuvieron ante una que decía: «Efectos desastrosos del alcoholismo». Tenía el rostro abotagado y carmesí, los ojos sanguinolentos, las entrañas calcinadas. En fin, aquello era un horror. Uno de los borrachos, volviéndose al compañero, le dijo: «Vámonos de aquí a tomar una copa, porque esto me ha revuelto el estómago».
 En el frontis de una humilde barraca leo: «L'homme-femme. La femme a tete de lion». Entro. «Soy de Zaragoza —me dice «l'homme-femme»- así que me ve. Fíjese usted —añade abriendo la bata que «le» (o «la») cubre— de la cintura para arriba soy hombre.» (En efecto, tiene una barba corrida de un negror de tinta, una cabeza enérgica y viril, una voz catarrosa; como que fuma más que un murciélago). «De cintura abajo soy mujer.» Me habló de su familia: de su madre, de sus hermanos, de una tía. «Nací así, porque mi madre, mientras me llevaba en el seno, tuvo cierto antojo lúbrico por un hombre.»
 En otro rincón de la barraca, sobre la misma tarima, dormitaba una inglesa corpulenta de cara realmente leonina, toda salpicada de pelos. La nariz cuadrada y el hocico partido y sólido. Según me dijo, es casada y tiene cuatro hijos, y todos normales». Ella nació así por un susto que tuvo su madre, de un león en África. La humanidad, en el «fondo», es sádica; experimenta un placer casi mórbido contemplando las deformidades del prójimo. Así como los reyes absolutos y los grandes señores de otro tiempo se divertían con bufones y enanos, hoy —no se requiere ser ni acomodado— las gentes de todas las clases sociales se divierten, mediante un franco, viendo «monstruos» repulsivos que ni siquiera mueven a risa.
 No le aseguro lo que pasa por el alma de estos curiosos: «Nosotros (reflexionan) somos bien hechos; no tenemos joroba, no somos tuertos; tenemos nuestros brazos, nuestras piernas. Somos bellos, amados, inteligentes, simpáticos...»
 Lo cómico, lo tristemente cómico de todo esto es que los «fenómenos» piensan lo misino.
 ¿No tiene acaso un marido y varios hijos la inglesa de cara de león?
 «Todo espectáculo está dentro del espectador», como dijo el poeta.

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