Pedro Marqués de Armas
En un temprano artículo de 1900, “Los
recientes descubrimientos sobre la malaria y el mosquito”, el salubrista Juan
Gener se felicitaba de lo que sería un triunfo próximo, si bien todavía no
consolidado: reducir la mortalidad causada por la fiebre amarilla y otras
enfermedades infectocontagiosas. Su anticipación era del todo realista, pues apuntaba
a un estado de cosas ciertamente controlable. Pero en ese artículo, a la vez, Gener
acciona una alarma: en breve el principal problema sanitario no radicaría
tanto en un germen o ambiente desfavorable como en un ser, o mejor,
en una condición social específica: el cubano. Y se explayaba sobre los vicios y
taras del pueblo, según un enunciado racial que todavía ocultaba, un tanto, su
contenido racista: en breve serían los negros.
Este tipo de formulaciones más o menos
explícitas domina el discurso médico durante los primeros años republicanos. Se
trata del paso de la cuestión biológica a la social, pero no por continuidad o mera
ósmosis entre las partes, sino como resultado de un anudamiento: una percepción definitivamente biologicista y determinista de la sociedad en su conjunto y
buen número de instituciones y prácticas al servicio de ese modelo.
En lo que respecta a la
antropología criminal, cuyo desarrollo en las décadas finales del siglo XIX era
ya notable en Cuba, no faltando propuestas modernizadoras, ahora encuentra
condiciones no sólo nuevas sino además propicias. El éxito frente a los microbios
y vectores va a legitimar, sin dudas, las intervenciones contra los problemas
derivados de la inmigración, la raza y la criminalidad.
Visto a fondo, este
pasaje es también virtual, en la medida en que se alimenta de viejas
aspiraciones biopolíticas ancladas en una sociedad dependiente del trabajo
esclavo, con fallidos proyectos de poblamiento. El sueño de Finlay (propio de los años 1880) de que al eliminarse algún día la fiebre amarilla el país sería habitable
por y para el hombre blanco, se agita desde su virtualidad, para convertirse en política
de Estado.
Finlay fue, a partir de 1878, el principal artífice de los estudios bio-poblacionales.
Sus investigaciones sobre “aclimatación de las razas”, en las que sostuvo
que el clima insular era uno de los “más saludables del mundo para la raza blanca”, defendiendo
una “mayor probabilidad de vida” para inmigrantes
europeos y una disminución potencial de las poblaciones afrocubana y asiática
-a quienes quedaba para sobrevivir el recurso del “cruzamiento”, que desestimó como
perjudicial para los blancos- lo colocan a la cabeza de un proyecto biopolítico
que se consolida en la naciente República.
La razón instrumental, se traducirá en políticas concretas de inmigración y
control de la natalidad que conectan con la eugenesia y, en general, con el
nacionalismo étnico y el racismo de Estado. Es ahora que las frases se
convierten en acciones, y el sueño deviene casi realidad:
“Si como médicos hemos
erradicado la fiebre amarilla y las viruelas, como intelectuales deberíamos
velar por el mejoramiento moral de la Isla” (Le Roy y Cassá).
“No creamos que el azul
perenne de nuestro cielo y las brisas del golfo mejicano nos sanearán del
criminal, no; el único “delincuenticida” conocido es la pena capital, y ésta se
hizo no para la víctima de los códigos, sino para esa salvaje figura troquelada
por la criminología. ¡Investiguemos el organismo de nuestros bárbaros,
estudiemos nuestros salvajes!” (Israel
Castellanos)
“Hagamos con nuestros
criminales lo que hicimos contra los mosquitos: eliminarlos”. (Fernando Ortiz).
Ortiz primero e Israel
Castellanos después son continuadores de Finlay; pero no van a operar sobre mosquitos
y microbios sino sobre sus metáforas desplazadas, o más bien, encarnadas: el
contagio de las supersticiones, los focos de brujería y ñañiguismo,
las nuevas camadas de inmigrantes no deseados.
Se asistía entonces al
empalme entre la antigua teoría socio-darwinista y los presupuestos más
novedosos de la genética que, al tiempo que radicalizan el evolucionismo,
sustentan la doctrina eugenésica. Buena parte de las propuestas de Israel
Castellanos se colocan todavía dentro del darwinismo clásico, siguiendo las
ideas de Garofalo y de Spencer, pero se expresan en un marco de
proyecciones eugenistas: defensa de la pena de muerte como recurso técnico (amparado
en la “selección artificial”), esterilización de locos, idiotas y criminales, control
de “matrimonios patológicos”, etc.
Conceptos como
“degeneración” y “estigmas", largamente sustentados por la criminología
cubana, encontraron cobijo en la nueva genética, la cual, a su vez, se alojó en
el interior de disciplinas como la psiquiatría, la etnología y la antropología
criminal. Al contrario de Lombroso, y al estilo de Montané y de otros
antropólogos de la generación precedente, marcados por la escuela francesa, Castellanos
siempre diferenció entre estigmas degenerativos y atávicos. Con ello trazaba una
rígida demarcación entre locos y delincuentes que, en todo caso, serviría para
ampliar el margen de intervención.
Tuvo en cuenta, es
cierto, al explicar la génesis de la criminalidad, factores sociales apenas
considerados en Italia; pero éstos eran evaluados como elementos
secundarios, más bien como efectos que como causas, tal como resulta evidente,
también, en la obra inicial de Fernando Ortiz.
Castellanos y Ortiz fueron tan lombrosianos el uno como el otro. Pero
las diferencias entre ambos investigadores siempre fueron notables, como lo
demuestra la fe de Ortiz en la educación de las masas, sostenida por Ferri, y
el valor atribuido a la evolución social del crimen, de acuerdo con las ideas
de Nicéforo.
Donde esas diferencias
tuvieron acaso mayores consecuencias fue en la re-conceptualización de las
categorías de “brujos” y “ñáñigos”, con respecto a la noción lombrosiana de
“criminal nato”. Así, mientras Ortiz
adjudicó esta noción a los brujos, sugiriendo medidas de control más bien
circunscritas, Castellanos la transfirió a los miembros de la sociedad Abakuá,
para quienes establece incluso indicadores de reconocimiento somático que,
desde luego, no lograría sustentar.
Al permear con una
categoría más acendradamente biologicista a todo un grupo social (verdadero
entramado que incluía “razas” y estamentos muy diferentes), se creaban las condiciones
para una articulación más enérgica sobre la “cuestión criminal”; a todos los
niveles, desde el académico hasta el propiamente policial.
En última instancia, y acorde con su voluntad antropométrica y judicial, Castellanos se propuso una intervención exhaustiva: rastrear en aquellos individuos y grupos considerados peligrosos que
debían erigirse en “obstáculos” para la puesta en práctica y
consolidación de una ciencia nacional.
Para ello indaga en prisiones y manicomios, reformatorios y centros de
inmigrantes, donde mide “locos, delincuentes, homicidas y meretrices”, pesa
“mandíbulas y cráneos”, colecciona “fotografías y estudia tatuajes”, toma
“impresiones digitales” y escudriña, en fin, “en todo el organismo humano”.
Partiendo de esa experiencia inicial sobre
seres humanos sometidos a encierro, se planteará, en breve, estudiar y promover
el control de determinadas expresiones culturales: bailes, jergas, tatuajes, apodos, carnavales. Todo signo
convertido en indicio, si no en prueba del delito y la inferioridad.
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