sábado, 14 de julio de 2012

La Habana en 1841




    
   Cirilo Villaverde


  Francia es París, Inglaterra es Londres, Italia es Roma. Si con bastante fundamento se dice esto especialmente de aquellas dos primeras naciones, las más ilustradas y poderosas del Viejo Mundo, con no menos, a nuestro modo de ver, se pudiera decir que la Habana, hoy día, es la isla de Cuba.
 En efecto, su posición geográfica, a orillas del mar Atlántico, porque la avecina con las ciudades comerciales de Europa y de la Unión Americana; la excelencia de su puerto que, según la expresión enfática del sabio geográfico señor Humboldt, es el más hermoso y abrigado que se halla bajo los trópicos; junto con otras ventajas que debe a su situación geográfica y a su abierto y diáfano cielo, llamándola desde su principio a ser la morada de los gobernadores capitanes generales, andando el tiempo la han hecho el centro o emporio del convenio, que es la vida cubana.
 Después de algún tiempo de ausencia, nadie acaso mejor que el que esto escribe pudiera hacer el paralelo entre La Habana de 1839 y 1840 y La Habana de 1841, año que acaba de cerrarse. Desde época bien remota a la que nos referimos ahora, la marítima ciudad, blanda cera en mano de sus artífices o dueños, ha tomado siempre la forma que han querido darle. Cada uno, puede asegurarse así, le ha impreso su carácter peculiar. Bajo el mando del político y el guerrero, sus adornos más favoritos han sido los castillos, las estacadas, las baterías, cañones y campos militares; bajo el cortesano, ha ostentado sus palacios, catedrales, paseos, jardines, fuentes, monumentos y mejoradas calles. Y al cabo de tan mágicas como rápidas transformaciones, pues que no son perpetuos los que la gobiernan, hoy el hijo que la abandonó durante dos breves años no se cansa de contemplarla con asombro: ciudad nueva y rozagante, que sale del fondo del mar, a la manera que la diosa de la belleza de los fanáticos griegos.
 Porque, a decir verdad, la india agitó su penacho, se enderezó, y caminó cargada de extrañas plumas, de piedras preciosas y de sedas, las cuales no ha adquirido ciertamente a cambio del oro y la plata de sus minas, sino del azúcar, el café y el tabaco de sus fértiles campos. En vano, pues, ha sido oponerle murallas y abrirle fosos. Éstos y aquéllas los ha traspasado, derramándose por el sur hasta Jesús del Monte, cuya pequeña iglesia, sobre una verde colina asentada, al mismo tiempo que de atalaya, parece puesta allí por la Providencia para impedir que el pueblo se desbande por los campos. Por el sudoeste, entre famosas quintas y alegres casas, salvando el profundo Casiguaguas, no ha detenido su carrera hasta darse las manos con el Quemado. Por el oeste, cubriendo los manglares de La Punta y San Lázaro, lleva trazas de no detenerse hasta besar los muros del Príncipe.
 Esta precipitación de levantar casas y esta rapidez en poblar ha originado los males que ahora tratan de remediarse: el pueblo, abandonado a su propio instinto, edificó al capricho, sin pararse en regularidad ni orden ninguno. Pero, al fin, edificó, que no es poco; y la población de extramuros hoy se ofrece con orgullo a los ojos del transeúnte, llena de vida y movimiento, con sus jardines, sus fuentes, teatros, templos y paseos. Uno de éstos, señaladamente renovado del todo, es lo primero con que da el extranjero al pisar nuestras playas, para encantarle, a nuestro juicio, con la sencillez y regularidad perfecta de la obra. De los templos, si bien el de San Lázaro no está concluido al terminar el año de 1841, fáltale muy poco; cómo se ideó y comenzó corriendo él, es obra que debemos adjudicarle, tanto más cuanto que es la más digna que ha producido la caridad pública en la gran barriada de extramuros.
     Pero ya es hora de que tornemos a la ciudad, que en ella está todo el calor y la vida. Desde las elevadas rejas de su lindísimo paseo de Paula, que se debe al año que expira, pasemos la vista por el limpio y tranquilo espejo de su bahía, que si es noche sin luna, veremos las estrellas del cielo como flechas de fuego clavadas en el fondo de las aguas, y mil suertes de pequeñas y grandes embarcaciones; ora como varadas en el hielo, ora arrastrándose silenciosamente de una ribera a otra, con la magia que prestan las sombras de la noche y el silencio de la naturaleza. Mas si el sol alumbra nuestro horizonte, no hojeemos ningún registro: las banderas y flámulas que ondean en las gavias de los buques surtos en el puerto nos dirán a voces que el comercio de la Habana en el año 1841 está en relación activa con todas las naciones del Antiguo y Nuevo Mundo. Ni penetremos al mediodía en las calles de la ciudad, porque correremos riesgo de ser estropeados, mayormente nosotros, que venimos de la soledad y quietud misma; el ruido asordador que meten millones de carretones, carretillas y carretas; conduciendo o retirando del muelle los frutos del país y extranjeros, nos dirá a voces que el comercio de la Habana en 1841 está tan floreciente y activo como el de las ciudades más comerciantes de Europa y América.
