martes, 19 de septiembre de 2017

La manigua sentimental IV


IV

 Os he hablado más de lo que quería del curso homérico de la insurrección. Soy, como ya sabéis, un pacífico tristón a quien sus apellidos trajeron a la guerra para ver menudos detalles poéticos, para hacer poco daño al enemigo.
 Habéis de saber, según eso, que vegetamos sin contratiempos en la vieja hacienda. Adscritos como hospital de sangre a una brigada, fuimos visitados frecuentemente. Se nos envió un médico, un viejo silencioso, antiguo farmacéutico, que pasaba los ratos perdidos en un rincón atestado de brebajes extraños, defendido por letreros terribles.
 Una vez descendieron frente a nuestro portal, dos jinetes en rumbo al gobierno, instalado ahora en la sierra de Cubitas.
 —¡Ricardo, Cheo!, grité al reconocerlos.
 Nos abrazamos con cariño. Ante mi confusión no exenta de agradecimiento, me palpaban buscando si no tenía alguna herida. Llevaban largas barbas manchadas de fango, y el rostro de Molina parecía más sombrío, bajo el amplio sombrero tamaño como un quitasol. Habían venido a una comisión del Segundo Cuerpo. Pero al sorber conmigo, poco después, una taza de café cerrero, no pudieron tener las lenguas quietas y declararon muy simplemente que había venido a majasear un poco. Se batía el cobre por allá abajo.
 —Mira —dijo Ricardo enseñándome una cicatriz en el brazo, blanco y delicado sobre los codos.—Esta fue en Bejucal!… 
 El mediodía pesaba sobre nosotros. Y al prolongar una pausa, viendo que Molina tomaba rumbo al batey, se me acercó Ricardo confidencial.
 —¿Y Esperanza? ¿Con quién está ahora?
 Sonreí. ¡Cualquiera adivinaba con quién estaría aquella hada propicia de los ejércitos! Unos venían a la guerra a matar, otros a curar heridos; ella vino a consolar a los tristes con la panacea incomparable del amor. Santa risueña, ¡qué más dulce limosna que aquella que niveló a jefes, oficiales y clases y de cuyos misterios sabían las cálidas maniguas camagüeyanas!
 —Ahora —respondí— te estará esperando. No hace mucho se fue con un comisionado que pasó por aquí… Dicen que estuvo en un pueblo… Después volvió como si tal cosa… Y ahí está, más apetitosa que nunca…
 ¡Ah, si no estuviera aquí Juanilla!
  —Luján abrió los ojos:
  —Juan, ¿qué es eso? ¿Te has aburrido ya de tu mujer?
 Diríase que aquella exclamación me cogió infraganti en mi pensamiento. Maquinalmente extendí la mano para tapar la boca a mi amigo. ¡Pobre Juanilla! Lo cierto era que sin dejar de amarla, la visión ondulante de su hermana me ponía a veces un haz de candelas en los ojos, haciéndome odiar cuanto se interpusiera entre su carne y mi deseo. Esperanza lo sabía, lo había olido, para expresarlo en una forma de animalidad. Y cuando junto a mí cruzaba, aún delante de Juanilla, sus pupilas tenían más cambiantes de luz, su cintura se anchaba más al andar, sus manos se hacían más temblorosas al resbalar sobre su pelo bronceado y tomaban, en suma, una aguda exaltación todos sus potentes órganos de sembradora. ¿Por qué ese efecto? ¿Acaso porque era yo la fruta difícil?…
 —Y no sabes lo mejor —continué. —La pobre Juanilla…
 Mi amigo comprendió mi seña.
 —Vamos ¿también sucesión?… Qué apuro, en estas soledades!…
 —¡Qué vamos a hacer, chico! Los camagüeyanos tenemos siempre algún hijo en la manigua… Eso viste mucho en la historia…
 Concluí con un gran suspiro:
 —Bueno; has llegado en hora oportuna. Adjudícate otra vez a Esperanza. Así tendré yo que estar quieto a la fuerza.
 Luego salimos a visitar los ranchos. Del fondo de un conuco miserable salió un oficial sin más traje que un pantalón viejo. Después surgió de un haz de guayabales que respiraba con un humo blanquecino, un grupo de soldados que, con el largo paraguayo, colgando hasta los pies, rodeaba a Cheo Molina escuchando sus noticias de los amigos.
 —¿Quién, la Tenienta? ¡Una fiera! En Cacarajícara la hicieron capitana… Ahora quería venirse conmigo para acá…
 Y así de los demás, de Joaquín el machetero dominicano, de Perico mi antiguo asistente, de un hijo del prefecto que se fue con el general Maceo… Casi todos muertos, macheteados en sorpresas de campamentos.
 Tres tardes después siguieron viaje al Gobierno con la promesa de volver. Una sonrisa de Esperanza, que lavaba con otras mujeres bajo un tinglado, había caldeado a un tiempo mismo la sangre de los dos hombres. Y, amistosos rivales, desaparecieron agitando los sombreros.
 Entonces... Tenía que suceder... Entonces y en los días que siguieron, un deseo loco de fundirme en aquellos brazos de Esperanza, tentáculos mortíferos de pulpo, me quitó el sueño, haciéndome codiciar las horas que huían…  Ahora...  Sí…  Antes que volviese el otro; antes que Juanilla pudiese evitarlo!
 Aquello fue sin ceremonias. Una noche me lancé sobre ella como un tigre que ha acechado largo tiempo a su presa. Ella reconociéndome, después del primer susto, murmuró en la media luz:
 —Bueno; pero no se lo dices a nadie… Por ti y por mí… ¿Sabes?
 Yo sentía latir sus sienes...
 Y todo tan sencillo, tan fácil... ¿Cómo pude vacilar tanto tiempo?
 Fue un áspero idilio con el sol irritado por testigo de nuestra sed satisfecha. Y como tales satisfechos, nuestra actitud ante Juanilla era de calma, de una calma llena y fuerte. El médico palpaba algunas veces el vientre a Juanilla, y ella y yo hablábamos con entusiasmo del pequeño mambí que venía... Y así nos encontraron Ricardo y Cheo Molina a su vuelta, alegres, como si en aquella jornada de vuelta hubieran pactado la paz… Y así los vi compartir ávidos aquel sabroso tesoro... ¡Ah, si yo pudiese escaparme con ella!… ¡Quién sabe!


