No bien resuena el estampido
del bronce media hora antes de despuntar el día, cuando abriéndose las puertas
de la ciudad entran acumulados por ellas los alegres campesinos que, con sus
ayes lastimeros, vienen de las inmediaciones a abastecer los mercados con todo
lo que un fertilísimo suelo, ayudado del arte, produce para sustento y regalo
del hombre. Otros circulando por las calles de intra y extramuros, permanecen
durante la mañana ocupados en la venta al por menor de sus provisiones. A estas
alboradas horas los buques despachados levan sus anclas para transportar
nuestros preciosos frutos a países lejanos: los vapores de Regla comienzan su
incesante crucero de una banda a otra de la bahía; los vaqueros y lecheros
invaden las plazas; los ligeros repartidores de periódicos serpentean por las
calles introduciendo sus diarios por las rendijas de las cerradas puertas y
ventanas; las iglesias van llenándose de ancianas, beatas y madrugadoras que
corren a la primera misa de la mañana; los encargados de la limpieza de la
ciudad comienzan la higiénica tarea de despejar las calles de cajones y
barriles de pestilente basura: los cocineros salen con sus canastas a proveerse
en los mercados, que progresivamente van llenándose de toda clase de gentes
ocupadas en la venta por menudeo: las bodegas se abren para dar entrada a
multitud de jornaleros y obreros que concurren a ellas bien a tomar la mañana,
bien a desayunarse con una taza de café, para marchar en seguida a sus
respectivos trabajos.
Todo va siempre en
movimiento. Los mercados, los paseos, el muelle y el depósito del Ferro-Carril
van cubriéndose de gentes que concurren, ora a pasear la mañana, ora a
embarcarse o despedirse de los amigos que salen de la ciudad. Las náyades
vestidas a la negligé y tiradas en muelles carruajes, corren a su elemento del
recreo, las Delicias o a la Elegancia; y los ensayos de los cornetas y
tambores, el tiroteo de las tropas en instrucción en los recintos, las parejas
y tríos que van y vienen del campo, las volantes y quitrines de alquiler, las
guaguas (ómnibus) y filas de carretones que comienzan sus estrepitosas tareas,
van preparando el ruido que luego sigue en aumento.
Óyense las siete: y los
tormentosos tambores y cornetas de las guardias que se relevan, se hacer oír en
todos los ámbitos de la capital. Las campanadas de las locomotoras del
ferro-carril anuncian al pasajero la salida del tren de S. Antonio: los niños
se encaminan para sus escuelas, y el empleado se levanta y apoltronando su
humanidad en un muelle sillón, toma una taza de café, fuma un tabaco y se ocupa
en seguida en leer los periódicos hasta la hora en que almuerza y sale para su
destino. Hora es también esta en que los isleños (buhoneros) comienzan a lucir
sus elevados pulmones para anunciar sus "aretes, sortijas, dedales,
tijeras finas", etc.: en que los fruteros empiezan a formar sus pilas y
mesas, y en que los mercaderes faltos de quehaceres politiquean desde las
puertas de sus establecimientos con los periódicos en las manos.
Suenan las nueve: y esta
hora varía el cuadro de aspecto. Los vaqueros tornan sus numerosas vacas a sus
pastos, ya por la calle de la Reina, ya por la calzada del Monte, como para
acabar de obstruir el paso, interrumpido incesantemente por multitud de
carruajes y caballos que van y vienen por ellas a estas horas: bordas de
estudiantes salen de sus clases universitarias, e invadiendo las calles se
hacen ceder el paso por temor de sus juveniles maldades.
Las bellas dejan a estas
horas a Morfeo para sentarse a la mesa, dispuesta ya para el almuerzo; a
excepción de alguna que otra madrugadora que hace antes sus estudios de piano o
canto, o bien toma algún periódico para dejarlo caer de las manos si no
contiene alguna novela, poesía o artículo favorable a su sexo: es asimismo la
hora en que los enjaezados carruajes de los funcionarios públicos, corren
encontrándose sus plateadas bocinas por las calles de O-Reilly, Obispo, Muralla
y Mercaderes, centros de agitación y ruido general, para llegar a sus destinos:
y en que los tribunales y estudios de los letrados quedan abiertos a los
litigantes.
