viernes, 20 de julio de 2012

Estudio sobre los presidios






 Marcial Dupierris


 Nuestro empleo de médico por algunos años en el Real Arsenal de este Apostadero, en el cual se halla un crecido número de presidiarios, nos ha facilitado medios de hacer un especial estudio acerca de esos infelices, cuya posición no está de acuerdo con su carácter; el fin de la buena moralidad no está satisfecho en el presidio de la Habana; el castigo es igual para todos los criminales, sea cual fuere su delito, y solo varía en el tiempo de su condena.
De todos los presidios de la Capital, el del Arsenal está considerado como el más penoso; pero aunque los trabajos de aquellos presidiarios son más fuertes que los de los otros presidios, tienen sin embargo el consuelo de ser visitados por sus parientes y conocidos a ciertas horas del día, particularmente los días feriados. Los presidiarios de los demás puntos son empleados comúnmente en la composición de calles, por lo que están en continuo contacto con sus camaradas, presuntos malhechores, que no tardan en ser presa de la justicia. Resulta de esto que esos hombres son considerados simplemente como unos particulares, a quienes se hubiere impuesto la obligación del trabajo por un tiempo determinado, durante el cual se les suministrará de lo necesario. La situación es apenas deshonrosa!  
Consideremos por un momento lo que puede sobre un espíritu ya viciado el roce frecuente con los presidiarios. El uno cuenta la historia de los delitos que le han conducido al estado en que se encuentra; otro, haciendo del valiente, quiere hacer ver a los compañeros que si lo han preso, ha sido por que se ha equivocado en ciertos particulares, y que si hubiera obrado de este o del otro modo, se hubiera librado de la sujeción en que se halla, o por lo menos del castigo; y otros en fin, malos por inclinación, se complacen en aleccionar a los más tranquilos, en mil clases de horrorosos crímenes, partos de su invención, o verdaderas fechorías suyas o de sus cómplices, haciendo alarde a la vez de verse en aquel estado, que consideran como muy conforme a su carácter y hábitos. Se comprende toda la perversidad que esas lecciones deben fomentar en el corazón de hombres acostumbrados a la holganza e inclinados al mal.
 Preciso es observar que en estos países, y en ciertas clases de la sociedad, suele mirarse como deshonroso el trabajo. El rico ha sentado ese precedente, y en su prodigioso orgullo, el pobre quiere imitar al rico. Inútil nos parece declarar aquí las causas de esa aberración, tanto más deplorable, cuanto que el hombre, aunque perezoso, debe sustentarse. Sabido es la sobriedad con que vive la clase de color, libre; que prefiere los harapos al buen vestido, cuando para obtenerlo es preciso trabajar mucho. Dominado pues, por esas ideas, claro es que el hombre se hallará muy dispuesto á aprender que todo lo que necesita puede obtenerlo sin grandes trabajos ni fatigas. El presidio no espanta al que falto de todo recurso en la sociedad, sabe que a continuación de su sentencia halla alimentos, ropa, asistencia en sus enfermedades, medios con que obtener lo necesario para sustentar algunos de sus vicios, y las frecuentes visitas de sus parientes y amigos; además de eso, el presidio es una escuela en donde se perfeccionará en el arte de los Cartouches y de los Mandrines: allí aprenderá sin duda como se da la puñalada de modo que la víctima no tenga lugar de lanzar un quejido.
Tal es el presidio de la Habana: no es un lugar de corrección, es simplemente un sitio en el cual se encierra al malhechor por un tiempo más o menos largo, con el fin de librar temporalmente a la sociedad de sus maldades; es también, y este es su peor lado, un taller en donde se forjan y refinan los métodos de criminalidad que hacen maestros, como ya dijimos, a los que al entrar en él eran solo aprendices.