 Nuestro campamento no era en realidad cosa de guerra. Lleno de domésticos rumores tenía más bien trazas de aduar gitano donde se protestaba pacíficamente del alcalde, del juez y del cura, del orden establecido de las cosas. Su situación aislada, lejos de todo camino hacía que por él suspiraran los heridos y los palúdicos, los que en las venas traían el morboso recuerdo de las costas de Turiguanó a Sabinal.
 En la somnolencia de la tarde se escuchaba en tono de mansa sitiería, algún punto audaz de la guerra:

         ¡Alto! ¿Quién va? ¡La guerrilla!
         ¡Muchachos, machete en mano
         que esos son nuestros hermanos
         pero de mala semilla.

 Contábamos entonces unos treinta enfermos. El doctor me había aceptado como interno, y entre ambos rellenábamos lentamente un pequeño cementerio dormido bajo los brazos protectores de cuatro mangos amarillentos, venerables. Sólo algunas salidas imprudentes de Molina con media docena de amigos para tirotear a los convoyes que cada veinte días se arrastraban trabajosamente por el camino central, habían interrumpido con una sensación de vaga alarma aquella grata paz que una nutrida piara de toros y el verdear de una tabla de viandas aseguraban.
 Una madrugada tierna, tibia, hecha para amar, para dormir, para soñar, para todo, menos para morir, nos despertó en nuestro caserón el galopar ansioso de los avanzadas, y casi en seguida un pavoroso griterío que brotaba de los ranchos alejados donde se podrían los tísicos y los leprosos.
 —¡Pa adelante…!  ¡Arriba con los mambises!, —se escuchó culminando los aullidos.
 ¡La guerrilla, la guerrilla que se nos echaba encima, la banda de mercenarios que conocían bien las veredas de su propia tierra y para cuya moral de presidio no había, miseria respetable. Algunos tiros aislados sonaban mientras hacía su obra silenciosa el machete.
 Recogí a los míos, todavía sin partido adoptado. El viejo Fundora apareció entonces, soltando ternos terribles, increpándome por la infamia de haberlo traído a estos apuros.
 —¿Y ahora? ¿Y ahora? —decía casi llorando.
 Echándolo a un lado salí con Juanilla al portal, voceando por Esperanza que no aparecía, dormida quién sabe en qué bohío. Aventurándome al otro lado del batey la encontré junto a las trincheras, mirando fascinada a la distancia humeante, un revólver en la mano caída y temblorosa.
 —¡Ah!, —dijo como si despertara al sacudirla yo... Toma, toma esto… Se lo quité a un herido. Quise probar… y tiré al bulto… ¡Ah, creo, sí, lo he visto… ¡Creo que he matado a uno!…
 De pronto nos envolvió la ola de gente que huía. Los enfermos arrastraban por los guijarros los largos camisolines.
 —Son un burujón, se gritaba. ¡Lo menos quinientos!... ¡Asesinos!
 Corrimos al caserón fortificado, que se tragó compasivo la muchedumbre convulsa. Dentro de aquellas paredes seculares, todos se creyeron momentáneamente seguros, y ya nadie pensó en huir. Reconocí junto a mí vivos, ilesos, a Molina, a Mendoza el médico, a Luján, a los nietos del negro Pánfilo. El sombrío salón, dominado por altas llaves, se colmó de murmullos. Por entre los resquicios del humo aparecieron algunas figuras azules a caballo, que avanzaban con precaución.
 Fue un momento de prueba. ¿Por qué misteriosa fuerza se alejaron en ese momento de mi retina aquellos hombres valerosos, aquellas mujeres que se estrechaban contra mis hombros, y surgió, solo, claro, distinto, como no lo había rememorado nunca, mi alegre cuartito de estudiante, mi lecho desordenado con pelos rubios en la almohada, mi sombrero colgado en la percha, propicio a llevarme a los innúmeros refugios del capricho urbano?...
