lunes, 18 de septiembre de 2017

La manigua sentimental III



III

 Volvían las duras jornadas. Por los campamentos volaba una palabra sonora, simpática, vibrante como el lema de una aventura antigua: la Invasión. Ya la habían escuchado veinticinco años antes, aquellas mismas maniguas cuando a la Cámara de la guerra grande la propusiera Máximo Gómez en 1875. Ahora había saltado a las primeras palabras en aquel abrazo histórico de Gómez y Maceo, en pleno monte, cerca de la orilla de desembarco. Y todos la repetían confiados, presumiéndola un supremo recurso de pelea.
 El general Antonio Maceo había hecho beber a su caballo en las aguas del río Cauto, prometiendo llevarlo a abrevar semanas después a las del Almendares. Había pasado el ciclo de explosión que relampagueó en Peralejo, Sao del Indio y el Jobito; ahora se absorbía el general en la tarea de organizar zonas militares, establecer reservas y verificar una buena remonta de caballos para dispensar de la enérgica prueba a los remendados jamelgos de la primera campaña. Después se supo que estaba la gente en Baraguá, de cuyos altos mangos que oyeron la célebre Protesta había de arrancar hacia Occidente la extraña correría. Más tarde le vieron orillando el gran río, con unos mil quinientos hombres aparte de la larga impedimenta.
 Una mañana de cristal en que oscilaban las palmas en el vaho de la tierra, se oyó un confuso trompeteo hacia los montes del Sur. Esta vez no se temió la llegada del soldado; las armas pestañearon y media hora más tarde se colmaba el batey de una muchedumbre de jinetes que hacían sonar los guijarros buscando estacas para amarrar las bridas. El prefecto dio un viva a Cuba Libre que le hizo temblar la flotante barba blanca, y que la turba polícroma contestó desanimada, con aire de cansancio. Entre el tropel casi sin distintivos, iba el general sobre su caballo claro, rodeado de hombres solícitos en quienes pude reconocer algunos retratos vistos en la prensa yankee: Miró, Castillo Duany, Pérez Carbó, Feria, los Ducasse, Quintín Banderas, gordo y risueño con su negrura lustrosa. Maceo se mantenía alto, membrudo, sobre la montura nueva. Su faz atezada, ahora sombreada por una barba crespa, era afable, y se humanizaba singularmente con dos arrugas profundas sobre las alas de la nariz. Los oficiales le miraban de continuo, como a mujer hermosa… No he podido olvidar la impresión…
 Fue en aquellos días cuando quedó decidida mi situación sentimental. ¡Pobre idilio mío! ¡Cuán poco tiempo resbaló en el aura de aventura novelesca y casi heroica, en que yo lo había visto nacer!...  Algo debió haberse tramado entre los oscuros ranchos, algo en que jugó papel muy importante la envidia. El viejo Fundora, modorro y goloso, se transformó por un súbito avatar en iracundo Rigoletto que gritaba la deshonra de su hija; Juanilla lloró y Fundora quiso beber sangre. El rumor escandaloso llegó hasta el Estado Mayor. Conocía yo de sobra los puntos de vista de Maceo en estas cuestiones y sospechaba vagamente lo que serían aquellas famosas salinas de Puerto Padre, a donde se enviaba a los donjuanes de chamarreta, no resignados al matrimonio… Por precaución dejé de ver a Juanilla; pero entonces llegaron los recados suplicantes, ensanchando el escándalo… El enredo fue tan perfecto que poco más allá nos casábamos frente a la barba mosaica del Prefecto, que anotaba el acta en un libro solemne. Cheo Molina mostraba una cara de gran ceremonia, siniestra y satisfecha. Esperanza pasaba de un lado a otro, ágil, caliente la sangre, doblando su cintura ancha, hecha para la fecundidad. Mi corazón lamentó la ausencia de Luján, desaparecido con las fuerzas invasoras; mi vanidad deploró la del general que días antes me hablaba de mi padre, y que al despedirse me bromeaba con subversivos pellizquitos: "¡Estos habaneros!"… Aquella noche, al apretar contra mi pecho la dulce cabecita castaña, besé sus ojos levantados que me pedían protección! ¡Protección! … ¿A quién?
 Porque… Debo decirlo… Aquel matrimonio y el paso de las huestes de la invasión, fueron en mí dos ideas asociadas, una de las cuales podía resolver la otra. De que estaba ya casado, obligado a responsabilidades ya marcadas por un Código, no me quedaba duda. “iOh, pensaréis, una organización provisional, en andamios!"… Y bien, ¿creéis por eso menos comprometido y santo —frase muy jurídica— el pacto que habían sancionado sobre mi firma una barba hebrea, un murmullo satisfecho de hombres armados? No sé qué haya más efectividad bajo la cúpula ahumada de un templo. Siempre serán una barba o una coronilla y unas enhorabuenas babosas las que verdaderamente nos han encadenado. Lo demás es letra de pluma. Letra muerta.
