Diego Tamayo Figueredo
(...) Hemos nacido en esa generación, yo no sé
si feliz o infortunada, realizadora de las grandes luchas que tanta
trascendencia han tenido en el orden social y político de nuestro pueblo; en
esa generación que ha derribado la alta montaña de hábitos, enseñanzas y
prejuicios levantada por la labor infecunda de cuatro siglos de vida colonial,
y que a la postre envuelta en una atmósfera que la esperanza oxigena, y
estimulada por ilusiones que se fraguan en las primeras palpitaciones de la
libertad, nos ha adueñado de nosotros mismos para hacernos subir a las cumbres
desde donde se contemplan las anchas corrientes de las nuevas ideas que, como
las ondas de un mar agitado, dejan oír el rumoreo de sus movibles marejadas.
Tenemos delante de nosotros, entregado a
nuestra propia iniciativa y a nuestra propia responsabilidad, un país nuevo que
nos pide soluciones para todos sus problemas, y que, naturalmente, espera de
los que cultivan las Ciencias y de los que tienen como misión propia guiar a la
juventud, viveza en la lumbre, que el pensamiento como deidad tutelar mantiene
en cada cerebro, para que de ella broten, como átomos encendidos, las ideas
generosas y fecundas que han de empujarlo por la amplia vía de la prosperidad material
y de las grandes satisfacciones morales.
Agobiado mi espíritu por estas preocupaciones;
aguijoneado por los deseos, que el patriotismo estimula, de ver disipadas las
nieblas que oscurecen el porvenir, he penetrado en el campo intrincado de
nuestros problemas sociales y al resplandor luminoso de la Ciencia, he llegado
a esta convicción:
Los países tropicales están llamados a una
grande, a una extraordinaria prosperidad; pero para que esto se realice, es
condición indispensable y necesaria el concurso de las ciencias médicas.
Esta es la tesis que a grandes rasgos, por
supuesto, trataré de demostrar.
Si examinamos, en un mapa, la distribución del
hombre sobre la superficie del planeta, veremos que en las regiones templadas
es donde se aglomera la mayor cantidad de población; que las tierras árticas
están poco pobladas y que los grandes territorios tropicales sostienen alguna
población en las costas, pero en el interior tienen tan poca que se encuentran
todavía tribus nómadas en muchas partes.
Este es un hecho de observación.
Como en la naturaleza nada resulta
arbitrariamente, debe existir alguna razón que justifique el hecho y, a mi
juicio, está en los orígenes de la población.
Desde luego declaro que no voy a señalar el
lugar en que el hombre apareció por primera vez en la superficie de la tierra;
ni siquiera pretendo indicar la época geológica que marca la línea de
separación entre los antropoides y el hombre, pero sí puedo hacer algunas
inducciones partiendo de los datos que la observación y la experimentación
tienen como exactos, y de los postulados que las ciencias biológicas han
consagrado como verdades adquiridas.
La zoología moderna nos enseña que en el orden
de sucesión de las especies, aparecieron primero los animales de sangre fría,
es decir, los que tienen en su cuerpo la temperatura del medio en que habitan;
especies que viven en el agua y que al subir a la tierra tuvieron que sufrir
grandes evoluciones para acomodarse al nuevo medio de existencia. Así de los
seres acuáticos surgieron los anfibios, y más tarde las aves y los mamíferos, y
con éstos el hombre, el que enfática y gallardamente llamó Linneo Homo sapiens.
Pero para que estas transformaciones pudieran
tener lugar se necesitaba, como factores fundamentales, no sólo el tiempo, sino
condiciones apropiadas para la adaptación, porque había que fabricar, por medio
de evoluciones prodigiosas, esos canales por donde circulan los líquidos
orgánicos que llevan savia de vida a todo el organismo, y sobre todo ese
sistema nervioso, tan maravillosamente combinado, que regulariza todas las
funciones y entre ellas el aumento o la disminución del calor, dando a los
animales de sangre caliente temperaturas que les son propias.
Estas transformaciones sólo pudieron iniciarse
en los puntos en que la zona templada coincide con la región vecina de los
alisios, es decir, en los lugares en que los cambios térmicos ambientes son
menos bruscos. De donde se deduce que allí debió aparecer el hombre por la
primera vez, y en esas zonas hacer su desarrollo y crecimiento, y por eso en
ellas no sólo es la humanidad más antigua sino que si consultamos la historia
nos enseña que es el lugar donde ha alcanzado sus éxitos más notables.