A las diez llega la
confusión a su crisis: el aturdidor sonido del martillo en el taller del
artesano: el del canto penetrante de los africanos ocupados en entongar, pesar,
cargar y descargar los carretones de cajas de azúcar o de café: el de los
monótonos temas del ambulante organista; el de la multitud de pianos que en
cada manzana atormentan a los no dilletanti: el agudo pregonar de las fruteras,
vendedores de ropa y de billetes de la lotería que pululan por las calles; el
continuo transitar de más de cuatro mil carruajes y de hombres de todas edades
que circulan en distintas direcciones, formando un cuadro difícil de pintar.
Los litigantes, procuradores, oficiales de causas con sus expedientes debajo
del brazo, se dirigen a los tribunales o escribanías para dar a las causas el
curso que las leyes recomiendan: las bellas habaneras luciendo de sus
celebrados breves pies en las conchas de elegantes quitrines ocupan las puertas
de los establecimientos de prenderías, modistas y tiendas de ropa,
(perfectamente surtidas de cuanto a su capricho o vanidad puede antojarse) bien
para proveerse de los enseres propios de sus distintas labores, ya para
explorar las novedades, poniendo en ejercicio la afectada, amabilidad y paciencia
de los dependientes. La bahía, las cercanías de la aduana, el muelle ¡qué
Babilonia! Túrbase la vista al contemplar el continuo y rápido movimiento de
millares de buques de todos tamaños y naciones, que figurando espesos bosques
con sus empinadas arboladuras, surcan las aguas de la bahía en todas
direcciones, cruzándose unos a otros, girando sobre sí mismo y describiendo
toda clase de figuras geométricas, ya para atracar a los muelles, ya para
sufrir carenas, ya en fin, para cargar o descargar.
Velas hasta de mil y más
toneladas procedentes de todos países y cargados de preciosas mercancías que
desde muy temprano aparecían en la boca del puerto, aprovechan esta hora en que
se remonta un poco más la alígera brisa para introducirse en el puerto con
regocijo de sus consignatarios que ansiosamente aguardan el arribo de estos
bajeles. Entretanto mil goletas, botes y falúas destinados exclusivamente a la
navegación de cabotaje y conducción de frutos y embarque de pasajeros,
culebrean por entre los demás buques, avanzan, giran, se ensaltan, viran e
introducen por espacios al parecer más adecuados para su admisión.
Tres sonoros toques de la
campana mayor de la Catedral anuncian la hora del deseado descanso a los
jornaleros y demás trabajadores y a los portadores de reloj, su arreglo. La
proximidad al palacio del Gobierno, Intendencia, Universidad, Almoneda y aun a
la Aduana, centros de grandes negocios, hacen que la espléndida confitería y
nevería de la Dominica, los magníficos cafés y neverías de la Lonja y Arroyo, y
los establecimientos de soda de la Columnata y la Imperial y lechería del
Carmen sean invadidos por enjambres de sedientos y golosos, que a estas
calurosas horas procuran refrigerarse con agradable granizado, agraces o
riquísimos pastelitos.
La una. Hora solícita (en
los días de fiesta) del elegante y fino para cumplir con las visitas de
etiqueta y de la encantadora beldad para recibir las de su apasionado a quien
los minutos antes han parecido años. Las frutas y refrescos hacen dar treguas a
los quehaceres del día en hora tan fatigosa.
Las dos. Vuelven ya los
obreros a sus trabajos, en tanto van desocupándose las oficinas. Cerrándose los
bufetes y retirándose este a los baños, aquel al hotel del Águila de oro y este
otro al seno de su familia. Mil volantes simonas paradas en el depósito del
Ferrocarril anuncian la próxima llegada de los trenes de pasajeros.
