Alfonso Hernández Catá
A José
Manuel Carbonell
Habían cerrado las ventanas
para que el paisaje externo no destruyese el ilusorio, y la familia, agrupada
en torno a la mesa, disponíase a saborear el almuerzo hecho al modo de allá. Los manjares servidos simultáneamente,
permitían librarse de la presencia de la criada, que de seguro habría manchado
con esa risa burlona propia de la gente ordinaria ante las costumbres ajenas,
el hechizo de la fiesta. Y porque aquel día era 20 de mayo, la necesidad
cotidiana iba a elevarse a comunión patriótica en uno de esos hogares aventados
por el destino lejos de la tierra natural.
-¡Yo quiero galleticas de
plátano!
-¡Yo, tasajo!
-Échame a mí un tamal.
-No, primero el ajiaco. ¡Silencio!
La gula de los pequeños era
alegre; pero el vaho de las viandas estimulaba en los mayores más la fantasía
que el apetito. De tiempo en tiempo los tenedores quedaban indecisos sobre las
frituras o sobre los pedazos de boniatos, cuyas venas azules hacían pensar en
un mármol jugoso. Casi todos los chicos
habían nacido fuera de la patria y no habían podido conocerla aún, a causa de
los obstáculos económicos. Los padres
procuraban recompensarlos con libros y conversaciones; más siempre quedaban
zonas oscuras imposibles de penetrar. Hacia el final de la comida, cuando la pasta de guayaba y el queso
blanco bajaron del aparador al mantel, uno de los pequeños tuvo el recuerdo
súbito, de una frase de sentido equívoco, leído en un periódico de la Habana, y
preguntó:
-¿Qué quiere decir "Ese mandó quinina", papá?
-Quiere decir... igual que
tantas frases, casi lo contrario de lo que expresa. Donde tú la leíste será, casi de seguro, un
sarcasmo, un insulto. Y, sin
embargo..., yo conozco una historia de quinina, que nunca, por pudor, he de
descubrir a nadie, a pesar de haber sido muchas veces tentado a ello por la
jactancia de tantos usureros de la patria. Voy a contarla a vosotros y así sabréis lo que "mandar
quinina" quiere decir.
Empequeñecióse la mesa al inclinarse los
bustos en un círculo de atención, y el padre habló así:
-Cuando en 1895 estalló la
guerra liberadora, yo vivía en Santiago de Cuba y tendría poco más de once
años. Mi casa era una casa de
confluencia, como hubo tantas; padre español, militar; madre cubana, nacida en
Baracoa, y criada en Sagua de Tánamo, es decir, cubana reyoya. El grito de Baire resonó de modo bien
distinto no sólo para los dos grandes elementos opuestos en la isla, sino en el
seno de muchos hogares. En el mío fueron
primero cuchicheos, sombras de preocupaciones; pero, sin duda, la argamasa de
cariño era muy recia, porque nada se resquebrajó en él. Toda la familia de mi madre debía simpatizar
con la causa separatista, y toda quería y respetaba a mi padre, cuyo sentido
liberal de hombre de estudios y de viajes era doblemente raro en su posición de
patriota y en su profesión de militar. Yo no he sabido hasta mucho después por qué, en tono bondadoso, solían
llamarle don Capdevila -Capdevila fue un oficial español de heroica honradez,
que defendió a los estudiantes fusilados ignominiosamente en 1871: siempre que
salíamos con mi padre y paseábamos por la calle de San Tadeo, cerca del Parque
de Artillería, se detenía para enseñarnos la casa en donde él vivió-; pero el
caso es que con una deferencia rara cuando fermentan las pasiones, ni una
alusión a la guerra se hacía en su presencia. Recuerdo que mi casa, una casita baja con su techo de viguería donde
anidaban pájaros, y su patio, donde un flamboyán inmenso ponía la sombra
encendida de sus flores sobre una malanga de gigantescas hojas y savia picante,
me parecía un oasis.
