domingo, 15 de julio de 2012

Un día en La Habana




 No bien resuena el estampido del bronce media hora antes de despuntar el día, cuando abriéndose las puertas de la ciudad entran acumulados por ellas los alegres campesinos que, con sus ayes lastimeros, vienen de las inmediaciones a abastecer los mercados con todo lo que un fertilísimo suelo, ayudado del arte, produce para sustento y regalo del hombre. Otros circulando por las calles de intra y extramuros, permanecen durante la mañana ocupados en la venta al por menor de sus provisiones. A estas alboradas horas los buques despachados levan sus anclas para transportar nuestros preciosos frutos a países lejanos: los vapores de Regla comienzan su incesante crucero de una banda a otra de la bahía; los vaqueros y lecheros invaden las plazas; los ligeros repartidores de periódicos serpentean por las calles introduciendo sus diarios por las rendijas de las cerradas puertas y ventanas; las iglesias van llenándose de ancianas, beatas y madrugadoras que corren a la primera misa de la mañana; los encargados de la limpieza de la ciudad comienzan la higiénica tarea de despejar las calles de cajones y barriles de pestilente basura: los cocineros salen con sus canastas a proveerse en los mercados, que progresivamente van llenándose de toda clase de gentes ocupadas en la venta por menudeo: las bodegas se abren para dar entrada a multitud de jornaleros y obreros que concurren a ellas bien a tomar la mañana, bien a desayunarse con una taza de café, para marchar en seguida a sus respectivos trabajos.
 Todo va siempre en movimiento. Los mercados, los paseos, el muelle y el depósito del Ferro-Carril van cubriéndose de gentes que concurren, ora a pasear la mañana, ora a embarcarse o despedirse de los amigos que salen de la ciudad. Las náyades vestidas a la negligé y tiradas en muelles carruajes, corren a su elemento del recreo, las Delicias o a la Elegancia; y los ensayos de los cornetas y tambores, el tiroteo de las tropas en instrucción en los recintos, las parejas y tríos que van y vienen del campo, las volantes y quitrines de alquiler, las guaguas (ómnibus) y filas de carretones que comienzan sus estrepitosas tareas, van preparando el ruido que luego sigue en aumento.
 Óyense las siete: y los tormentosos tambores y cornetas de las guardias que se relevan, se hacer oír en todos los ámbitos de la capital. Las campanadas de las locomotoras del ferro-carril anuncian al pasajero la salida del tren de S. Antonio: los niños se encaminan para sus escuelas, y el empleado se levanta y apoltronando su humanidad en un muelle sillón, toma una taza de café, fuma un tabaco y se ocupa en seguida en leer los periódicos hasta la hora en que almuerza y sale para su destino. Hora es también esta en que los isleños (buhoneros) comienzan a lucir sus elevados pulmones para anunciar sus "aretes, sortijas, dedales, tijeras finas", etc.: en que los fruteros empiezan a formar sus pilas y mesas, y en que los mercaderes faltos de quehaceres politiquean desde las puertas de sus establecimientos con los periódicos en las manos.
Suenan las nueve: y esta hora varía el cuadro de aspecto. Los vaqueros tornan sus numerosas vacas a sus pastos, ya por la calle de la Reina, ya por la calzada del Monte, como para acabar de obstruir el paso, interrumpido incesantemente por multitud de carruajes y caballos que van y vienen por ellas a estas horas: bordas de estudiantes salen de sus clases universitarias, e invadiendo las calles se hacen ceder el paso por temor de sus juveniles maldades.
 Las bellas dejan a estas horas a Morfeo para sentarse a la mesa, dispuesta ya para el almuerzo; a excepción de alguna que otra madrugadora que hace antes sus estudios de piano o canto, o bien toma algún periódico para dejarlo caer de las manos si no contiene alguna novela, poesía o artículo favorable a su sexo: es asimismo la hora en que los enjaezados carruajes de los funcionarios públicos, corren encontrándose sus plateadas bocinas por las calles de O-Reilly, Obispo, Muralla y Mercaderes, centros de agitación y ruido general, para llegar a sus destinos: y en que los tribunales y estudios de los letrados quedan abiertos a los litigantes.
