jueves, 11 de octubre de 2018

Cuba, 1934. Sobre una foto de Cartier-Bresson

 

  Pedro Marqués de Armas 

 En la foto, tomada en la redacción del Diario de la Marina el 7 de julio de 1934, aparecen algunos de los miembros de la Misión México-Buenos Aires, orquestada por el diplomático y periodista argentino exiliado en Francia, Julio Brandan. El proyecto pretendía dar a conocer en Europa la realidad americana, mediante observatorios emplazados en diferentes países del continente, y contaba con apoyo de intelectuales radicados en París, así como de instituciones francesas: el museo del Trocadero, la Sociedad de Geografía, órganos de prensa, etc.
 Una vez en México, darían cuenta del trazado de la carreta panamericana y del impacto que tendría sobre comunidades indígenas, realizando reportajes y acopiando material fílmico. Se suponía que la misión desarrollara investigaciones "etnológicas, sociales, geográficas y artísticas" y que culminaría al cabo de dos años en la Tierra del Fuego.
 Pueden verse, sentados, al cineasta y etnógrafo Bernard de Colmont y el caricaturista Toño Salazar, junto a Brandan; mientras de pie, de izquierda a derecha, figuran el fotógrafo Henri Cartier-Bresson, los hermanos Gérard y Nourah Tarvoc –ambos fotorreporteros de Miroir du Monde-, y el arquitecto Álvarez de Toledo. Son escoltados por los cubanos Armando Maribona, José L. Horstman y Zoila Ibarra.
 En México, debían sumarse el escritor Alejo Carpentier y el compositor Tata Nacho. Completaba el equipo Lionel Charmoy, ayudante de Colmont.
 Cartier-Bresson venía como corresponsal de Vu y Voilà, revistas que ya lo habían enviado a España un año antes donde recorre, además de Madrid, Toledo y Barcelona, varias ciudades andaluzas y retrata a gitanos, inválidos, buscavidas y prostitutas, junto a lugares abandonados o en construcción.
 También conocida como Expedición Etnográfica, la misión fracasó estrepitosamente al no recibir el esperado patrocinio del gobierno mexicano, entre otros factores. Sin dinero para continuar, el grupo se dispersó, derivando en diversas aventuras.
 Bernard de Colmont y Gérard Tacvor ponen rumbo a Chiapas donde conviven por más de un año entre los indios lacandones, enviando al museo del Trocadero informes y filmes, así como reportajes que tendrían amplia divulgación. Toño Salazar sobrevive decorando mansiones y vendiendo sus dibujos, para terminar más tarde en Buenos Aires. Brandan y Álvarez de Toledo regresan a París. Y Cartier-Bresson trajina con su Leica por Tlaxcala, Juchitán y Puebla, anclando en ciudad de México donde se aloja, en el barrio de La Lagunilla, junto al pintor Ignacio Aguirre y los escritores Langston Hughes y Andrés Henestrosa.
 La estancia mexicana de Cartier-Bresson se inicia, pues, en julio de 1934 y culmina ocho meses más tarde, en marzo de 1935, tras una exposición conjunta con el gran fotógrafo Álvarez Bravo, en el Palacio de Bellas Artes. A principios de junio se encamina hacia Estados Unidos, pero antes realiza otra escala en La Habana. En esta ocasión lo acompaña el pintor norteamericano Martin Baynor Fuller, que había trabajado con Siqueiros. Ambos viajeros se retratan para el Diario de la Marina junto a Nicolás Guillén, con quien el fotógrafo había contactado el año previo.


 Sería Guillén uno de sus acompañantes en ambas escalas. Fue en la primera de ellas que Cartier-Bresson realizó la extraordinaria fotografía titulada “Cuba, 1934”. Es probable que tomara otras, pero ésta de un tiovivo abandonado con unos caballitos que han perdido sus colas, parece ser la única que se salvara de aquella fugaz estadía. Se trata de una de sus fotos preferidas, ya que la eligió para encabezar su última exposición en vida, la retrospectiva De qui s'agit-il?, en la Biblioteca Nacional de Francia en 2003.
 Peña Pupo ha escrito un interesante texto en el que señala un curioso detalle en esta imagen: una estrella de David grabada en la grupa de uno de los caballos. Lo que le lleva a preguntarse por el lugar donde pudo ser realizada y por el misterio de ese símbolo judaico en un carrusel habanero de 1934.
 Pero la foto no sorprende solo por ello, sino también por sus tonos grises y blancos, como por el contraste entre un primer plano circular, con esos caballos que imitan el movimiento, y un segundo plano abierto a una extensión no menos desolada cuyo fondo corresponde con las marcas de un derrumbe. Se aprecian perfectamente las paredes derruidas con las bocas de lo que fuera una antigua edificación de viga y tabla. Y para más desolación, pueden verse al fondo cuatro individuos, uno que escarba entre la basura (al centro) y otros tres, a la derecha, no menos mendaces.
 La yerba crecida realza el abandono, no menos que el destartalado tiovivo. Más que capturar el movimiento, como en otras fotos de Cartier-Bresson, el semicírculo abierto hacia el vacío de la explanada denota -si no es que atrapa- inmovilidad. Un instante en el que el movimiento aparece en su reverso, en su nada-movimiento.


 No son estas ruinas, sino despojos, unos restos sin altivez. Eso sí, sometidos a una prueba geométrica, como a otra, menos verificable, alegórica; con la certeza de que el documento concierne a un lugar, a una fisonomía.  
 En vez de ruinas, en Cuba debería hablarse de despojos. Así como en oposición a melancolía, no cabe otro término que depresión. La imagen alegoriza otros tantos despojos materiales: los de la guerra del 95, los que la crisis del 29 impuso sobre el tiovivo y la edificación colindante, para no hablar de los residuos de la revolución.
 En todo caso, derrumbes de lo que nunca espigó y, por tanto, de lo que jamás alcanzó la condición de reliquias, de verdaderas ruinas.
 “Cuba, 1934” puede ser vista, pues, como una hoja de contacto más vasta donde el despojo y la desolación estarían inscritos de antemano. Como un inconsciente leve, levemente surreal. Si Cartier-Bresson hubiera vuelto a comienzos del Periodo Especial, ya no habría retratado rostros, ardientes eslóganes, como en 1963, sino derrumbes circulares.
 Cuando visitó aquella ciudad por primera vez estaba de moda un condimento llamado La Espiga de Teresita. Aparecía en la prensa, en los billetes de lotería, y se cantaba en la radio. La firma comercial había despuntado a comienzos de la República y hasta había dado título a una famosa radionovela. Si ampliamos la imagen, podremos ver en la pared del fondo, sin mucha dificultad, un sello que anuncia a La Espiga de Teresita. Es la única pista que nos regala la imagen para dar con el lugar.
 Pero así como este condimento estaba en todas partes –lo cantaba una niña de seis años, la cantante Teresita Fernández y lo vendían en toda la isla, hasta en Sibanicú–, podría no ser ésta la fábrica original, sino una bodega más. Abierto a precarias intemperies, se trata del típico anuncio que tales derrumbes suelen descubrir. Allí donde letras quedan, música hubo. Si para algo sirven esas inscripciones es para recordar. A fin de cuenta, uno no se sienta sobre ruinas.

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