Todo rumor de la contienda
me llegaba de fuera. En esa edad en que
hasta los acontecimientos adversos, si vienen a romper el paso monótono de los
días, parecen sucesos venturosos, susurros, noticias, esperanzas, temores,
exacerbaban casi a diario la curiosidad de los niños. Y en tanto que los
mayores aplicaban trabajosa prudencia al disimulo, los muchachos, en plena calle,
jugábamos a españoles y mambises, haciendo con piedra y palos simulación de lo
que, con fuego y con sangre, hacían en la manigua. Por nuestras bocas inocentes pasaban las
noticias con temblor de pasión. '¡En Ramón de las Yaguas ha habido un cambate!' '¡Lo ganamos nosotros!'; '!Mentira, tuvisteis que chaquetear y meteros en el
cementerio!.." 'Sziwikoski huyó...' 'Santolices es un valiente..' 'Más lo
es Maceo." Y pescozones y chirlos sellaban las opiniones en aquellos
desmontes del Pozo del Rey, donde las batallas conocidas por nosotros tenían
minúscula copia. Al llegar a mi casa, mi
hermana mayor, mayor que yo cuatro años, me arreglaba las ropas o me curaba los
golpes, diciéndome: "Dí que reñiste por un libro." Yo asentía sin
darme cabal cuenta de aquella complicidad delicada. Y en las amonestaciones paternales, los dos
convenían en exhortarme a no reñir, y en no inquirir nunca los motivos de tan
continuadas pendencias.
Una tarde, junto a la
confitería La Nuriola, un muchacho llamado Satién, me dijo a gritos, con un
gesto confidencial:
-Tu tío se ha ido al monte
desde Gibara.
Ya se sabía lo que era
"irse al monte". Ahora pienso que si los gobernantes españoles
hubieran querido averiguar el misterio de muchas casas, mejor que dar oído a
delaciones y sospechas, habrían hecho fijándose en los juegos de los
muchachos. La noticia fue para mí como
un secreto pesado y doloroso. Aquel tío
tan delgado, tan pálido, de continuo vestido de negro, que usaba pañuelos de
seda, barbita en punta y un absurdo sombrero de copa, !se había ido a la
guerra! Siempre me había parecido el tío Álvaro un ser misterioso. Yo me lo
imaginaba en la manigua con un gran machete y siempre con su chistera
inverosímil. ¿Lo sabían ya ellos? ¿Qué
diría mi padre? ¿Y mi madre, que hablaba de él como de un ser débil, indefenso,
por quien ella tuviera obligación de velar? Fui a casa de unos parientes y, del
mismo modo que Satién, solté la nueva:
-El tío Álvaro se ha ido con
los mambises, tía Leonor.
-Usted lo que debe hacer es
callarse, muchachito, y no meterse en cosas de grandes.
El sofión casi me advirtió
que la noticia era conocida de todos, y no me atreví a renovar en mi casa la
prueba. No, no debían de saberlo. Aquel día precisamente, mi padre y mi madre
tenían sobre sus caras cierta serenidad dulce, que casi les daba un
parecido. Ahora pienso que debió ser
antes, un día que me dijo con sigilo mi hermana: 'Vete a la calle y no vuelvas
hasta la hora de la comida', cuando la noticia ahondase en ella las ojeras y
tendiese en él, sobre el rostro blanquísimo, una sombra.
Pasaron los días, los meses.
Alternativas diversas conmovieron la ciudad. En mi casa esas peripecias apenas se marcaban en silencios y en sonrisas
difícilmente perceptibles. Una discreción,
no de las palabras, sino de las almas, debía aliarse con el cariño para
lubricar los pasos peligrosos. Tengo hoy
la certeza de que mi madre estaba por completo junto a los que en el campo
combatían, y que mi padre, aún comprendiendo la justicia de la causa cubana,
estaba junto a sus compatriotas por ese instinto superior a nuestra razón, que
nos dicta tantas acciones. Cierta noche -recuerdo hasta el color del cielo, hasta el olor del aire- mi madre me llamó
aparte y me dijo:
-Mira, ya pronto vas a ser
un hombre y, como las circunstancias obligan, tengo que contar contigo para una
cosa, para un secreto. Se trata de tu
tío Álvaro, que está enfermo en el campo y me ha escrito... Me pide quinina y un
cubierto. Hay que dejárselo en una
tienda de Dos Caminos del Cobre, a nombre de un tal Miguel, que irá a
recogerlo. Allí saben... Por causa que
cuando seas mayor sabrás, esta es la única cosa que voy a ocultarle a tu padre
en mi vida... Es un deber mío no dejar morir a mi hermano, y también es un deber
no comprometer a nadie por él... Si a ti te cogieran, dirías la verdad, yo la
diría también y... Como eres un niño, y al fin y al cabo no se trata de... Pero
no creo que te cojan. Tú eres listo... ¿Te atreverás?