 A las diez llega la confusión a su crisis: el aturdidor sonido del martillo en el taller del artesano: el del canto penetrante de los africanos ocupados en entongar, pesar, cargar y descargar los carretones de cajas de azúcar o de café: el de los monótonos temas del ambulante organista; el de la multitud de pianos que en cada manzana atormentan a los no dilletanti: el agudo pregonar de las fruteras, vendedores de ropa y de billetes de la lotería que pululan por las calles; el continuo transitar de más de cuatro mil carruajes y de hombres de todas edades que circulan en distintas direcciones, formando un cuadro difícil de pintar. Los litigantes, procuradores, oficiales de causas con sus expedientes debajo del brazo, se dirigen a los tribunales o escribanías para dar a las causas el curso que las leyes recomiendan: las bellas habaneras luciendo de sus celebrados breves pies en las conchas de elegantes quitrines ocupan las puertas de los establecimientos de prenderías, modistas y tiendas de ropa, (perfectamente surtidas de cuanto a su capricho o vanidad puede antojarse) bien para proveerse de los enseres propios de sus distintas labores, ya para explorar las novedades, poniendo en ejercicio la afectada, amabilidad y paciencia de los dependientes. La bahía, las cercanías de la aduana, el muelle ¡qué Babilonia! Túrbase la vista al contemplar el continuo y rápido movimiento de millares de buques de todos tamaños y naciones, que figurando espesos bosques con sus empinadas arboladuras, surcan las aguas de la bahía en todas direcciones, cruzándose unos a otros, girando sobre sí mismo y describiendo toda clase de figuras geométricas, ya para atracar a los muelles, ya para sufrir carenas, ya en fin, para cargar o descargar.
 Velas hasta de mil y más toneladas procedentes de todos países y cargados de preciosas mercancías que desde muy temprano aparecían en la boca del puerto, aprovechan esta hora en que se remonta un poco más la alígera brisa para introducirse en el puerto con regocijo de sus consignatarios que ansiosamente aguardan el arribo de estos bajeles. Entretanto mil goletas, botes y falúas destinados exclusivamente a la navegación de cabotaje y conducción de frutos y embarque de pasajeros, culebrean por entre los demás buques, avanzan, giran, se ensaltan, viran e introducen por espacios al parecer más adecuados para su admisión.
 Tres sonoros toques de la campana mayor de la Catedral anuncian la hora del deseado descanso a los jornaleros y demás trabajadores y a los portadores de reloj, su arreglo. La proximidad al palacio del Gobierno, Intendencia, Universidad, Almoneda y aun a la Aduana, centros de grandes negocios, hacen que la espléndida confitería y nevería de la Dominica, los magníficos cafés y neverías de la Lonja y Arroyo, y los establecimientos de soda de la Columnata y la Imperial y lechería del Carmen sean invadidos por enjambres de sedientos y golosos, que a estas calurosas horas procuran refrigerarse con agradable granizado, agraces o riquísimos pastelitos.
 La una. Hora solícita (en los días de fiesta) del elegante y fino para cumplir con las visitas de etiqueta y de la encantadora beldad para recibir las de su apasionado a quien los minutos antes han parecido años. Las frutas y refrescos hacen dar treguas a los quehaceres del día en hora tan fatigosa.
 Las dos. Vuelven ya los obreros a sus trabajos, en tanto van desocupándose las oficinas. Cerrándose los bufetes y retirándose este a los baños, aquel al hotel del Águila de oro y este otro al seno de su familia. Mil volantes simonas paradas en el depósito del Ferrocarril anuncian la próxima llegada de los trenes de pasajeros.
