domingo, 17 de septiembre de 2017

La manigua sentimental II



II

 He de escribir yo algún día un libro trascendental que llevo dentro, El amor en la guerra: he aquí su tema, presuntuoso, enfático, digno de una tesis doctoral. Unas trescientas páginas, todo médula.
 Porque convengo en que mis ansias por aquella fresca muchacha medio bonita, un poco rubia, casi sentimental, eran algo previamente escrito en el magno itinerario de los destinos humanos. Pero, ¿cómo nació aquello, cómo creció?
 A los cinco meses de campamento, nuestro concepto de la mujer ha sufrido muy notable modificación. Quizás nos hacemos castos por el derivativo del cansancio; tal vez nos hacemos tontos por la vida instintiva, al ras de la tierra. ¡Vaya usted a saber! El caso es que el aporte de algunas hembras al paso por el pueblo de Almiquí, no conquistó con el ruido fofo de los trapos y los melindres ante las voces de las alimañas, otro tributo que el de un leve desdén o un asco leve, como el espectáculo de un animal triste, incapaz para la pelea o el hambre. En todo caso no era la primera vez que erraban con nosotros grupos de mujeres, de una prefectura a otra, utilizadas en los hospitales, siempre componiendo el mismo cuadro de algo pobre y sucio, de algo que se descompone y enferma periódicamente y que en resumidas cuentas estorba...
 Con permiso del coronel, ¿puede haber cosa más inhumana que la guerra?
 Esperanza era la mayor, Juanilla contaba dos años menos; quizás andaba por los diez y siete. Ocupaban un lugar en la impedimenta con el viejo Fundora que, paseando su cabeza bamboleante de gran bestia, husmeaba por los serones de viandas. Y ahora debo añadir que la impedimenta es el eslabón más curioso de una columna insurrecta. Depósito de todo lo ruinoso y lo débil; almacén ambulante de chiquillos aventureros, de heridos en convalecencia, de rancheros, sanitarios y acemileros que se absorben en pacíficos trajines; rincón de barullo e indisciplina donde se encuentra el avío de coser que nos falta, el trago de aguardiente para nuestros nervios flojos, la refrescante charla femenina que nos pide el espíritu cohibido.
 En nuestro andar errante hacíamos altos de varios días. Se vivía entonces entre murmullos confusos, rasgados por voces de mujeres en riña alrededor de grupos de matarifes que descuartizaban la res sorprendida poco antes. Era éste de la matanza un momento de sensación que confundía en la misma curiosidad morbosa a soldados y pacíficos. Yo acudía siempre de los primeros tratando de acercarme al rancho de las mujeres, y éstas, poseídas de una leve fiebre abrían los ojos oyendo los sordos mugidos para adivinar desde lejos la agonía de la res. Una vez tuve la idea de llevarlas cerca, con un deseo picante de comunicarles mi horror. Y ellas vinieron.
 —¡Ohé! ¡Hop! ¡Hihop!…  se escuchaba de entre las maniguas caladas de luz. La bestia venía rápidamente, pataleando sobre la tierra reseca, abriéndose paso con su vasto corpachón por entre los arbustos espinosos; tras ella, teniéndola por una larga soga, corría sin sombrero Ricardo Luján, gozoso con aquel gran juego de su espíritu y de sus músculos, rojo, desmelenado, derramando salud.
 Por fin llegaron al calvo redondel formado en la hierba, de donde una zanja cárdena y vampírea escapaba hasta el río. Luján adelantándose llegó hasta un palo recio que se erguía en medio de la tierra pelada, y allí hizo rápidamente un lazo fuerte deteniendo en seco la carrera de la res. Era un toro blanco tocado de lujosas manchas de oro viejo desde la cruz a las agujetas; parándose con la cabeza doblada a la tensión del lazo, jadeaba rítmicamente, desbordando los ojos, como si no vislumbrara el porqué de aquella persecución, y aquel escenario. El sol a plomo, azotaba sus ancas esparciendo nueva luz hasta nuestros refugios de sombra. Una de las mujeres rompió en una risa convulsa; y el toro estremecido, olfateando la sangre cuajada en el suelo, echó fuera un mugido largo, como si quisiera llevarlo hasta los lejanos corrales, llenos de palpitaciones, del otro lado del palmar.
 Entonces los hombres que ayudaban a Luján, las blancas camisas reluciendo en el sol, fueron acortando la cuerda hasta clavar al tronco el testuz ancho y vigoroso. Lujan, risueño como un torero en la plaza, sacó un puñal que chispeó en el aire, y brindó la res a Esperanza Fundora, cuyos ojos fulguraban. Y súbito, ahorrando tiempo, acaso con un vago miedo, zigzagueó la hoja en el aire y la clavó pesadamente en el cogote duro y velloso.