 Fue uno de esos relámpagos de lucidez que trae el soplo helado de la muerte. Y todo me fue allí extraño, y hubiera deseado volar más por repugnancia que por miedo...
 Me despertó de mis divagaciones la voz de Luján:
 —Anda, saca el revólver… Ahora sí hay que batir el cobre...
 Molina, tomando la dirección del grupo, daba órdenes breves. Una línea de fuego se había establecido por las aspilleras en silencio, cuidando no desperdiciar las municiones. Entonces el enemigo imaginó una fuga y animoso, dando gritos de júbilo, se lanzó en desorden al batey, los rojos machetes al aire.
 —¡Ahora!… —gritó Molina.
 Y la casa, incendiada, diabólica, vomitó por todo su frente una racha de balas, doblando las patas a los caballos y volteando algunos cuerpos hacia atrás. Fue sólo un minuto de vacilación; porque feroces, ávidos de matar, se lanzaron a la casa, enviándole desde lejos una granizada de plomo. Un muchacho que curioseaba por un ventanillo cayó desde lo alto, con un ruido de fardo, tiñendo un grupo con su sangre.
 Las mujeres se taparon la cara.
 —¡En el nombre del Padre!…
 Había que salvar a las mujeres. Recordé de pronto un refugio mediano, precioso, en aquellos instantes. Y así, sin ruido, con feroz egoísmo, llevé a las mujeres, al viejo, al negro Pánfilo, hacia un recinto amurallado del sótano, encierro antaño de los negros cimarrones desgarrados por los perros. Olía a maíz y a moho. Subí otra vez, sin embargo, por un impulso irresistible. Por las puertas golpeaban los guerrilleros con las culatas. Cheo Molina, con una pierna fracturada se movía pálido en un taburete, enseñando la hinchazón monstruosa. Por la escalera, al mirador, ascendían, aterrados, los enfermos, buscando el escape por donde quiera, en las nubes, en el cielo. Tenía que surgir el héroe. Y surgió.
 Matías Mendoza, el boticario taciturno, se adelantó hacia la puerta. Llevaba algo, un bulto pequeño, escondido en un pañuelo. Un negrazo trató de detenerlo, pero el viejo lo miró con siniestra frialdad, y todos le dejaron paso.
 Lo recuerdo como una pesadilla...
 La puerta libre de sus cierres, dejó ver un golpe de luz y una invasión de hombres endiablados. Mendoza se echó dos pasos atrás y arrojó al suelo el bulto... Una detonación abierta, con algo de desgarradura, lo llenó todo. Luego gritos, resoplidos; astillas que saltaban al techo... Los ojos alocados de Mendoza se esfumaron en el humo. Ya no vi más que a Molina tinto en sangre huyendo hacia el fondo, a Luján subiendo al mirador seguido por la turba de enemigos confundidos.
 Pronto salíamos por el portón del sótano hacia el campo, libre por allí. Una mirada de despedida a la casa nos hizo contemplar el último episodio. El cuartito alto desgranaba la gente fugitiva sobre los tejados. Todavía surgió un hombre en su azotea eminente, donde rompía los cielos la bandera tricolor.
 —¡Ricardo! —gritó Esperanza:
 Un pelotón de soldados brotó a la luz en su busca. Pero él saltó sobre el muro y allí gesticuló un momento con su revólver descargado. Cercado al fin, volvió el rostro; rompió el asta... Y con el trapo flamante se lanzó al abismo, golpeando en cada tejado.
 Ya no quedaba más que el palmar sombrío. Descalzos, misérrimos, corrimos al manigual. Juanilla se desmayaba... Echándomela sobre el hombro anduve con pasos torpes un gran trecho. Al fin, uno que pasaba a caballo se detuvo un instante para atravesarla en su albarda. De pronto dejé de ver al viejo; después fuimos media docena. Los bejucos airados nos desgarraban las carnes. Y he aquí que al echarme al suelo rendido, oyendo a lo lejos los disparos, dispuesto ya a todo, me encontré solo con Esperanza, sangrientos los pies, medio desnuda, agónico el ancho rostro.
  