Pero la densidad de población en las zonas
templadas trae como consecuencia obligada y necesaria la lucha por la vida, que
cada vez es más precaria, según se relacionen la producción y el consumo; de
ahí el desbordamiento hacia las regiones menos pobladas: es decir, que la
inmigración se impone o, si queréis, nace la expansión.
Se ve bien claro que la emigración, lo mismo
que la expansión, no es más que un problema de biología social que, obedeciendo
a leyes naturales, debe seguir dirección determinada, Pero, ¿por qué esos
movimientos de traslación siguen determinados rumbos? ¿Por qué los habitantes
de las zonas templadas se mueven hacia el sol? ¿Por qué se mueven hacia los
países tropicales?
Pues, porque estos países de sol, estos países
tropicales, le dan al hombre, cómoda y fácilmente, los dos elementos
indispensables que necesita para la vida: la alimentación y el combustible.
El alimento, que está en los vegetales verdes,
de los cuales dependen todos los seres vivos; unos por consumo directo, los
herbívoros, y otros indirectos porque devoran animales herbívoros, que por un
proceso digestivo transforman los vegetales en grasa, tejido muscular, etc.
El combustible, cuyo depósito fundamental son
los mismos vegetales verdes, verdaderos almacenes de calor, pues todo el mundo
sabe que el fenómeno esencial de la vida vegetal es la descomposición del ácido
carbónico del aire, exhalando el oxígeno y fijando el carbono, fenómeno que se
realiza gracias á la clorofila contenida en las plantas.
Y aquí hablo delante de profesores que saben,
mejor que yo, que sin clorofila no hay síntesis orgánica.
Nada nuevo diré al afirmar que el progreso
científico nos deja ya entrever que no está lejano el día en que se extraiga de
las plantas directamente los alimentos que nos son necesarios para reparar
todas nuestras pérdidas, y en que los rayos del sol nos presten su calor para
aplicarlos como fuerza motriz de todas las industrias.
Se ve claro que, con nuestra voluntad o sin
ella, el porvenir nos prepara una invasión que partiendo de las zonas templadas
caerá sobre los países de vegetales verdes, donde reinan el sol y la clorofila:
la clorofila que será la base de múltiples industrias nuevas, y el sol que dará
la fuerza motriz que ha de moverlas; dos minas inagotables y más ricas que las
de oro y de diamantes, como se ha demostrado en California, donde los vegetales
verdes han superado a toda otra riqueza en aquella tierra que fue un tiempo la
tierra clásica de la minería.
El éxodo de los habitantes de las zonas
templadas hacia los trópicos ha comenzado ya, y viene sobre nosotros, no porque
seamos una línea de menor resistencia, sino porque somos un país de sol y de
clorofila. Con los nuevos pobladores progresarán todas nuestras riquezas, sobre
todo la agrícola, que agitará al viento, por todos nuestros campos, los
blanquecinos penachos de la rica gramínea que nuestra tierra fecundiza para que
cristalice su jugo sacarino y endulce el paladar refinado de los pueblos
cultos, y para que lleve, con sus hidrocarbonos, vigor y energía a los músculos
del obrero fatigado; y la solanácea embriagadora vestirá de esmeralda las vegas
de nuestros ríos, para después transformarse en el emblema mundial de la
riqueza cubana y estimular, con su veneno sutil y volátil, el cerebro de los
hombres que representan la más alta intelectualidad humana.
Claro está que no es nuestra patria el único
país tropical, sino que éstos forman una faja alrededor del globo; faja que
ocupa el inmenso espacio comprendido entre los 30 grados al Norte y al Sur del
Ecuador, donde viven pueblos de distintas razas y se desarrollan organizaciones
sociales y políticas muy varias. Claro está que estas organizaciones,
zuceránicas o soberanas, procuran, por medios distintos, atraer la inmigración
que más les conviene, o la que es más adaptable a sus necesidades; pero es
claro también que en igual caso estamos nosotros, que poseemos un territorio
rico y despoblado.
Hasta ahora la corriente de nuestra
inmigración, procede de las regiones de la Europa meridional, y con este
motivo, se ha repetido de antiguo, y se repite todavía, que el europeo sólo
arraiga en los trópicos en situación privilegiada.
Ya en el año 1893, en una sesión solemne de la
Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales, trataba yo este asunto y
decía:
Es afirmación bastante generalizada que en la
zona intertropical, el europeo sólo puede existir en condiciones artificiales
de vida, al abrigo de los elementos del clima, de modo que el inmigrante que
sólo cuenta con el trabajo manual para luchar por la existencia, no puede
competir con el indígena adaptado al medio en que ha nacido, por lo tanto aquél
no puede colonizar sin el concurso de éste, que se encuentra protegido por sus
condiciones antropológicas.