 Un clamor de protestas y de risas coreó la faena. La res pateando furiosamente bajo la torpe acometida, logró doblar la cabeza astillando la cornamenta contra el palo que se enrojecía; y ya la posición fue más difícil. Luján cortado, apretados los labios, probó un segundo golpe. Pero el cuchillo rodó sacando dos o tres ojales a la piel. Nuevos gritos vibraron en la atmósfera limpia. Juanilla, junto a mí, volvió la cabeza, mirando con débil deseo el techo de su rancho, que apuntaba sobre las maniguas.
 El toro había logrado apartarse un tanto del bramadero, aflojando la cuerda. La cabeza baja, tinto en sangre el cuello fornido, sacaba por un lado un pedazo de lengua amoratada, y diríase que esperaba para herir. Fue un momento de estupor. Luján rabiando, los ojos inyectados de sangre, espantoso, rodeaba el cuerpo enorme del animal buscando un nuevo punto para su puñal: el grupo de hombres miraba inmóvil.
 De repente, una mujer se adelantó. Era Esperanza, la mayor de las Fundora. Iba riéndose, doblado el cuerpo en las convulsiones de las carcajadas.
 —¡Muchacha! —gritó Juanillla incapaz de movimiento.
 —¡Déjenme! —dijo la otra. —A ver acá... No será el primero.
 Todas la dejaron paso. Un deseo de egoísta, de acabar la escena, les hacía alegrarse. Tal vez. Hay mujeres para todo...
 Ricardo Luján, al verla llegar, echó un terno. Ya aquello era una afrenta. Y precipitándose loco sobre la bestia se cogió a una de sus astas y así hundió dos, tres veces, sin apuntar, la hoja aguda sobre el pescuezo y en la cruz. El toro se revolvió, roncando bajo el dolor hasta que en un revés supremo se deshizo del asesino arrojándolo como una pelota sobre la hierba quemada. Y atado, pero sin morir, abiertos y pasmados los ojos, sacó la cabeza a lo alto y así bramó con varios gritos roncos y prolongados pidiendo tal vez auxilio a la justicia bestial de los suyos.
 De pronto el clamor se cortó en su belfo. Esperanza, risueña y ágil, había recogido el puñal del suelo, y sedosamente, sin ruido, y apuntando un momento a la nuca inmóvil, había descargado el golpe decisivo. La res doblegó la cabeza sobre la flácida papada, parpadeó un segundo; y con un temblor a lo largo de las patas, cayó pesadamente sobre su lecho de sangre.
 —¡Bravo! —gritaron alrededor.
 Y Esperanza, felina, tornando a ser mujer, se sentó tranquila sobre el costado enorme del toro y allí gozó, entornando los ojos, la embriaguez salvaje del triunfo. Cuando volví los ojos fascinados, vi a Juanilla que separándose de las otras mujeres, se pasaba la mano por la frente con un gesto de enfermo. A su lado el coronel, súbitamente aparecido allí, la bromeaba por su miedo, y reía con una risa gruesa, llena de saliva pastosa.
 Aquel episodio quedó mucho tiempo en mi memoria, porque con él quedaron marcados en brutal relieve los dos temperamentos. La una, morena, creeríasela gitana, aspiraba el aire de la guerra como un ambiente hecho para sus pulmones de bohemia. La otra, pálida y triste, traía el recuerdo brumoso de los prisioneros de bárbaras hordas; acaso nos temía como a tales, con una desconfianza vaga que se refería a todo lo suyo, a su vida, a su honor, hasta a sus prendas de coral y nácar envueltas en el pringoso pañuelo. Una vez preguntó con angustia en sus ojos verdes:
 —¿Es cierto que hay en la guerra unos negros dominicanos con argollas en la nariz?
 Pronto estuvimos todos enamorados de ella. Y yo veía merodear por el rancho de la impedimenta a Luján, al francés expedicionario que habría de preparar la dinamita, al coronel Molina, grave y duro, con sus ojos fruncidos entre los pómulos salientes orgulloso de sus súbitas apariciones napoleónicas en los extremos del campamento, bajo la noche muda.
 ¡Oh, las noches del campamento! Sobre la hierba mojada o en las hamacas abiertas cambiábamos ideas simples ante el bohío de los jefes que echaban un trozo de luz hacia la tierra dura y hacia las hojas de los árboles. De las palmas cercanas caía el grito melancólico de los pájaros y en lo azul chispeaban las estrellas. Boca arriba, sobre la malla floja, leíamos distraídos su caprichosa combinación.
 —Aquella es Orión; aquella Casiopea; aquella es la Cruz del Sur.
 Del otro lado de las sombras espesas emergía de pronto la voz de Esperanza Fundora, cantando guajiras al compás de dos piedras, voz cálida de contralto que denunciaba una garganta ancha y una boca grande y fuerte. Y todos callábamos ante el imperio de aquella vibración lejana, puestos los ojos del alma en el interior revuelto y risueño del rancho de las mujeres.
 Una noche de aquellas, al dejar la hamaca por una necesidad íntima de caminar, de mover los brazos, de dar gritos, sentí de pronto, sobre los hombros las dos manazas de Ricardo Lujan.
