martes, 16 de mayo de 2017

Tánger



  Luis Rodríguez Embil

 Llegada a Tánger, adonde vengo a pasar breves horas, en rápida visita. Barquichuelos llenos de moros rodean el Piélago, que nos ha traído. Tánger está al frente, blanco entre los montes; a la izquierda, la arena blonda; a la derecha, montes oscuros.
 Saltamos en uno de los botes. Un árabe al timón, tres remando, uno de los cuales, en disputa furiosa con otro botero que se aleja, desátase en atroces insultos musulmanes, casi babeante de furor, con las venas del cuello hinchadas, sin dejar de remar. Sonríe otro, joven, pálido, y el tercero, serio, clava sus ojos claros, sin pensamiento, en el vacío. El cuarto, grueso y maduro, en cuclillas a popa, guía el timón. 
 En Tánger. Desembarco por el muelle estrecho con barandas a ambos lados. Tendidos al sol, hombres de todos los matices, desde el negro hasta el blanco, nos ven pasar, graves y pensativos, envueltos en sus chilabas sucias, dejando ver, desdeñosamente, las piernas desnudas. 
 Entramos. Puerta estrecha; calles estrechas; anuncios en español y en inglés; población interesantísima, sorprendente, abigarrada, hasta un extremo sin semejante acaso. Pasan negros de Orán, inglesas blanquísimas en burros conducidos por muchachos; árabes más o menos puros, judíos, españoles. Se ven desde el hongo hasta el turbante, desde la americana a la chilaba, desde la bota a la babucha: todo un museo. Un negro, junto al hotel Bristol, a donde vamos a parar, baila, cantando guturalmente, sonriendo con imbecilidad, cubierto de adornos: es un mendigo que pide así limosna. Junto a él, atropellándolo, cruza el burro de un vendedor de agua. Los guías se ofrecen, a la puerta del hotel, hablando en español, sin acento casi.
 Y, ¡qué calles! ¡Qué calles inverosímilmente estrechas —aun viniendo de la vecina y morisca Andalucía—: retorcidas, sucias, llenas de cosas inesperadas !
  —¡Balak!
 Es el grito de atención de los que van en burro. Por lo demás, esta multitud heterogénea parece casi silenciosa, por la falta de vehículos urbanos. Muy pocas mujeres, cubiertas. En calles de muy poca circulación, a nuestra vista (y sabiéndonos forasteros) dos o tres de ellas se han alzado el velo, sonriendo por coquetería. Y, ¡ay de mí!, todas eran horribles...


 Un maestro, sentado en el suelo, en un cuarto o accesoria que sirve de escuela, rodeado de chiquillos, los adoctrina o enseña, haciéndoles cantar por lo bajo. Las babuchas se amontonan en la puerta. El maestro nos ve, nos hace seña, impasible, deteniendo su canto, de que avancemos. Avanzamos. Con otro gesto nos detiene en el umbral. Dice el guía:
 —Quiere unas perras, para los niños
 Tiramos las perras y, sin dar las gracias, sin mirar más, vuelve a su canto, ronco, fatal y altivo, como su raza. 
 Proseguimos. Intrigado, pregunto al guía, al distinguir a una mujer vieja, cargada, casi descubierta:  
 —Pero, ¿ aquí no hay mujeres, Fliss?
 — No hay mujeres bonitas, señor, sino en
los harenes de los ricos.
 Y, como nos sorprendemos, un poco decepcionados,
  —Las demás son feas todas, porque trabajan...

  EL AMIGO FLISS

  Fliss-ben-Harschaf es un buen amigo. Es amigo de todo el mundo: es guía. El guía, en todos los países, parece ir adquiriendo fatalmente, en razón de su cargo, esa vaga benevolencia reservada y un poquito solapada que se atribuye, con o sin razón, a los diplomáticos. Los guías suelen ser diplomáticos consumados: el amigo Filss-ben-Harschaf lo es en grado eminente. Es diplomático en su propia tierra: no emite juicio alguno acerca de la política interna ni exterior y envuelve en una igual deferencia indiferente a todas las naciones, grandes o pequeñas, representadas en Marruecos, y aun a las que no lo están, como la nuestra. Fliss-ben-Harschaf es un verdadero tangerino semi-europeizado. Habla varios idiomas —el castellano entre ellos, desde luego—, ejerce su oficio, sin preocuparse, como he dicho ya, con la política que es, sin embargo, asunto vital, en Tánger sobre todo—; no explota, sino lo necesario, al extranjero y cumple con los preceptos de su religión, en lo posible.
 Y es Fliss-ben-Harschaf un guía eficaz y amable. Conoce a Tánger maravillosamente; y sabe, no tan sólo traducir las palabras, sino también los sentimientos e ideas, y sus resultantes las costumbres, con sonriente claridad, quizás un poquito irónica, sin que él mismo lo sepa. Él es respetuoso, y es comprensivo, pues habla cinco idiomas. 