 Comprenderéis ahora que mi cabeza se llenase aquellos días de planes estratégicos, no muy militares tal vez. Y pensé mucho en la incorporación a las huestes invasoras, quizás sin llegar hasta Occidente. Fórmula decorosa, caballeresca si queréis. Ella permanecería en Camagüey, con los míos. Al finalizar todo, se sabría si la cosa iba en serio...
 Pero Juanilla lo resolvía todo fácilmente. Ante la exposición grave de mi plan:
 —¿Qué, te quieres ir con la Invasión? —dijo, mirándome con sus ojos limpios. Pues, bien, nos vamos.
 Y bajando la voz:
 —Si me matan contigo, no me importa...
 No había ya manera de ceder. Esperanza palmoteo como al anuncio de una romería, y el viejo pensó que en cualquier parte le iría mejor. Ya no cabía en un capitán —propuesto para comandante— anunciar con timidez su desistimiento reflexivo… Y, casi a la fuerza, fui invasor.
 Quiero decir que fui invasor hasta la provincia de Camagüey. Al encontrar en el campamento de Mala Noche el grueso de la columna, obsequiada por el pueblo con un gran baile a la guajira, en amplio tinglado que caldeaban las luces de gasolina, se nos anunció que no se admitía impedimenta, y que no eran los planes del Cuartel General el hacer la invasión en familia. Luján y Cheo Molina, reunidos a los invasores, trataron de interceder, mirando con ojos glotones a Esperanza que protestaba de quedarse. Pero no hubo modo.
 —Bueno —acabó por decir el enviado—, la sabana es de la República. Ustés puen hacer lo que les dé la gana.
 Las cabezas del grupo conferenciaron: y al cabo decidimos formar nuestro Estado dentro de aquel nuevo Estado. Era día de difuntos; de una aldea, venía alegre cabalgando en la brisa, un campaneo martilleante. Seguimos el rastro del general Maceo, marcado por cajetillas de cigarros, ¡aún había cigarros! Delante de nosotros vimos poco después, más allá de un vadeo simpático, de excursión deportiva, abrirse un panorama chato, tostado, el panorama de mis queridas llanuras camagüeyanas. Y yo vi en sueños a Juanilla entrando con Esperanza en un cuartito confortable de la ciudad, instalada por mi padre, que sonreía ante las aventuras prodigiosas de su hijo...
 Éramos, unos cincuenta, contada la media docena de mujeres; y por mi indicación nos dirigíamos hacia "La Caoba", el antiguo potrero de mi padre, al Este de Camagüey, en otro tiempo graneado de toros lucientes alrededor del barracón del arrendatario. Un día nos siguió una guerrilla a lo largo de un terreno pantanoso, velado de mosquitos, donde los caballos hundían los cascos con fofo chapoteo. De vez en cuando silbaba muy cerca una bala y todos bajábamos las cabezas instintivamente. Esperanza dejaba ver los dientes albos, y mirando hacia atrás con la voluptuosidad del peligro, iba a pegarse contra el cuerpo sudoroso de un soldado. Y sus senos bailaban rítmicos en el galope...
 Estaban para acabarse las viandas en los flacos serones, y ya empezaban las disputas, cuando de improviso surgió detrás de un abra la roja punta de mi viejo palomar. ¡Tierra!… Ya era hora. Las avanzadas retornando alegres nos informaron que todo estaba vacío, que 'La Caoba' era Cuba Libre… En un minuto estuvimos en el batey. Un negro de cabeza algodonada, mi viejo Pánfilo, el boyero, paseaba sobre nosotros su mirada inquieta, en medio de sus hijos, de sus nietos desnudos...
 —Pánfilo, ¿no me conoces?
 —¡Ah, niño Juancito!… ¡Alabao sea Dios!...
  Luego me dio nuevas de mi familia: me contó cómo se habían reunido allí recientemente la caballería camagüeyana con el contingente invasor, refuerzo aquel con que contaba Máximo Gómez.
 —¡Bah! —pensé, puede pasarse muy bien sin nosotros.—A ver, viejo, ¿qué hay para comer?
 Entonces vi desde el portal las manchas lejanas de muchas reses, cientos, miles, al menos así las multiplicaba mi imaginación.
 Después me llevó misteriosamente a una despensa disimulada donde blanqueaba un depósito de quesos, de aquellos quesos prensados que antaño iban en anchas hojas de plátanos a la ciudad, y que ahora me enviaba el perfume lejano de mi niñez.
  —¡Vamos, muchachas, a la carga!…
 Luego salí al portal con Juanilla. Y estrechando contra sus harapos mis harapos de Robinsón, sentí hincharse mi pecho con una oleada póstuma de orgullo burgués...


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