El estado natural del europeo que coloniza,
debía ser, según esto, el de minoría privilegiada.
Este principio que parece ser un hecho
comprobado en algunas colonias, no tiene aplicación entre nosotros.
La Isla de Cuba, bajo el punto de vista de su
colonización, presenta caracteres que le son propios.
El primer hecho culminante, y que destruye por
su base la afirmación que hemos apuntado, es, la desaparición rápida de la raza
indígena ante la posesión de la tierra por la raza europea que arraiga y se
propaga; y si es verdad que en las primeras luchas por la adaptación al clima
se introdujo, sin método ni plan, la raza negra y se la esclavizó para que labrase
la tierra, sin embargo el blanco prospera y se multiplica con todos los
caracteres de sus progenitores y cuando surge el conflicto entre las dos
familias afines, la nacida in situ de los primeros colonos ya propagados y que
forman el núcleo fijo de población y los que llegados luego se creen por este
hecho privilegiados, partiendo de un principio de colonización erróneo en este
caso —una guerra de diez años— arrasa el país dando como resultado sorprendente
la desaparición de la esclavitud y el brote vigoroso de la riqueza pública. Y a
través de todas estas convulsiones sociales, aún subsisten, en familias
numerosas, los oriundos de los primeros conquistadores, conservando la
fortaleza física y la actividad cerebral en igual grado que aquellos que, mejor
hallados o menos audaces, germinaron en la madre patria.
No es por tanto exacto para la colonización
española en Cuba lo que algunos tratadistas sostienen como principio general:
aquí el indígena no existe, y las razas inferiores que le sustituyeron, tienden
a diluirse en la masa blanca, que predomina, sostenida por su propia
virtualidad y por una inmigración constante, con tal fuerza de adaptación, que
resiste a las mayores imprevisiones.
No es, pues, en ese camino donde está la
dificultad. La causa más poderosa para alejar de los trópicos al emigrante de
las zonas templadas está en la insalubridad del clima, que produce una excesiva
mortalidad.
Al venir a estos países un europeo cualquiera,
claro está que puede adquirir inmunidad contra determinadas enfermedades; es
decir, que puede ponerse en condiciones de soportar impunemente la acción de
determinados micro-organismos; pero esto exige una inoculación anterior, cuyos
resultados podrán ser benignos, pero que con mucha frecuencia acarrea la
muerte, sobre todo en individuos debilitados o poco resistentes.
Los tiempos pasados aceptaron este criterio
como suprema aspiración: la adaptación al medio no tenía para ellos carácter
antropológico, sino significación genuinamente patológica.
Para que el europeo se considerase aclimatado
en Cuba, era condición precisa que hubiese sufrido la fiebre amarilla, cuando
lo lógico era facilitarle la adaptación, suprimiendo esa causa de mortalidad.
Por semejante sistema se pretendió realizar lo
que se conocía con el nombre de aclimatación, y sus efectos fueron tales que,
después de cuatro siglos, nuestro territorio, que tiene una superficie de
ciento veinte mil kilómetros cuadrados, está despoblado todavía.
Para nuestro criterio científico actual, el
problema consiste en prevenir las enfermedades, no en sufrirlas para, de este
modo peligroso, adquirir inmunidad.
Este ideal de la Ciencia Médica precisa
realizarlo entre nosotros si pretendemos abrir a la vida fecunda del progreso,
nuestros campos despoblados.
La Intervención americana comenzó, con éxito
sorprendente, la obra civilizadora, y la República la continúa con el vigor que
demanda siempre lo que se reconoce como un deber primordial. Aunque nos falta mucho
por hacer, podemos ya levantar la frente con orgullo y decirle al mundo
civilizado: Este país tropical, recién nacido a la vida de la libertad, desde
el punto de vista sanitario, necesita ya estar a la defensiva, porque limpios
estamos de la infección amarilla, de la negra y de la colérica; nos son
desconocidos en la actualidad los genios sombríos, que, según la vieja
tradición, habitaban el delta del Mississippi, del Nilo y del Ganges y que,
envueltos en mantos de nieblas que los efluvios matinales fabrican sobre los
aguas emponzoñadas, van por el mundo, como una maldición, devorando pueblos
imprevisores que, atemorizados, imploran, en vano, la piedad de los dioses
implacables.