 Todo lo muestra Fliss-ben-Harschaf en Tánger, todo menos la Mezquita, prohibida al extranjero. Los tangerinos saludan a Fliss al paso con gravedad fraternal. Si el que saluda es persona conocida, Fliss nos explica: Fulano de Tal, que ocupa tal puesto en la ciudad o la mezquita. En el Zoco, discute con los mercaderes si quieren cobrarnos demasiado caro unas babuchas moriscas. Y al alquilar las muías para el paseo por las afueras, ajusta el precio con injurias sordas al mulatero, para decidirlo ano ganar sino un tanto por ciento razonable.
 Fliss-ben-Harschaf es, pues, un excelente guía y un buen amigo para el extranjero, de paso en Tánger. Le he pedido su nombre y me lo ha escrito con caracteres latinos, pues escribe también en nuestro idioma. Le he prometido recordarlo al escribir de Tánger; y como es, en suma, justo y se lo he prometido y él es, además, una de las más apreciables personas que yo conozca en Tánger, he cumplido mi oferta con placer.

 TÉ CON HIERBAS

 Atravesado el campo verde y oro de Tánger, subidas unas suaves cuestas, al paso meditabundo de nuestras muías, hemos llegado a un café moruno, cerca del Cabo Espartel, un café casi ignoto a los turistas, escondido en una peña y dentro de una rinconada, verde como los campos, y que en esta estación trasciende vagamente a azahar. En frente está el Estrecho, y muy cerca se distingue, al través de la atmósfera tranquila, el litoral de España. 
 Nos sentamos en el suelo, cerca de nuestras tazas de té, sobre la hierba florecida. A poco, tres árabes de noble ademán llegan, nos saludan y se sientan a su vez a alguna distancia. El amigo y guía Fliss-ben-Harschaf nos explica que son dignatarios del Sultán, de paso en Tánger.
 El sol africano, templado por el aliento voluptuosamente tibio de la primavera, agita los penachos de los naranjos y las palmas, y pone en el ánimo una sensación vaga de molicie y un vago deseo de amar. La civilización, nuestra civilización inquieta, atormentada de ambición, de deseos y de orgullo, está muy cerca, a una hora de camino, en la ciudad, donde ella pone cada día una nueva señal de predominio y da un paso más de avance victorioso. Allí está ella, potente y multiforme, y siempre en. marcha, como su símbolo: Ashaverus...
 Pero a este rincón de tregua y olvido no llega su voz. Por estos caminos no podrían avanzar los automóviles sin riesgo de destrozarse el ballestaje o de sufrir el estallido de un neumático. Y frente al mar inmóvil, oyendo, en el silencio de la tarde, el masticar lento de las mulas, puede saborearse, en un breve paréntesis de calma, la paz reveladora del ambiente.
 Nada raro es, en verdad, que sea ésta, tierra de ardiente misticismo. Todos los mayores profetas que han existido, en un ambiente análogo sintieron abrirse al sol de la eternidad la rosa blanca y roja de sus grandes espíritus encendidos de fe y bañados de amor. En el vagoroso ensueño en que la sume la dulzura del día casi vernal, plácese mi mente en unir en armonía inefable, en un mismo encanto de paz risueña, los nombres bellos y sonoros de Benarés, Cafarnáum y Medina. Y, más netamente que nunca, comprende la inmensa dicha que debe de ser sentir el alma toda llena de un grande ideal, desasida en absoluto de todo cuanto no sea él, y presta por él a dar la vida, estremecida y sonriente, para ser más suya aún, como una novia, con la sagrada alegría y el sagrado dolor del Himeneo.



 ...He aquí cómo son fecundos la soledad y el sueño, y cómo limpian por dentro un cielo claro, una mar quieta y un té con hierbas, servido en tazas rudas. Cerca, los tres dignatarios del Sultán, graves y serios, miran la lejanía con mirar ausente, cambiando sobrias frases. Al través de los vecinos trigales, y de mil doscientos años desvanecidos en la eternidad, dijérase que va a surgir el buen Profeta Mahoma, "lento y tozudo sobre su dromedario..." Pero tan sólo se divisa, confusamente, la silueta de una dama inglesa, sobre un solípedo triste, cuyas ancas abraza el guía afectuosamente.
 Las visiones de desvanecen en el aire, como el perfume de amor de los naranjos. Es hora de volver a Tánger, y de Tánger a Europa, y a la vida. Por el camino pedregoso vamos avanzando de nuevo. Llegamos al barrio europeo...
 Y ya en el Zoco, de vuelta, nos llena de rumores los oídos la lucha interminable, la eterna lucha de las razas, las civilizaciones, las costumbres, que en esta tierra mística y sensual ha escogido uno de sus más bellos campos de batalla.

 Tánger, mayo, 1908.

 Fotografías de Antonio Cavilla (1867-1908). 

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