   Modificaciones relativas a los presidios

De ahí proviene que con el actual sistema de presidios en la Habana, el desgraciado que ha entrado en ellos, tan pronto como ha cumplido su condena, obedece a la necesidad de volver a entrar; porque podrá salir del presidio, pero no abandonar la senda que conduce a él. ¿Y cómo no suceder así? La sociedad lo rechaza…! ¿Quién querrá emplear a su lado un presidiario cumplido, en un país en donde los antecedentes de cada individuo son conocidos? El presidiario que haya sido destinado a los trabajos públicos en la Habana, queda para siempre infamado, aun cuando su culpa haya sido leve y buenas sus intenciones respecto a su futura conducta; porque si no es conocido de momento por la persona a quien haya acudido a pedir ocupación, lo será de otros muchos, y no podrá sustraerse a la proscripción. No puede pues esperar la subsistencia de su trabajo; qué le resta sino la depravación? Helo pues ya de nuevo engolfado en el crimen, hacia el cual lo inclina la seguridad que cree tener en la habilidad adquirida en la educación del presidio; pues sabe ya como debe manejarse para no ser fácilmente preso; el modo de cometer sus maldades con más método, y de consiguiente con mayor suerte y más confianza; sabe en fin que el presidio no es lo que se piensa en el mundo; y la guerra que hace a la sociedad tiene una especie de disculpa perfecta, en su juicio, puesto que esta lo rechaza de su seno.
Sin perder nuestro tiempo en combatir opiniones inexplicables, preguntaríamos si no podría modificarse el sistema de presidios adoptado en la Habana, de tal modo, que fuera más análogo al estado actual de civilización. Nosotros lo creemos posible, sin que para ello sea necesario recargar las contribuciones públicas. Todo consiste en hacer el trabajo del presidiario más productivo de lo que sea necesario para su mantenimiento.
 Desearíamos que el presidiario se emplease en tareas privadas y que nada le distrajese del cumplimiento de sus obligaciones. Este aislamiento sería un verdadero castigo, que más tarde vendría a servirle de satisfacción, cuando al cumplimiento de su condena, quisiera llevar una nota de buena conducta; no sería reconocido de nadie, y podría ir confiado en volver a obtener su lugar en la sociedad; temería mucho volver al presidio, convencido de que el tiempo que hubiera de pasar en él, estaría sometido a grandes privaciones, a no ver a sus parientes y amigos; aprendería a trabajar, a ser sumiso, sobrio y a conocer el precio de su libertad; lo que hubiera sufrido durante su prisión, le infundiría el temor de volver a ella; saldría en fin con algunos recursos, si su conducta había sido buena, conociendo por ese medio la recompensa a la vez que el castigo, y muy pronto habría de obtener lo primero y evitar lo segundo. Todo esto y mucho más podría obtener casi de momento, aplicando los presidios a los trabajos de terraplén, trabajos sumamente útiles a la salud y al bien general, cuyo teatro estaría fuera del alcance del público espectador. Una vez terminados los terraplenes, que no sería pasado mucho tiempo, podría organizarse prisiones de trabajo en común, pero dispuestos de modo que los dormitorios quedasen aislados. Nuestras observaciones nos han hecho conocer cuan horrible es para esos infelices la privación de la frecuentación nocturna.
 Poco podemos decir relativo al modo como deban ejecutarse los trabajos; porque teniendo nuestra profesión muy poca conexión con la de ingenieros, no nos hallamos aptos para ello. Falta saber cómo podría la ciudad hacerse propietaria de los terrenos que deben ser terraplenados. Este es asunto puramente municipal, que no trataremos, ni tampoco si convendría que la Municipalidad formulase las bases de un tratado, por medio del cual, el propietario actual reembolsase el más valor del terreno, una vez terminado el trabajo, o bien después de la venta o arriendo de aquel. Lo que sí podemos asegurar es que después de terraplenados esos terrenos, tendría cada solar un valor excesivo del poco o ninguno que hoy se les da. La mayor parte de ellos están situados en las inmediaciones de arrabales, que con ansiedad se aguarda la ocasión de que se extiendan. Preparadas las cosas así, se irá estableciendo una especie de colonia militar bien organizada, cuyos jefes vigilarían la conducta de los trabajadores y llevarían apunte semanal de la conducta y suma que hubiese de recompensar cada individuo, al cual se le abriría exacta cuenta de crédito. Al cumplimiento de la condena recibiría el presidiario el haber que tuviese; cuya propiedad quedaría en caso de muerte, a favor de sus herederos; para cuyo efecto debería inspirársele toda confianza de que ese requisito sería observado religiosamente. Esto no podría por menos de influir de un modo portentoso en todo ánimo que alienta la confianza, o al menos la esperanza en el porvenir. Somos de parecer que el sistema de recompensas debería extenderse a los soldados que vigilasen la colonia; el tiempo se emplearía mucho más útilmente, como bien se deja comprender.