Las tres. Las opíparas mesas
empiezan a ser honradas y hasta las cinco permanece la numerosa población con
alguna menos agitación; mas desde esta hora vuelve progresivamente a
reanimarse, aunque de un modo diferente. Los placeres sustituyen generalmente a
los trabajos, y quien desde bien temprano sale a respirar un ambiente más puro,
ya en los campestres barrios del Cerro y Jesús del Monte, ya en la poética
Puentes Grandes, Guanabacoa, la Chorrera o bien en el Paseo militar, o jardín
de Peñalver; este antiguo parroquiano del mentidero ocurre devoto a su
feligresía; aquel todavía más clásico se encamina a ver los adelantos de las
obras públicas; la fábrica del gas, el hospital militar, el salón de O-Donnell
(antes alameda de Paula) el despejado muelle, algún buque, o bien las empinadas
fortalezas de la Cabaña, el Príncipe o el Morro, donde en espléndido panorama
se ofrece a su vista una dilatada ciudad rodeada de argentadas aguas y
pintorescos collados lujosamente alfombrados por una rica y lozana vegetación,
esmaltada por los débiles y colorantes rayos del moribundo sol.
Mil elegantes carruajes de
todas formas conduciendo las deidades habaneras, ocupan en forma de cordón el
dilatado paseo de Isabel II, donde las esperan una fila de gallardos jóvenes
solo para el desconsuelo de verlas pasar fugitivas cuatro o seis veces:
mientras que un fúnebre carro seguido de otro cordón de carruajes atraviesa por
una de las cabezas del mismo paseo para conducir á la última morada al que no
puede disfrutar del mundo. ¡Tal es el drama de la vida!
Tocan las oraciones, cada
cual toma distinta dirección: esta por estar ya vestida de punta en blanco se
dispone a pagar una visita de cumplo-y-miento; aquella atraída por el melifluo
dúo de Hernani se encamina hacia la retreta. Este incitado por túmidos anuncios
se dirige a alguna función teatral, u otra con que suelen distraernos los
saltimbanquis; aquel invitado, concurre a una tertulia en que una amable beldad
hace el encanto con su brillante voz o prodigiosa ejecución de irresistibles
danzas cubanas en el piano: este otro más positivista se dirige a oír
instructivas explicaciones de los distintos ramos del saber, en el Liceo artístico
y literario. Los espléndidos establecimientos de las calles de la Muralla,
Obispo y O-Reilly, así como el hermoso mercado de Tacón, brillantemente
alumbrados por gaseosa y nítida luz, se cubren de compradores y curiosos, que
se extasían admirando las preciosidades que encierran.
Oyense las nueve: y
concluidos los melodiosos sones de la retreta, vuelven los sedientos y golosos
a inundar la espaciosa Lonja y el elegante café de Arriyaga, para gustar sus
afanados helados y chocolate, la Dominica para gozar de sus bien confeccionados
dulces, la Imperial y la Columnata para absorber sus gaseosas aguas de soda, la
Diana para refrigerarse con exquisita horchata y la lechería del Carmen para
nutrirse con un hermoso vaso de leche helada. Los habitantes de extramuros para
satisfacer las mismas exigencias se ven precisados a ocurrir al hermoso y
elegante café de Escauriza, rendez vous desde por la tarde que se llena de
ociosos.
A las diez hace el amante su
saludo de retirada a su encanto, y la numerosa población se recoge, oyéndose
solo desde media hora después, la voz del vigilante sereno y centinelas de las
fortalezas. Solo se ve abierta alguna que otra casa que espera la familia
asistente a alguna diversión. El rugiente carruaje hace temblar las solitarias
calles y anuncia la llegada. Mientras los jóvenes reunidos se preparan para
entregarse a Morfeo; ¡pobre vestido de las damas! Mientras las damas se ocupan
en la misma operación ¡pobre vestido de las otras damas y de los hombres!
Relator
El Colibrí, tomo 2, no 1, 1847, pp. 68-72.
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