Mis ojos chispeantes
debieron responder antes que mis labios. A la mañana siguiente fui a la botica de un señor italiano llamado Dotta
y me entregó cuatro frasquitos amarillos llenos de tableticas blancas. De allí marché a la ferretería El Candado y
compré un cubierto. Recuerdo que me
dieron a escoger, y que, sin duda, por destinarse a un guerrero, elegí uno de
largo cuchillo puntiagudo. Orgulloso de
haber realizado la primera parte de la aventura, fui a mi casa y, entrando por
el traspatio, entregué a mi madre el paquete. La carta de mi tío debía marcar día fijo para la entrega, pues mi madre
me hizo esperar, y hasta pasada casi una semana, no me dió las instrucciones
finales. Para preparar el paso, desde
cuatro días antes, ya a pie y con otros amigos, ya en el caballo de un pariente
oficial de la Guardia Civil, de apellido Alcolado, iba yo hasta cerca de Dos
Caminos. Había que cruzar junto al
cementerio y esto era lo único grave para mí, hasta de día. Jamás ningún
soldado me detuvo ni me preguntó nada; los muertos que dormían tras la puerta
de piedra, me turbaban más que todos los ejércitos del mundo. En el viaje de ida nada falló. Al llegar a la tienda el hombre me hizo pasar
a un colgadizo interior y abrir el paquete.
-Es para saber lo que hay y
evitar luego reclamaciones -explicó.
El bulto, cuidadosamente comprimido, encerraba la quinina, sin frascos, y el cubierto, pero faltaba el cuchillo. Yo mostré mi sorpresa y el guajiro masculló: "¿Ve usté, niño?" Y salimos de la trastienda porque una mulata solicitaba un real de luz brillante. Creyendo que aún quería el hombre algo más, esperé y cuando él se dio cuenta y me dijo "puedes irte", empezaba uno de esos crepúsculos breves de nuestra zona, en que las tinieblas caen sobre el sol. Monté a caballo y al instante me acordé del cementerio. Yo no conocía otro camino; era, pues, preciso pasar junto a la puerta terrible. Un rato antes de llegar canté para enardecerme y cuando entre la mezcla azulosa de día y de noche surgieron las blancas tumbas, el caballo, tal vez contagiado de mi terror, empezó a temblar y a encabritarse. Fue un miedo loco, tan grande por lo menos como el que habrán tenido que dominar cien héroes. Agarroté los pies debajo de la cincha, me abracé al cuello del bruto soltando las riendas y, en un galope frenético en el que nuestros sudores se juntaron, cerrados los ojos, cerrada el alma, salté barrancos y crucé breñales... Los muertos no pudieron cogerme, pero llegué a mi casa ensangrentado. El susto de mi madre fue tal, que apenas prestó oído a mis explicaciones acerca del cumplimiento del encargo. Dudo que ninguno de los sacrificios que, de ser hombre hubiese hecho por la independencia de mi tierra, me hubiera sido más penoso que aquel pavor.
El bulto, cuidadosamente comprimido, encerraba la quinina, sin frascos, y el cubierto, pero faltaba el cuchillo. Yo mostré mi sorpresa y el guajiro masculló: "¿Ve usté, niño?" Y salimos de la trastienda porque una mulata solicitaba un real de luz brillante. Creyendo que aún quería el hombre algo más, esperé y cuando él se dio cuenta y me dijo "puedes irte", empezaba uno de esos crepúsculos breves de nuestra zona, en que las tinieblas caen sobre el sol. Monté a caballo y al instante me acordé del cementerio. Yo no conocía otro camino; era, pues, preciso pasar junto a la puerta terrible. Un rato antes de llegar canté para enardecerme y cuando entre la mezcla azulosa de día y de noche surgieron las blancas tumbas, el caballo, tal vez contagiado de mi terror, empezó a temblar y a encabritarse. Fue un miedo loco, tan grande por lo menos como el que habrán tenido que dominar cien héroes. Agarroté los pies debajo de la cincha, me abracé al cuello del bruto soltando las riendas y, en un galope frenético en el que nuestros sudores se juntaron, cerrados los ojos, cerrada el alma, salté barrancos y crucé breñales... Los muertos no pudieron cogerme, pero llegué a mi casa ensangrentado. El susto de mi madre fue tal, que apenas prestó oído a mis explicaciones acerca del cumplimiento del encargo. Dudo que ninguno de los sacrificios que, de ser hombre hubiese hecho por la independencia de mi tierra, me hubiera sido más penoso que aquel pavor.