  
 Estábamos en la linde del bosque...  Un paisaje dulce de cañas, en que hundían los pies, desperdigadas, algunas palmas, nos sonreía por entre el calado de ramas secas. Espiamos convulsos los ruidos lejanos. Nada. Sólo una banda de totíes sobre un arroyo de sombríos moarés.
 Echados sobre las hojas, pudimos reposar de la inmensa fatiga en silencio. Y sin proceso de transición, aliviado paulatinamente, vine a considerar la belleza áspera y cruel de aquella mujer, mía ahora, mía o de nadie…
 —¿Y ahora, qué hacemos? —preguntó ella inquieta.
 La tranquilicé un tanto afirmándola que los otros estaban seguros, que ya se habrían reunido con alguna fuerza y en breve tornarían al campamento. Pero ante su busto amplio, ante la frescura de sus dientes, mi pensamiento se alejaba del batey de "La Caoba" y rondaba iluso por la blancura lejana de un pueblo que ahora mirábamos hundido a lo lejos en la hierba, más allá del trazo plata de la laguna. Las circunstancias nos traían de la mano a aquella fuga suspirada tanto tiempo, como un corte necesario a una situación inhumana. Ella debía leer en mi pensamiento, mientras echada sobre la grama húmeda acentuaba la curva pomposa de su cadera.
 —Oye —la dije de cerca— ¿te gustaría morir junto conmigo, así, en pareja sabrosa?
 No contestó de pronto; luego irguiéndose y mirando al pueblo cuyos fuertes albeaban al sol, murmuró con malicia:
 —¿Dónde hemos de morir?
 —Allí; esta noche...
 Luego esquivando mi gesto rapaz, saltó y fue hasta las bajas ramas de un mango cercano, bruno y gigantesco sobre la tarde dorada. Los frutos cárdenos, gruesos, perfumaron sus manos.
 Y con el gesto prístino del Paraíso, dio la fruta a su Adán semidesnudo, aquella Eva cuya carne morena estremecía a las bestias a su paso...

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