jueves, 18 de mayo de 2017

Un rebuzno



  Luis Rodríguez Embil

 Lo recuerdo como si lo estuviera viendo nuevamente.
 Se detuvo el burro en mitad de la calle; extendió el cuello plácido y melancólico hacia lo alto; y de su garganta, trémulo, sublime de desesperación y tristezas, brotó un prolongado, angustiador, interminable sollozo. 
 Era una queja de dolor tan infinito, tan infinito, que volví la cabeza sorprendido al escucharla. Varios vecinos, parados por casualidad en aquel momento a la puerta de sus casas, contemplaban también al animal que la lanzara, indiferentes o burlones.
 El burro, todo él distendido, como exhalando por la negra boca toda la amargura de este mundo, lanzaba al aire, y a la burla de los hombros que reían, el Miserere, no entendido de su cansancio enorme y de su pesadumbre inenarrable.
 Hizo una pausa. La Naturaleza, menos insensible que el hombre, callaba como absorta. Me pareció que contenía el aliento, ante aquel grande y cómico dolor, la brisa parlanchina. Y el cielo claro miraba con pena al infeliz animal sollozante.
 Volvió a alzarse la voz lamentosa y ridícula... Y, lo confieso: en mi corazón caían sus notas con tan abrasadora elocuencia, que me sentía casi a punto de llorar ante aquél bufo treno, como si estuviera leyendo versos de Leopardi, o el triste fin de Marianela, o el dulce y triste idilio de Efraim y María.
 ¡Yo te comprendí, pobre asno abrumado de fatigas sin cuento! Yo te escuché y comprendí tu congoja y sentí profundamente tu poema: el poema de las marchas interminables bajo el látigo estúpido y feroz, de los días eternos, bajo un sol sin entrañas, del hambre, de la sed, de la nostalgia de la hembra amorosa y querida, de todas las torturas soportadas con paciencia estoica, gravemente al parecer, con gravedad que provocaba a risa y ojos tristes, tristes, que nadie observaba... 
 Yo te comprendí, y me conmovió tu canto épico. Y cuando al fin callaste y partiste de nuevo, manso, pacífico, resignado como un budista al yugo de la vida y del hombre, las carcajadas humanas, estúpidas y crueles como el látigo de tu conductor, me parecieron más brutales. ¡Oh, sí, pobre asno abrumado de dolor y fatigas, mucho más brutales que el no entendido Miserere de tu rebuzno de cansancio enorme y de pesadumbre inenarrable!


 Prometeo. Revista Social y Literaria. Año II, Núm. IX, julio de 1909, pp. 51-52. 

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