Henri Cartier-Bresson
Life, que no podía mandar a un fotógrafo
americano, me pidió que hiciera este viaje, un viaje posible gracias a mi
pasaporte francés, tal y como ocurriera con mi primer viaje a la China. Había
conocido a Nicolás Guillén, el gran poeta cubano, en 1934, y cuando me enteré
de que era el encargado de las relaciones culturales cubanas, le mandé noticia
de mi llegada a su país. A vuelta de correo me comunicó que sería su invitado
y, con la misma rapidez, puse las cartas sobre la mesa y le dije que mi reportaje
iba a publicarse en Life. Me
respondió: "Muy bien, pero, ¿qué es lo que más te gustaría?" Le expliqué:
"Lo que más me gustaría sería no estar con las delegaciones y hospedarme en
el viejo Hotel de Inglaterra, que probablemente esté muy destartalado, donde
habían vivido Caruso, etc." "De acuerdo. ¿Qué más?", "Que me
asignéis un intérprete" "¡Pero si tú hablas español!" "¡Sí,
pero de este modo sabré dónde me meto!"
Y a continuación el texto que escribí a la vuelta, en inglés, a petición de la
revista Life.
Yo
soy visual, probablemente. Observo, observo, observo. Comprendo a través de los
ojos. En efecto, tuve que meter Cuba -que llevaba treinta años sin visitar- en
mi visor mental, por decirlo de alguna manera, y corregir la paralaxia con una
visión justa. Tendrían ustedes una visión falsa si dependieran excesivamente de
la lectura de la prensa cubana. Comprendo el español, e incluso lo hablo aunque
mezclando palabras en italiano e insultos mexicanos.
La
prensa está repleta de propaganda y de imprecaciones. Los mensajes son
directos, en un lenguaje marxista estereotipado. Los carteles de propaganda que
cuelgan de las paredes no pasan desapercibidos. Algunos tienen cualidades
artísticas, pero éstos, ensalzan ideas sociales o políticas o diagramas de producción,
en lugar de productos de consumo como en nuestro mundo. Un cartel muy popular proclamaba:
"¡Un país que estudia es un país que ganará!"
Sin
embargo, para mí está claro que hay mucha gente que no confía tanto como los
eslóganes dan a entender. Saben que están en el centro de una situación cambiante
y muy compleja. Se debaten para lograr la industrialización y les preocupa su futuro.
Viven en la severa moral marxista porque se ven obligados a ello, pero son
alérgicos a la organización y al habitual énfasis comunista acerca de tópicos y
lugares comunes.
Cuba es una isla de placer que, aunque ha
quedado a la deriva, sigue siendo un país latino, un país tropical con el ritmo
africano en el corazón. Sus gentes están relajadas, con mucho sentido del
humor, son amables y graciosas, pero han pasado por bastantes dificultades y se
ha desarrollado una cierta picaresca. No lo tendrá nada fácil el que deba hacer
de ellos sólidos celadores comunistas.
Si
Cuba intriga al mundo occidental, intriga en la misma medida a los comunistas
extranjeros en la isla. Oí la siguiente conversación entre mi limpiabotas y su
compañero: "¿El socialismo? ¡De verdad, yo me iría con los rusos a la
luna!” Y el otro: "¡Pues yo no veo en qué me cambiaría la vida aquí abajo!"
A lo largo de mi viaje, escuché en más de una ocasión este tipo de reflexiones.
La
libertad de expresión, he ahí algo que nadie ha conseguido eliminar en Cuba. Un
día, estaba sentado con un importante personaje oficial del gobierno, y como la
conversación comenzaba a decaer, me preguntó si conocía el último chiste que corría
sobre el gobierno. Y el personaje comenzó: "Un comandante militar de
elevada graduación obtuvo un permiso para ir a EE UU. Pero el caso es que se
quedó allá. A lo que Fidel afirmó: '¡Vaya, otro traidor!' Al final el
comandante regresó, y Fidel le dijo: 'Creíamos todos que nos habías
traicionado'. A lo que el militar respondió: “Esos americanos están tan
atrasados, comentó acariciándose el estómago, que comen como lo hacíamos
nosotros hace unos años".
Un
domingo, yo estaba de visita en casa de un sacerdote que era, además, un poeta
excelente. Y mientras yo leía sus poemas publicados recientemente, me sorprendió
la llegada de algunos miembros del Comité de Cine que habían ido a visitarle, y eso en un país donde, según las
concepciones marxistas, a los sacerdotes habría que cubrirles de oprobio. Fue
también para mí una sorpresa leer noticias religiosas en El Mundo.
Me
hallaba al otro lado de la bahía de La Habana con un amigo, excelente poeta
cubano, en una fiesta vudú en yoruba. En un árbol habían colgado una
autorización gubernamental con el sello oficial. En el momento en que el
"diablito" debía salir del tabernáculo, haciendo aspavientos con las
ramas y justo antes de una danza del trance, pedí autorización para fotografiarle
y, muy educadamente, me respondieron: ''Durante la semana, somos unos
marxistas- leninistas excelentes, pero los domingos son para nosotros".