 Las tres. Las opíparas mesas empiezan a ser honradas y hasta las cinco permanece la numerosa población con alguna menos agitación; mas desde esta hora vuelve progresivamente a reanimarse, aunque de un modo diferente. Los placeres sustituyen generalmente a los trabajos, y quien desde bien temprano sale a respirar un ambiente más puro, ya en los campestres barrios del Cerro y Jesús del Monte, ya en la poética Puentes Grandes, Guanabacoa, la Chorrera o bien en el Paseo militar, o jardín de Peñalver; este antiguo parroquiano del mentidero ocurre devoto a su feligresía; aquel todavía más clásico se encamina a ver los adelantos de las obras públicas; la fábrica del gas, el hospital militar, el salón de O-Donnell (antes alameda de Paula) el despejado muelle, algún buque, o bien las empinadas fortalezas de la Cabaña, el Príncipe o el Morro, donde en espléndido panorama se ofrece a su vista una dilatada ciudad rodeada de argentadas aguas y pintorescos collados lujosamente alfombrados por una rica y lozana vegetación, esmaltada por los débiles y colorantes rayos del moribundo sol.
 Mil elegantes carruajes de todas formas conduciendo las deidades habaneras, ocupan en forma de cordón el dilatado paseo de Isabel II, donde las esperan una fila de gallardos jóvenes solo para el desconsuelo de verlas pasar fugitivas cuatro o seis veces: mientras que un fúnebre carro seguido de otro cordón de carruajes atraviesa por una de las cabezas del mismo paseo para conducir á la última morada al que no puede disfrutar del mundo. ¡Tal es el drama de la vida!
 Tocan las oraciones, cada cual toma distinta dirección: esta por estar ya vestida de punta en blanco se dispone a pagar una visita de cumplo-y-miento; aquella atraída por el melifluo dúo de Hernani se encamina hacia la retreta. Este incitado por túmidos anuncios se dirige a alguna función teatral, u otra con que suelen distraernos los saltimbanquis; aquel invitado, concurre a una tertulia en que una amable beldad hace el encanto con su brillante voz o prodigiosa ejecución de irresistibles danzas cubanas en el piano: este otro más positivista se dirige a oír instructivas explicaciones de los distintos ramos del saber, en el Liceo artístico y literario. Los espléndidos establecimientos de las calles de la Muralla, Obispo y O-Reilly, así como el hermoso mercado de Tacón, brillantemente alumbrados por gaseosa y nítida luz, se cubren de compradores y curiosos, que se extasían admirando las preciosidades que encierran.
 Oyense las nueve: y concluidos los melodiosos sones de la retreta, vuelven los sedientos y golosos a inundar la espaciosa Lonja y el elegante café de Arriyaga, para gustar sus afanados helados y chocolate, la Dominica para gozar de sus bien confeccionados dulces, la Imperial y la Columnata para absorber sus gaseosas aguas de soda, la Diana para refrigerarse con exquisita horchata y la lechería del Carmen para nutrirse con un hermoso vaso de leche helada. Los habitantes de extramuros para satisfacer las mismas exigencias se ven precisados a ocurrir al hermoso y elegante café de Escauriza, rendez vous desde por la tarde que se llena de ociosos.
 A las diez hace el amante su saludo de retirada a su encanto, y la numerosa población se recoge, oyéndose solo desde media hora después, la voz del vigilante sereno y centinelas de las fortalezas. Solo se ve abierta alguna que otra casa que espera la familia asistente a alguna diversión. El rugiente carruaje hace temblar las solitarias calles y anuncia la llegada. Mientras los jóvenes reunidos se preparan para entregarse a Morfeo; ¡pobre vestido de las damas! Mientras las damas se ocupan en la misma operación ¡pobre vestido de las otras damas y de los hombres!
                            
  
  Relator

   
  El Colibrí, tomo 2, no 1, 1847, pp. 68-72.


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