Años después, en un viaje,
mi madre, vieja ya, sacó de entre sus reliquias un envoltorio y me lo entregó.
-¿Reconoces esto? -me dijo.
Casi antes de abrirlo, sólo
con el tacto, reconocí el cuchillo que en un azar misterioso se separó del
paquete que yo llevé a la tiendecita de Dos Caminos del Cobre. Junto a la empuñadura un papel mostraba aún
varias líneas escritas con lápiz. Era la
letra primorosa y generosa de mi padre, pero con un temblor que nunca le había
visto. Y esas líneas decían: 'He dejado que fuera lo demás por ser para tu
hermano... Pero el cuchillo, no; es casi un arma... Perdóname.' Los rasgos
trémulos de la escritura nos hablaban aún de su delicadeza infinita cuando la
mano que los trazó hacía mucho tiempo ya que estaba agarrotada e inmóvil sobre
el pecho, bajo la tierra.
Hoy duermen los dos, juntos,
en aquel mismo cementerio, cerca del camino que yo pasé aterrorizado. ¡Ah,
ahora no tendría miedo! Ahora -disculpadme, hijos míos-, en vez de huir, entraría por la puerta de piedra, buscaría la tumba, y me acostaría a descansar
a su lado, para siempre."
Lisboa, 1925
Nota de Uva de Aragón
"La quinina" fue publicado por primera vez en Social (La Habana:
1926, Vol 11, No. 1, pag. 20) bajo el título de "Mandé quinina". Aparece al año siguiente en la colección de
cuentos del autor Piedras preciosas (Madrid: Mundo Latino, 1927, 281-92) bajo
su actual título. Se reproduce una vez más en Memoria de Hernández-Catá (La Habana, 1954, Vol 1, No. 8, 248- 261) con
exhaustivas anotaciones de Antonio Barreras con respecto a los elementos
autobiográficos de la narración. "La quinina" ha sido incluido en
varias antologías, entre ellas 20 relatos cubanos (La Habana, 1980) y El cuento
cubano. Panorámica y antología (San José, Costa Rica: Litografía e Imprenta
Ltd., S.A., 1983).
Al publicarse por vez primera, "La quinina" suscitó numerosos
elogios, y fue pronto considerado como una pequeña obra maestra dentro de la
cuentística catiana. Uno de los juicios
más repetidos de la época fue el aserto de que era integralmente
autobiográfico. Y en efecto, como
explica detalladamente Barreras en Memoria..., la narración está basada casi en
su totalidad en experiencias personales del autor. La escena de un hogar cubano en suelo
extranjero, en que adultos y niños se reúnen a conmemorar un 20 de mayo alrededor
de manjares criollos, que da marco a la historia, reproduce con fidelidad las
circunstancias de Hernández-Catá que residió casi la totalidad de su vida
adulta fuera de Cuba, debido a su carrera diplomática, pero que vivió
obsesionado por la isla, y por inculcarle a sus hijos el amor a la tierra,
donde, por azares del destino, ni nació ni murió, pero a la que consideraba su
Patria. La evocación de la Guerra de
Independencia a través de los ojos de un niño responde fielmente las vivencias
del autor. Inclusive los nombres propios
tanto de calles, lugares como de personas han permanecido inalterados. La
descripción del singular Tío Alvaro -quien alcanzó el grado de Coronel del
Ejército Libertador, contrajo tuberculosis durante la guerra, sirvió en la
primera Cámara de Representantes de la República, y murió prematuramente en
1908- queda constatada por fotografías de la época. Según testimonios del
escritor a sus contemporáneos, la acción del narrador corresponde fielmente a
la verdad. Sólo hay dos datos que
parecen haberse alterado para mejor servir los propósitos literarios del
autor. Aunque el niño protagonista
cuenta con poco más de once años, Hernández-Catá (nacido el 24 de junio de
1885) no alcanzaba los diez cuando estalló la guerra. Otra licencia con respecto al tiempo, esta
vez de mayor envergadura, le permite al escritor atribuir a su progenitor un
bello gesto, cuando en realidad había muerto en 1893, dos años antes del Grito
de Baire. Sin embargo, Hernández-Catá conocía, a través de su madre, una
situación similar en su hogar durante la primera guerra independentista.
