viernes, 13 de julio de 2012

El progreso en La Habana




 En este mes del año de 1818 se realizó en la isla de Cuba uno de aquellos hechos memorables por felices, y el más grande quizas en su historia, después del primitivo de su descubrimiento, si se mide aquella grandeza, por su valor trascendental en beneficio constante y progresivo del estado económico del país. Hecho dimanado de un acto del gobierno de nuestro nunca olvidado Fernando VII, que supo reunir en su inmortal resolución al acierto de su sabiduría como rey, la clemencia como un padre amoroso por sus vasallos en estas regiones de Occidente. Con efecto, la franquicia absoluta del puerto de la Habana a todas las naciones de las cinco partes del Mundo; la libre y diaria contratación con los pueblos civilizados de Europa y América, ha sido una verdadera inspiración del cielo al piadoso Fernando, que supo dictar aquella real gracia con ánimo no menos liberal que ilustrado. Su política previsora le hizo ver en un punto lo que eran las cosas y lo que serían después de expedido el soberano decreto, que a la manera del fiat lux, había de crear una nueva existencia para su colonia: decreto providencial que la sacaba del estado de infancia perpetua en que vivía y que era inevitable, para darla con mano fuerte, crecimiento, actividad y progreso. Decimos inevitable aquel estado primitivo y menesteroso de la isla, porque el de su metrópoli desde el siglo pasado había venido tan a menos en su riqueza, y en los medios de repararla; era tan visible su decadencia en la producción para el cambio exterior con las otras naciones, que no era posible que ocurriese con su propia industria y su marina a satisfacer las necesidades de las colonias. Tenía pues que hacerlo proveyéndose en los mercados extranjeros, y como era exclusivo el tráfico entre aquellas posesiones y ciertos puertos de la Península, resultaba de aquí la exhorbitancia en los precios de las mercancías importadas, y la imposibilidad del fomento.
 Nuestros reyes, que fueron siempre tan solícitos por la prosperidad de sus colonias, comprendieron que la isla de Cuba siendo la más menesterosa de todas por la clase de sus productos y por su escasa población, no podía medrar de ningún modo sujeta como lo estaba al régimen restrictivo; y este convencimiento, era tanto más fuerte en el ánimo de Fernando, cuanto que sabía que la Corona había tenido que desprenderse de una parte de sus rentas de Méjico para sufragar los gastos públicos de la isla: tal era la cantidad que con el nombre de situado se remitía anualmente a las cajas reales de la Habana. Quien vivía pues como si dijéramos de suscripción, y no de sus propios recursos, estaba en la verdadera condición del pobre, y lo que era mas triste, sin esperanzas de mejorarla. El paternal corazón de Fernando, oidos los pareceres de sus Consejeros y Ministros, sobre la franquicia comercial para los puertos de Cuba, que le habían pedido distinguidos patricios por su saber y lealtad, dictó la real merced, tan amplia y tan libre como era conveniente, y la demandaba la situación menesterosa del país. No vaciló Fernando en otorgarla, siendo tan evidentes las razones que le expusieron los suplicantes, los hechos actuales que existían, el prospecto que le presentaron de riqueza y prosperidad de la isla como resultado preciso de aquella libertad; sobre todo la formación de una renta fiscal como consecuencia, no menos cierta de aquel desarrollo, para cubrir los gastos de la propia isla sin el socorro de Méjico, y aun quedar de ella un lucido sobrante en la tesorería para remitir a las arcas de Madrid. Todo se realizó en efecto como una profecía, y entre las muchas disposiciones acertadas del reinado de aquel monarca, pocas se contaran más felices que el real decreto de la franquicia mercantil otorgada a los puertos de Cuba.
 Suceso tan fausto debió regocijar a los habitantes de la Habana que habían de ser los primeros que sintieran los beneficios de aquella soberana resolución. Los elogios al Rey eran consiguientes y justos, y uno de los habaneros más distinguidos entonces por su saber y eminentes virtudes, el presbítero D. Félix Várela, pronunció en bien entendidas y elocuentes frases el panegírico del Rey como dispensador de la felicidad pública.