La viruela, que fue declarada endémica en la
época colonial, pondría hoy a prueba la sagacidad clínica de algunos médicos,
porque sólo la conocen de oídas; el tétanos infantil, de quien éramos
tributarios, tiende a desaparecer; la rabia y el muermo se han barrido y las
demás enfermedades evitables, que aún figuran en nuestras estadísticas
demográficas, no superan a las que no han podido extinguir los pueblos que más
se preocupan de la salud de sus habitantes.
Es verdad que todavía, como a otros muchos
pueblos civilizados, nos diezma la tuberculosis, y que es éste uno de nuestros
problemas sanitarios que más nos interesa conocer para abordarlo con decisión y
energía, porque entraña para nuestra población grandes peligros. Por esto, y
porque es posible resolverlo, aprovecho esta ocasión para formularlo aquí en
toda su crudeza. He aquí los términos fundamentales del problema: la
tuberculosis se debe a un parásito vegetal conocido con el nombre de bacillus
de Koch, que se expulsa, en gran número, del organismo enfermo, sobre todo, por
los esputos. Pues bien, oíd esto que es muy importante: un centímetro cúbico de
esputo contiene un millón de bacillus; un solo tuberculoso en cada quinta de
tos arroja treinta centímetros cúbicos y tiene al día, por término medio,
veinte quintas, que dan seiscientos centímetros cúbicos de esputos, en donde
hay seiscientos millones de bacillus de Koch, que pesan poco más de un
miligramo.
Supongamos que nuestra República tuviera dos
millones de habitantes; en este caso un solo tuberculoso, le regalaría
diariamente a cada habitante, por este solo procedimiento, trescientos bacillus
de Koch, cantidad suficiente para infestarlo.
¿Qué resulta de todo esto? Pues, oídlo con
espanto: sólo en la ciudad de la Habana, de Enero de 1890 a Diciembre de 1904,
han ocurrido 21,356 defunciones por tuberculosis. Suponedles un valor medio de
quinientos pesos por persona y tendremos que la Habana, en quince años, por el
solo concepto de tuberculosis, ha perdido 10.678,000 pesos; esto sin contar los
gastos naturales que acarrean la enfermedad y la muerte. Pero hay más todavía: la
Habana tiene —y esta es una historia vieja que no me cansaré de repetir- 2,839
casas de vecindad y entre todas suman 33,230 habitaciones, donde se alojan
80,000 personas de todas clases, condiciones, edades y razas.
Pues, oíd esto otro que también es importante:
en estas casas de vecindad, donde vive la tercera parte de los habitantes de la
capital de la República, habitan, próximamente, tres mil quinientos
tuberculosos.
Y basta con esto, que no deseo acongojar más
vuestro espíritu extremando el paludismo, que todavía causa muchas víctimas en
nuestros campos; la fiebre tifoidea, que tiende a retoñar en las aguas de las
ciudades; la disentería y la anquilostomiasis, que la guerra propagó; la
filariosis, que el mosquito alevoso disemina. Pero sí debo decir, que la
inmensa mayoría de las enfermedades que atacan al hombre en los climas
tropicales son parasitarias, y, precisando un poco más, originadas por
parásitos animales. Pues bien: si son enfermedades producidas por parásitos; si
conocemos éstos y de algunos hasta sabemos cómo evolucionan y qué
transformaciones sufren en su vida migratoria; enterados de su manera de ser y
de vivir, nada más fácil que evitar su acción maléfica, es decir, impedir la
enfermedad, que es el bello ideal de la Ciencia Médica actual.
Pero si levantamos la vista del interior de
nuestro país, para fijarla en el exterior; si del aspecto interno pasamos al
externo, al que plantea las relaciones internacionales amistosas, veremos que
éstas no pueden encontrar solución satisfactoria, si no están cimentadas en una
base sanitaria de naturaleza tal, que aleje todo peligro para la salud de los
que habitan territorios vecinos, y que no dé ocasión a conflictos mercantiles;
es decir, que no sea una amenaza ni para la vida, ni para la fortuna de los
demás. Porque las naciones infectadas viven en constante desagrado; tienen un
estigma de inferioridad que las condena al menosprecio de los pueblos cultos y
á la intranquilidad y al recelo de las clases mercantiles que sienten, de
continuo, amenazados sus intereses, Y en los pueblos, como en los individuos,
todo derecho tiene su deber que lo complementa; de ahí que el derecho de
soberanía de una nación sobre su propio territorio no sea imprescriptible, sino
que, por ley natural, está sometido á las condiciones que nacen de sus deberes
complementarios.