Además de los aspectos
autobiográficos del cuento, vale destacar que Hernández-Catá, testigo en suelo
europeo del horror de la primera guerra mundial, aborreció desde temprana edad
la violencia, los uniformes militares, las armas. Entre 1914 y 1917 publicó una serie de
cuentos y de artículos que sustentan su filosofía pacifista. Durante la dictadura de Machado, abogó
repetidamente por el cese del derramamiento de sangre. Nótese que en este cuento no se glorifica la
guerra. El tío Álvaro es un personaje débil, humano, enfermizo. El niño confiesa repetidamente su miedo. La heroicidad de ambos no está en su fuerza
sino en vencer la poca disponibilidad para la guerra en aras de un deber
ineludible. Pero en realidad el
verdadero héroe de "La quinina" es el padre, el hidalgo español, de
sabiduría salomónica. El ambiente de
amor en un hogar cubano-español en medio de un conflicto bélico cobra
dimensiones universales y atemporales. El triunfo de la convivencia amorosa de personas en bandos opuestos de
una guerra ofrece un mensaje imperecedero que da a "La quinina" su
perdurable vigencia.
Fragmento de Salvador
Bueno
El propio escritor permitió que se repitiera
en muchos lugares que había nacido en Santiago de Cuba. En realidad, nació
circunstancialmente en una aldea castellana, Aldeadivila de la Ribera,
provincia de Salamanca, el 24 de junio de 1885. Aunque su familia estaba
instalada en Santiago de Cuba, su padre, Ildefonso Hernández y Lastras
(1844-1893), que antes de morir alcanzó el grado de teniente coronel del
ejército español, había querido que su primer hijo varón naciera en el mismo
lugar que él. A los tres meses de nacido ya se encontraba la familia de nuevo
en Santiago de Cuba.
La madre del futuro novelista, Emelina Catá y
Jardines (1856-1915), pertenecía a una familia cubana, arraigada en la zona
oriental de la Isla, que había mantenido firmes posiciones anticolonialistas.
El abuelo materno del escritor, José Dolores Catá y Gonse, fue fusilado en
1874, en plena Guerra de los Diez Años, en Baracoa, “en una de las murallas del
fuerte de la Punta, hacia la parte norte, junto a los arrecifes del mar”,
condenado por conspirar contra el dominio español. Su tío materno, Álvaro Catá
y Jardines (1866-1908), que ejerci6 como periodista en La Lucha, La Discusión y El Fígaro, se incorporó al ejército mambí,
colaboró con Mariano Corona en El Cubano
Libre en plena manigua, alcanzó el grado de coronel y fue elegido
representante a la Cámara por Oriente al iniciarse la república neocolonial.
Un cuento de Hernández Catá que con el título
«Mandé quinina» se publicó por primera vez en la revista Social (La Habana,
1926, vol. 11, núm. 1, p. 20) ha sido considerado totalmente de carácter
autobiográfico. Aunque el novelista, que después dio a este cuento el título
«La quinina» utiliza recuerdos de su niñez en torno al comienzo de la guerra de
1895, debe mencionarse que su padre había muerto dos años antes de los
acontecimientos que relata. Sin embargo, en torno a las relaciones en el seno
de esta familia al mismo tiempo española y cubana, debemos recordar que Antonio
Barreras (1904–1973), albacea literario del novelista, menciona el hecho
insólito de que Ildefonso Hernández y Lastras siendo militar español fuera a la
cárcel de Baracoa, donde estaba prisionero el independentista José Dolores
Catá: para pedirle la mano de su hija, (Memoria de Hernández Catá, núm. 8, p.
255) con quien contrajo matrimonio después del fusilamiento del cubano en 1874.
De sus años infantiles en Santiago, el propio
Hernández Catá recorriendo las calles de la capital oriental en 1930, le
contaba a Barreras:
“Aquí por esta calle y las aledañas (que eran
las de San Tadeo y otras) jugué con mis compañeros infantiles a españoles y
mambises, en plena guerra de emancipación. Tomaba tan en serio mi papel que, en
más de una ocasión castigué la aparente bizarría de mis enemigos con la honda
primitiva –arma infalible– que manejaba a maravilla..." (Ibídem, p. 256).
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