Decidí abstenerme.
Los
cubanos construyen mucho. Pero nada que ver con las deslucidas construcciones
utilitarias de los países comunistas en serio. Aquí, hay luz, color, gracia,
imaginación, con un reflejo de Frank Lloyd Wright, Le Corbusier y Louis Khan.
El
gobierno parece comprender que la disciplina absoluta no coincide con el
temperamento cubano. Por ejemplo, a nadie se le ha ocurrido suprimir esa pasión
que tienen los cubanos por la lotería. La gran diferencia es que se ha convertido
en un instrumento de la revolución. Han reducido el precio de los billetes y el
gobierno, simplemente, se otorga un porcentaje más amplio.
Y,
pese a todos los discursos gubernamentales para abolir la prostitución, en la
que fuera isla de placeres para los norteamericanos y otros, no ha desaparecido
completamente. Las chicas ya no andan por las calles pero llevan sus negocios
de una forma más discreta. Han convencido a unas cuantas para que se reformen y
entren en una institución; no recuerdo su nombre exacto, algo parecido a "Centro
de Artesanas" en Camagüey. No pude hacer fotos ahí porque algunas de ellas
se van a casar y sería embarazoso para su futuro cónyuge.
Debo
confesar que soy francés y que miro a las damas. De sobra me di cuenta de que
las cubanas tienen curvas voluptuosas aunque situadas en el extremo opuesto a
las de Jayne Mansfield.
Una
noche, iba por el pasillo del hotel en compañía de un amigo cuando una
espléndida joven abrió bruscamente la puerta de su habitación, mostrando su
cabeza y algunos atributos que podrían haberle hecho una seria competencia a
Brigitte Bardot. Sorprendido, le pregunté a mi amigo: '¿Quién es?" A lo
que me respondió secamente: "Es miembro del Ministerio de Industria".
Y, ruborizado, añadió: "Se pasa las noches estudiando libros rusos acerca
de la planificación industrial".
Hay
un aspecto que me dio que pensar: los fusiles. La milicia cubana lleva sus
armas como los turistas sus cámaras de fotos. Sencillamente, tomé mis precauciones.
Cuando tengo que rodear un caballo, paso por delante, pero cuando veo el
extremo de del fusil, paso por detrás.
Hay
un punto que me preocupó de verdad: el Comité para la Defensa de la Revolución.
Es evidente que hacen un trabajo social, e incluso mucho bien. Distribuyen
ropa, vacunas, combaten la delincuencia juvenil. Pero el comité sabe
exactamente lo que pasa en cada familia y en cada edificio. Y esa invasión de
la vida privada puede desembocar en una verdadera caza de brujas.
Seguía solicitando una entrevista con Fidel;
nadie le llamaba Castro, sólo Fidel. Todo el mundo quería ayudarme. Pero eso
supuso un problema porque Fidel seguía viviendo como al principio, en tiempos de
la guerrilla, y desaparecía en las montañas.
Mientras
esperaba ese encuentro, proseguía mi camino y le hice unos retratos al brazo
derecho de Fidel, el comandante Che Guevara, después de seguirle por unos campos
de caña de azúcar. El Che Guevara era más que lo que da a entender su título de
Ministro de Industria. El Che es un hombre violento y un realista. Sus ojos
brillan, apasionan, seducen y fascinan. Es un hombre persuasivo y un verdadero gran
revolucionario, en absoluto un mártir. Tenía uno la sensación de que si la
revolución tenía que extinguirse en Cuba, el Che reaparecería en otra parte,
con toda su vitalidad.
Por
fin pude ver a Fidel. Vino a buscarme un Cadillac cuyos fondos iban tan llenos
de armamento que, al sentarme, las rodillas encogidas me tocaban el mentón. Me
recibió entre las bambalinas del teatro Charlie Chaplin, donde debía pronunciar
un discurso. Ese hombre es a la vez un mesías y un mártir potencial. Al contrario
que el Che, pienso que preferiría morir antes de ver desaparecer la revolución. También es el patrón respetado, eso está claro. Sus amigos ríen y bromean entre
ellos hasta que entra. Entonces se siente: ha llegado el jefe.
Podría
decirse que su barba es un nido para recoger a los desheredados. Al marxismo se
refiere en voz muy alta, pero eso está en su cabeza, no en su barba ni en su
voz. Tiene cabeza de minotauro, la convicción de un mesías. Desprende un
potente magnetismo, en cierto modo, una fuerza de la naturaleza. Arrastra a la
gente a una especie de danza envolvente... En mi calidad de pequeño francés
observador, reparé en que, tras tres horas de discurso, las mujeres seguían
temblando, extasiadas. Aunque debo añadir que, durante esas mismas tres horas, todos
los hombres dormían.
Fotografiar del natural, Editorial
Gustavo Gili, SL, Barcelona, 2003pp. 57-63. Traducción Núria Pujol i Valls.
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