Para las naciones chicas es ésta una cuestión
de importancia suprema, porque sólo pueden merecer el respeto y la estimación
de los poderosos, por lo que, en las relaciones internacionales, representan en
el acervo que forma al mundo civilizado la alta cultura científica y moral.
Si Cuba lograse bajar al mínimum su mortalidad
y subir al máximum el término medio de la vida de sus habitantes, no sólo sería
uno de los países más ricos de la tierra, sino que además, por su alto
exponente en la civilización, merecería el respeto y la benevolencia de todos
los pueblos de la tierra.
Para conseguir estos fines sólo necesitamos
médicos educados en los principios de la ciencia sanitaria actual, con la
autoridad y los recursos que las circunstancias demandan; y tenemos los médicos
y tenemos los recursos.
Por eso, las únicas milicias en que podemos
que debemos pensar, son las milicias sanitarias, para que, formando la avanzada
de nuestro progreso, ahuyenten la muerte, limpiando de infecciones los campos y
emplazando higiénicamente los pueblos que han de ocupar los viejos y los nuevos
pobladores. De este modo, podremos, muy pronto, vanagloriarnos de haber formado
una nación de hombres sanos, vigorosos y capaces de disfrutar la tierra que
habitan de un modo cómodo, agradable y útil.
Y cuando demos al mundo este espectáculo de
nuestra vida interna, ¡no os preocupéis! porque de todas partes vendrán a
compartir con nosotros la posesión feliz de esta tierra fértil, que el mar
refresca con su oleaje continuo, y el sol fecunda con sus besos de fuego.
***
Creo, señores, que mi tesis queda esbozada con
bastante claridad, en cuanto cabe dentro de los límites de una oración
académica y de la tolerancia benévola de un auditorio de tan alta cultura como
el que me dispensa el honor de oírme.
He señalado el rumbo que el deber y la Ciencia
nos imponen: lo he señalado, no para los que en la labor de cada día son mis
discípulos o mis compañeros; no para los que conmigo recorren, a diario, la
ruta, sombría y entristecedora, por donde caminan hacia la muerte los
organismos carcomidos por las enfermedades evitables, porque esos la conocen
ya; sino para decirles —desde esta tribuna, la más levantada de nuestra Patria—
a los que tienen el deber de legislar para el bien y la felicidad de este
pueblo:
Vosotros que tenéis, como un legado, la
inmensa responsabilidad de constituir la República; vosotros que sabéis que se
incendiaron los campos; que se ahogaron en lágrimas los dolores; que una oleada
de sangre fertilizó la tierra; que cada arbusto, que cada palmera marca una
sepultura; que si arrojáis, al azar, coronas de siemprevivas por llanos y
montañas, cada una, donde quiera que caiga, cubrirá la tumba de un mártir o de
un héroe; pensad que todo eso se hizo para que este pueblo disfrutase, en la
apacible tranquilidad del hogar, de la justicia y de la libertad.
Y para que esto se pueda realizar, es preciso
mantener una población vigorosa y sana, en la que no predominen nunca
ejemplares marchitados por las taras patológicas o las deficiencias higiénicas,
engendradoras de esa cohorte de degenerados impulsivos que atormentan la
sociedad con la ufanía de sus delirios irrealizables.
No es con estatuas, ni con monumentos
ostentosos, que representan más la vanidad de los vivos que la gloria de los
muertos como se honra mejor el recuerdo
de nuestros héroes. El día que tengamos ciudades que se llamen Céspedes o
Agramonte. Máximo Gómez o Calixto García, Maceo o Martí, y que en ellas la vida
humana se prolongue al máximum que el hombre pueda aspirar; ciudades donde la
existencia se deslice fecunda, plácida, abundosa y sana, entonces habréis
construido el monumento más alto que la humanidad puede levantar a sus grandes
benefactores. Entonces, legisladores de la República, podréis estar
enorgullecidos, porque habréis consagrado la herencia de los que murieron para
crear, en este país tropical, en este país de sol y de clorofila, un pueblo
vigoroso, sano y merecedor de vivir en el seno fecundo de la paz, de la
justicia y de la libertad.
He dicho.
“Oración inaugural del curso de 1903 a 1904” (Fragmento), Revista de la Facultad de Letras y Ciencias,
Vol. I, noviembre de 1905, Núm. 3, pp. 249-260.
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