 Medios propuestos para ejecutar los terraplenes en los alrededores de La Habana

 No obstante de haber dicho que no nos hallamos aptos para poder indicar el modo como se han de ejecutar esos trabajos, permítasenos exponer algo relativo a ellos. La natural inclinación de los terrenos elevados, hacia los puntos que deben ser terraplenados, presenta la gran ventaja de poderse establecer en estos dos caminos de hierro paralelos, provisionales y con el suficiente declive, para que sin auxilio de ninguna otra potencia, pueda un carro rodar hacia la parte donde haya de depositarse su carga; haciendo por medio de su descenso remontar al que se halla abajo sobre el otro camino de hierro adjunto. Un motón fijado a un poste colocado en medio de los dos caminos y en la parte superior del punto de partida, daría paso al asa de un cabo, cuyas puntas deben estar afianzadas en un anillo, en la parte posterior del carro; ese cabo será de un largo suficiente para contener un carro hasta el final del camino, mientras que el otro esté arriba cargándose. Una cuña o una cadena delante de cada rueda, y fijada en el poste, contendrán el carro en el lugar que se desee. Una vez cargado el carro, se echa a rodar con bastante impulso, para hacerlo llegar a su destino, y el otro remontará remolcado por el cabo designado. Algunos rollos colocados entre los travesaños de los caminos, facilitarán el resbalamiento del cabo, cuando llegue a tocar el suelo por efecto de su propio peso. Cuando el terreno de esa parte estuviese arreglado, esos caminos de hierro podrán ser trasladados a otro punto sin mucho trabajo.
 Podrá decirse que se carece de fondos para la realización de ese proyecto, y que a duras penas se consigue sostener los presidios destinados a trabajos putamente indispensables; que lo que proponemos tendría costos demasiado crecidos, para que merezca fijarse en ello la atención con miras de conveniencia. Pero a esto diríamos que las objeciones serían dignas de consideración, si los terrenos designados no adquiriesen un valor excesivo después de terraplenados, y que su importe no bastase y excediese a todos los costos invertidos. Además de eso, higiénica y administrativamente hablando, proponemos una cosa moral y materialmente indispensable; una cosa en fin, que esta capital está o estará muy pronto en la necesidad de que se haga. Cuando hemos dicho que cualesquiera objeción que se nos hiciera, bajo el punto de vista económico, sería especiosa, nos hemos escudado con el valor que deberían necesariamente adquirir esos terrenos una vez terraplenados. Esta consideración de la mayor importancia, nos permite asegurar que fácilmente hallaría la ciudad un empréstito para llevar a término esos trabajos. Los capitalistas se conformarían con las seguridades que los dueños de los terrenos prestasen a la ciudad. Quizás se hallarían empresarios que se hicieran cargo de ese gran proyecto, con tal de que se pusiesen los presidiarios y algunos soldados a su disposición.
 Llegado ese caso, los fondos hoy aplicados al mantenimiento de los presidiarios, podrían ser destinados a los trabajos en que se hallan ocupados, y estos, en manos de otras empresas, disminuirían infinitamente el número de empleados.

             
                     La Habana, 1852.  


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