 Esperemos a la noche otra vez; veamos bajo distintos aspectos la población que anima el comercio extranjero con su aliento vivificador.
  No bien traspone el sol nuestro horizonte, y millares de quitrines, especie de góndolas terrenales del país, rodean los palacios de los señores, o en largas filas se tienden ante las puertas de los teatros y otros lugares de concurrencia pública. Y mientras los amos, en los espléndidos salones, se entregan a los placeres del juego, del baile, de la música o de la mesa, los esclavos, que bien pudieran pasar por los gondoleros de esas góndolas que ruedan, en la media luz de las calles, o duermen (que esto sucede pocas veces) en los mismos cojines del carruaje que momentos antes ocupó muellemente reclinada la hermosa y delicada habanera, o juntándose en numerosos grupos, ya solos, ya en unión de sus queridas, cantan y bailan al son de sus pequeños y melancólicos instrumentos: cantos, bailes e instrumentos que no tendrán, si se quiere, la poesía que encontraba Byron en las barcarolas de los lazzaroni de Venecia, pero que no carecen de novedad y expresión, sobre todo para el extranjero que por primera vez los oye o los ve. A esa hora de la noche, asimismo, la ciudad toda, como por encanto, y a la manera de ciertos insectos de nuestros campos, brota luz de sus entrañas; pero no una luz para ofender la vista, sino para reflejarse en los mil variados tesoros que el comercio ha derramado en las tiendas de ropa, de plata, de quincalla, de bruñidos muebles, de ricos paños, de relojes, de joyas, de víveres, de dulces y de cuanto producen las artes y las ciencias en toda la Europa. Y como si fuera absolutamente preciso que los productos de esas naciones fueran expedidos aquí por sus propios hijos, la Alemania y la Inglaterra han poblado nuestros escritorios; la Francia, nuestras relojerías, joyerías, perfumerías, peluquerías, sastrerías y almacenes de modas; la España, nuestras tiendas de telas, de víveres, de quincalla y de sombreros; Italia nos suministra sus buhoneros, organistas y vendedores de estatuas y estampas; Norteamérica, sus caballeritos y saltimbanquis, si bien en esto último va a la parte con Francia; y en fin, el África nos presta los brazos con que labramos los frutos que damos a cambio de sus riquezas artísticas.
     Por todas partes se descubre la huella del comercio, obrando sus metamorfosis y prodigios. A influjo de su soplo creador, todos los días se levantan tiendas de todo género, que deslumbran, no sólo por el lujo con que están adornadas, sí también por los tesoros y preciosidades que encierran. Por todas partes bulle un pueblo que en lujo y en miseria no cede a ninguno de la tierra, aunque parezca exagerada la expresión, y aunque a primera vista las ideas de lujo y miseria juntas parezcan a algunos mal casadas y contrapuestas. Si se penetra en los teatros llenos de espectadores casi siempre, el recién venido quedará absorto y deslumbrado de ver la luz que se quiebra en los riquísimos trajes de seda y en los más ricos adornos de las mujeres, quienes ciertamente no necesitan de tales atavíos para enamorar al hombre más insensible a la belleza física. Tampoco la juventud masculina se queda atrás en este género de progreso. En el templo como en el teatro, en los paseos como en los bailes, sabe dar una muestra de la altura a que ha llegado su refinado gusto. Los trajes con que se presenta en todos esos lugares de concurrencia pública, por su corte y valor no desdicen un punto de las últimas y más hábilmente dispuestas modas de Europa y Norteamérica; pues en este particular no puede negarse que más de una vez nos ha dado el tono la república de comerciantes y banqueros, como alguno la bautiza.
     Pero suspendamos la pluma. Pues hasta aquí no hemos hecho otra cosa que trazar ligeramente el cuadro del progreso material del pueblo habanero, al terminar el año de 1841; parecía pedir la naturaleza de nuestro trabajo que trazáramos del mismo modo, o en más extenso lienzo el cuadro del progreso normal si le hay. Nosotros, sin embargo, confesamos con sinceridad que no nos sentimos en ánimo y fuerzas suficientes para desempeñar tan difícil tarea, y abandonamos su ejecución a pluma mejor cortada que la nuestra.

 El Faro Industrial de la Habana, enero 1º de 1842.


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