domingo, 25 de marzo de 2012

En el imperial de un ómnibus





     Fray Candil

 Cuando me canso de leer y no llueve, me subo al imperial de un ómnibus y recorro el París viejo. Este vehículo, reflexivo y panzudo, va generalmente despacio, sobre todo, si se compara con el autobús histérico e impulsivo. En el imperial, o sea en el techo del ómnibus, se ve París como desde un balcón ambulante. Tan pronto se interna en una avenida de castaños de verde follaje, como se pierde por calles sórdidas y estrechas. Aquí atraviesa un puente sobre el Sena; allá cruza un parque de canteros multicoloros; más lejos serpentea por olvidadas callejas para subir a una plaza ancha y silenciosa, en que se levanta alguna iglesia de imponente arquitectura. La perspectiva adquiere una variedad de tonos, que es un deleite visual. En un coche las cosas se ven a nuestro nivel, al paso que desde la azotea de un ómnibus se domina todo: se ve el interior por los balcones abiertos; los tejados, las chimeneas de los viejos edificios se pueden tocar con las manos. Sobre nuestras cabezas se extiende el cielo, un cielo pálidamente azul (en estos días risueños de abril).

 Hacía mucho tiempo que no iba yo al Barrio latino. ¿Qué tiempo puede tener para callejear o flanear un hombre que lee de seis a ocho horas diarias? Gracias que pueda yo disponer de un par de horas para hacer esgrima y darme luego una ducha a fin de no derrumbarme. Ayer domingo se me ocurrió dar un paseo en ómnibus desde la plaza Pereire hasta el Panteón. El trayecto duró tres cuartos de hora. Atravieso la calle de Courcelles, aristocrática, de aspecto sano y limpio; paso junto al parque Monceau, uno de los más hermosos de París, en estos momentos todo en flor, verde, con el verdor juvenil y transparente de las primeras hojas. Llego á San Agustín. Junto a la estatua ecuestre de Juana de Arco, exuberante de coronas y de lirios blancos (símbolo de la pureza), se arremolina una muchedumbre endomingada. ¿Qué ocurre? —le pregunto al cochero:

 —«C'est la fete de Jeanne d'Arc.»

  En efecto, hoy canoniza Roma a la pucelle d'Orléans, la que libró a Francia de la dominación inglesa. Frente a la iglesia de San Agustín está la célebre tienda de comestibles de Félix Potin. En la acera se amontonan los pollos, los pavos implumes. De los marcos de las puertas cuelgan racimos de conejos destripados, cerdos exangües y venados que aun siguen mirando con ojos suplicantes.
                                                                                       El ómnibus continúa su itinerario por el bulevar Malesherbes; se detiene en la Magdalena, cuyas columnas corintias son de una majestad que, aún bajo este cielo casi siempre plomizo, recuerda la Grecia arquitectónica de los buenos tiempos. Este templo es todo de piedra y no tiene ventanas, dicho sea de paso. El ómnibus tuerce por la rué Royale y sale a la plaza de la Concordia, ancha, decorativa, inundada de sol. !Qué pocos extranjeros saben que en esta plaza corrió la sangre durante la Revolución a torrentes! En el fondo, viniendo de la rué Royale, se levanta la Cámara de diputados; a la izquierda se abren los jardines de las Tullerías y a la derecha se alarga, hasta el arco de la Estrella, la incomparable avenida de los Campos Elíseos, con sus bosques de castaños.

 En el siglo xviii, en el lugar que ocupa el obelisco, se erguía la estatua ecuestre de Luis XV. La musa popular, maligna y sarcástica, escribió en el pedestal los versos siguientes: La belle statue, o le beau piedestal/Les vertus sont a pied, le vice est a cheval.

 Las virtudes a pie, a que alude el poeta, eran unas figuras alegóricas que ornaban la base. Durante el Terror no cesó de funcionar la guillotina en esta plaza y cerca de 3.000 cabezas rodaron ensangrentadas en la cesta del verdugo. Luis XVI, María Antonieta (Antonia, debía decirse) y Carlota Corday fueron decapitados aquí.

 Atravesamos el puente de la Concordia. El sol relampaguea sobre el Sena; cogemos el bulevar Saint-Germain; serpenteamos por vetustas calles de nombres sugestivos. Estamos en otro París, en un París viejo, apacible, provinciano.

 La gente que circula por las calles tiene una fisonomía de acuerdo con su barrio. Sin duda que Jorge Caín —el historiógrafo del antiguo París— conoce al dedillo las vicisitudes de estas venas del sistema sanguíneo de la Ville lamiere.

 El pesado vehículo sigue rodando al hueco son del casco de los percherones sobre el asfalto. Llegamos a San Sulpicio.

 En el centro de la plaza corre una fuente que se compone de tres tazas superpuestas. La decoran las estatuas de Bossuet, Fenelon, Massilión y Flechier, los cuatro primeros predicadores franceses. La iglesia de San Sulpicio se compone de dos pórticos, uno dórico y el otro jónico y de dos torres.

 El famoso seminario de San Sulpicio, donde estudió Renán, está en esta plaza también. Diríase, no que estamos en una ciudad populosa, febril y neurasténica, sino en el rincón meditabundo de una provincia en la hora de la siesta. El misticismo que late en los libros de Renán salió en parte de este seminario melancólico.

 El ómnibus pasa por el Odeón; costea los magníficos jardines del Luxemburgo y sale a la ancha y pendiente calle de Souffiot, en cuyo fondo se destaca el Panteón. En el frontispicio se lee a distancia: Aux grands hommes la patrie reconnaissante.

 A la entrada, detrás de una reja, está el Penseur de Rodin, que, más que pensador, parece un asesino que fragua un crimen.

 El interior del templo es realmente majestuoso. No se ve en él ni altares, ni cirios, ni imágenes, ni sillas, ni bancos. Es un templo pagano. En cambio, ostenta muchos frescos, algunos excelentes: La Infancia de Santa Genoveva, por Puvis de Chavannes, descolorido, de arcaico dibujo; el Martirio de San Dionisio, por Bonnat. De todos estos frescos el mejor, a mi juicio, es la Muerte de Santa Genoveva, por Jean Paul Laurens. No me refiero al dibujo, sino a la composición y al colorido.

 En el centro de la basílica se yergue la estatua de Juana de Arco en torno de la cual se estruja la muchedumbre cubriéndola de flores.

 Hace frío y no me atrevo a bajar a la cripta donde están enterrados Víctor Hugo, Voltaire, Marcelino Berthelot, Zola y otros.

 On ferme! —gritan los guardianes— y el gentío se desparrama por las pastelerías y los cafés del bulevar Saint-Michel y los jardines del Luxemburgo.

 No sé de jardines más hermosos. Son de estilo italiano. Recuerdan los de Bóboli de Florencia. Como que fueron hechos expresamente para María de Médicis, mujer de Enrique IV. El palacio —hoy Senado— trae a la memoria, por su arquitectura original, el palacio Pitti. En torno del gran bassin juegan los niños arrojando al agua barquichuelos de madera y en las avenidas juegan al diávolo y al croquet.

 Es domingo. Una banda militar puebla el aire de sones belicosos. Entre los árboles discurre tranquila una burguesía casi pobre.

 Cae la tarde; el cielo es de un azul pálido, muy pálido.

 Tomo el ómnibus que vuelve por las mismas calles, por el mismo puente debajo del cual rutila el río acribillado de luces multicoloras. Se detiene en la plaza Pereire. Me apeo. He pasado alegremente el día y vuelvo con mucho apetito.

 ¿Ustedes gustan?


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