Joseph Brodsky
El ojo es el más autónomo de nuestros órganos.
Ello es debido a que los objetos de su atención están inevitablemente situados
en exterior. Salvo en un espejo, el ojo nunca se ve a mismo. Es el último en
cerrarse cuando el cuerpo se duerme. Permanece abierto cuando el cuerpo es
golpeado por la parálisis o la muerte. El ojo sigue registrando la realidad aun
cuando no hay razón aparente para hacerlo, y en cualquier circunstancia. La
pregunta es: ¿por qué? Y la respuesta es: porque el medio es hostil. La vista es
el instrumento de adaptación a un medio que sigue siendo hostil a pesar de
todos los esfuerzos por adaptarse a él. La hostilidad del medio aumenta en
proporción directa al tiempo que se pase en él, y no me refiero solamente a la
vejez. En pocas palabras: el ojo busca seguridad. Esto explica la predilección
del ojo por el arte en general, y por el arte veneciano en particular. Explica
el apetito de belleza del ojo, así como la existencia misma de la belleza.
Puesto que la belleza consuela desde el momento en que es segura. No nos
amenaza con la muerte, ni nos enferma. Una estatua de Apolo no muerde, ni
tampoco el perro de lanas de Carpaccio. Cuando el ojo no logra encontrar
belleza -consuelo-, ordena al cuerpo crearla o, si no le es posible, adaptarse
para percibir virtud en la fealdad. En primera instancia, confía en el genio
humano; en segunda, se vale de nuestras reservas de humildad. Esta última
abunda más y, como toda mayoría, tiende a legislar. Ilustremos esta
idea esta idea; por ejemplo, por ejemplo con una joven doncella. A cierta
edad, uno mira sin gran interés a las doncellas que pasan, sin la pretensión de
montarlas. Como un televisor encendido en un apartamento abandonado, el ojo
sigue enviando imágenes de todos esos milagros de un metro setenta, acabados
con cabellos castaño claro, óvalos faciales del Perugino, ojos de gacela,
pechos de nodriza, vestidos de terciopelo verde oscuro y afiladísimos tendones.
Un ojo puede apuntar sobre ellos en una iglesia, en alguna boda o, lo que es
peor, en la sección de poesía de una librería. A una distancia razonable o con
el consejo del oído, el ojo puede conocer sus identidades (que se acompañan de
nombres tan vertiginosos como, digamos, Arabella Ferri) y, ¡ay!, sus
descorazonadoramente firmes convicciones románticas. Sin atender a la
inutilidad de tales datos, el ojo sigue recogiéndolos. A decir verdad, cuanto
más inútil es el dato, más perfecto es el enfoque. La pregunta es por qué, y la
respuesta es que la belleza es siempre externa; también, que ésa es la
excepción a la regla. Eso -su localización y su singularidad- es lo que
determina que el ojo oscile salvajemente o -en términos de humildad militante-
vague. Porque la belleza está donde el ojo descansa. El sentido estético es el
gemelo del instituto de autopreservación, y es más fiable que la ética. La
principal herramienta de la estética, el ojo, es absolutamente autónoma. En su
autonomía, sólo es inferior a una lágrima.
En este sitio, se puede verter
una lágrima en varias ocasiones. Admitiendo que la belleza es la distribución
de la luz en la forma que más congenie con nuestra retina, una lágrima es una
confesión de la incapacidad de la retina, así como también de la lágrima, para
retener la belleza. En general, el amor llega con la velocidad de la luz; la
separación, con la del sonido. Es la degradación desde la velocidad mayor a la
menor lo que moja el ojo. Debido a que uno es finito, una partida de este lugar
siempre se siente como final; dejarlo atrás es dejarlo para siempre. Porque
partir es un destierro del ojo a las provincias de los demás sentidos; en el
mejor de los casos, a las grietas y hendeduras del cerebro. Porque el ojo no se
identifica con el cuerpo al que pertenece, sino con el objeto de su atención. Y
para el ojo, por razones puramente ópticas, la partida no es el abandono de la
ciudad por el cuerpo, sino el abandono de la pupila por la ciudad. Igualmente,
la desaparición del amado, especialmente cuando es gradual, causa dolor, sin
que importe quién, ni por qué peripatéticas razones, sea el que realmente se
mueve. Tal como va el mundo, esta ciudad es la amada del ojo. Después de ella,
todo es decepción. Una lágrima es la anticipación del futuro del ojo.
Traducción de Horacio Vázquez
Rial
Marca de agua: apuntes
venecianos, Edhasa, Barcelona, 1993.
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