 Este suceso es el que nos mueve a escribir un recuerdo de su origen y bendecirlo, como un hecho que ha sido tan fecundo en treinta y cinco años que cuenta de vida, engrandeciendo las mezquinas proporciones de lo poco que existía antes de él, y creado casi todo lo que hoy vemos y disfrutamos. Curioso sería formar dos cuadros comparativos, uno atrasado y estadizo, y otro actual y progresivo de la vida material y social de nuestros mayores al acabar el último siglo, y de la nuestra hoy en 1854, desde el año de gracia de 1818. Nosotros juzgando por la tradición, y aun por algo de lo que pudimos ver, nos figuramos la vida de los habitantes de la Habana en aquel entonces como una verdadera clausura. El aspecto de la ciudad, casi renovado hoy, se resentiría naturalmente de la antigua irregularidad por la fabricación de las casas y el gusto en su forma, si hemos de juzgar por el resto que queda de algunas en la calle de Mercaderes entrando por la plazuela de Sto. Domingo. Su bahía estaría desierta y silenciosa, con su pequeño muelle llamado de Caballería, para embarcar por él algunas mil cajas de azúcar y cincuenta mil arrobas de café, que era la mayor exportación que se hacía en todo el año, al comenzar el presente siglo. Arreglado todo por este padrón, puede calcularse todo lo demás interior y exteriormente, la vida privada y la vida pública, considerada por el lado de las comodidades materiales, del lujo, de las elegancias de la moda, de todo el regalo y solaz del cuerpo. Nosotros preguntaríamos ¿qué aspecto ofrecería hoy la Habana sin la franquicia de su puerto, que le concedió el sabio Rey en 1818? ¿Tendría caminos de hierro, acueducto, alumbrado de gas, barcos de vapor, telégrafo, imprenta litográfica? ¿Se habría evantado todo el rico y hermoso caserío de extramuros desde la línea del camino de hierro hacia el Norte, descollando a su frente la gran casa del Sr. Aldama? ¿Tendría la hermosa plaza del Vapor, el ameno paseo, y el teatro magnífico de Tacón, que tan justamente llevan ese título? ¿Tendría la cómoda y espaciosa cárcel, la pescadería, la maestranza, el muelle, el hospital militar, la casa de locos? ¿Las calles de O-Reilly, Obispo, Riela, Habana, presentarían el aspecto de la riqueza y del lujo en establecimientos multiplicados, donde se ostentan todos los adelantos de la industria europea? En solo el ramo de perfumería ofrece hoy la Habana una abundancia y un gusto exquisito, capaz de competir con las de muchas ciudades principales de Europa. Allá por los años de 1812 y 13 recordamos nosotros la única tienda de pomadas, ¡y qué pomadas! de un tal Mr. Roberto, a donde ocurrían a proveerse los elegantes de ambos sexos de aquella época. ¿La perspectiva actual de su bahía, sería la misma sin la libertad mercantil? ¿Se vería el infinito número de botes y lanchas cruzándole en todas direcciones; su magnífico muelle, cubierto de gente y mercancías? ¿Se oiría la algazara y el canto de las cuadrillas de africanos, que desembarcan las últimas de numerosos buques atracados, reemplazando luego en las bodegas los frutos de la isla? ¿Se vería la constante travesía de barcos de vapor llenos de pasajeros de la Habana al pueblo de Regla, y de este a la Habana; las banderas de colores variados enarboladas en el Morro, anunciando siempre embarcaciones de alguna de las cuatro partes del Mundo? Y todo este movimiento exterior, coincidiendo con otro interior y estrepitoso de toda clase de carros para la conducción de los efectos al muelle y almacenes. Pero la mejor circunstancia para el Real fisco, y como resultado forzoso de todo este trajín diario, de esta vida acusiosa del comercio, es la de ingresos en las Arcas de la Real Aduana contemporáneamente. Serían interminables nuestras preguntas si fuésemos a indicar todo lo que ha mejorado y creado en la Habana la libertad del comercio. Nosotros al escribir este artículo, no hemos querido formar una estadística comparativa de dos épocas; de lo que existía en 1800, con lo que existe hoy en 1854, sino despertar el recuerdo de agradecimiento a la mano bienhechora de Fernando, que nos otorgó tanta merced. A este beneficio debió seguirse igualmente, como consecuencia precisa, el progreso en la cultura intelectual, y aun en la moral del país bajo ciertas consideraciones. Aumentadas y difundidas las luces, se abandonan mil preocupaciones perniciosas, mil errores prácticos que nacen de la ignorancia y no de la voluntad. Es indudable que la vida privada en la Habana ha mejorado individualmente: que en el seno de muchas familias se ha hecho una revolución completa y favorable en las costumbres: que la educación en general y la particular de las niñas en el hogar doméstico, es más esmerada y mejor entendida que anteriormente, que casi no se conocía ni aun la pública en academias y colegios que hoy vemos establecidos. En una palabra, ensanchada la esfera de las ideas con la libertad de la instrucción que ha traído la libertad mercantil, se ha dado un gran paso para mejorar y no para empeorar. El comercio libre no será si se quiere un principio directo de mejora moral, sino material; pero sí es una oportunidad, una influencia, si cabe decirlo asi, para adquirirla, y esto es lo que ha sucedido y sucede felizmente en la isla de Cuba.
                                            
                                 F. M. T.
 
 título original "Comercio Libre", Revista de La Habana, 1854, pp. 233-34.


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