 —Vamos a ver —dijo con rudeza— ¿Por cuál de las dos te decides? Porque no es cosa de hacer aquí parodias de salón.
 La expresión de mi amigo y los codazos con que la subrayaba, al andar, me intimidaron como la lontananza de un peligro. Ante mi mutismo, se sentó sobre una gran piedra, levantando con un brusco ademán la vaina del machete. 
 …Porque si tú no eliges, continuó— yo he tomado ya mis posiciones.
 Y cambiando la voz agregó:
 —Vamos, ¿qué te parece la trigueña?… La tengo madura; cayéndose de la rama...
 Suspiré aliviado. Y él me relató cómo se habían encontrado dos o tres veces a solas, mientras se apartaba ella del rancho para bajar con ropas a algún arroyo dormido entre las cañas bravas. Las conversaciones habían sido ardientes; al pasar por entre las hojas se inclinaron cierta vez para evitar un ramo de espinosos aromas, y él teniendo cerca los labios carnozuelos de la muchacha los besó frenético, mientras abarcaba con su mano ancha la pulpa de los senos inquietos. Al fin la dejó bajo el ruego de no abusar de su soledad. Y ella prometió ser buena con él en lo sucesivo.
 Yo sonreía envidioso. Y entonces evoqué claramente la figura fuerte y dominadora de aquella muchacha, tan distinta a su hermana. Aquélla se hallaba entre los mambises como en su propio elemento; diríase que ansiaba encontrarse por azar en un combate de abundante carnicería y absorber en los momentos del triunfo o de la fuga, el olor mareante de la hecatombe. Su amor debía de ser violento, casi cruel; sus besos serían mordeduras sangrientas. Y al observar en vago paralelo los recios hombros, el rudo cuello de aquel bruto de Ricardo recordaba pálidamente los bajo-relieves asirios y babilónicos que pintan luchas de monstruos animados de odio o de amor.
 —Pues si se te entrega, anda con ella —dije sonriendo con esfuerzo, con un vago terror a la realidad que se me echaba encima…


 Los días corrieron grises, sin matiz. Una tarde arribamos a una prefectura fundada en el batey de un antiguo cafetal, clásico batey de campanario alzado sobre zócalo de hormigón y pozo derruido con agria garrucha en el brocal, en lo llano de un valle sembrado de rojizos y desaliñados cocoteros. El prefecto, mambí de la guerra grande, que como en su casa vivía allí con la parienta y los chicos entre un grupo de cerdos que hozaban en el fango, nos prestó durante unos días sus bohíos esparcidos en derredor del vasto caserón y su zona de cultivo donde verdeaban yucas y boniatos. Al amparo de su barba de profeta y bajo el temblor de la bandera de Cuba Libre, clavada en una caña brava, dejamos resbalar el tiempo, mientras se reponía la columna para seguir su ruta militar, en espera de algunos despachos del general Maceo que debía de andar a pocas leguas de allí.
 Detalles estratégicos eran éstos, de los cuales me tenía a punto la Tenienta, el temible marimacho, que se aburría atrozmente en la forzada quietud del campamento. Siempre me fue interesante aquel tipo andrógino, el más fiel asistente de Cheo Molina. Encargada siempre de misiones peligrosas, llegaba a su lado de vuelta de algún forrajeo audaz, saltando como un perro cariñoso, brillante de sudor la nerviosa musculatura por entre las desgarraduras de su traje de hombre, secas las abiertas fauces por donde asomaba la blancura de los dientes limados en punta.
 La Tenienta me concedía su amistad; acaso con cierto aire de protección varonil ante mi pobre timidez femenina. En cambio odiaba a las mujeres, y aquella parte del campamento de donde surgían risas y barboteo de agua jabonosa, le parecía una deshonra y un peligro del ejército.
 —Perras, decía al verlas tejiendo sombreros bajo el sol. —¡Qué tonga de satas!... Güeña guinda de guásima les daría, pa que no fueran luego con cuentos al soldao.
 Hubiera dado cualquier cosa buena por verlas en un apuro, por hacerlas llorar un descalabro en esa perrería de la honra! Una vez se le presentó la ocasión.
  Fue una noche en que sobre mi aburrimiento de vagabundo, caía una luz romántica de luna llena, bordando los senderos de nevados encajes. Una ceja de monte a la derecha me enviaba el hálito sosegado de su seno, pictórico de vidas menudas. De pronto se alzó un ruido de maniguas profanadas. Y oí como si de la tierra surgiera, la voz de la Tenienta,  fantástica y dura:
 —Po aquí… Po aquí… No tengas mieo…
 ¡Diablos, que podrá ser aquello! Un acento débil se quejó entonces, entrecortado:
 —Pero... ¿adónde vamos?... ¿No me decías… que mi padre... me llamaba al rancho?...
 Conocí la voz de Juanilla, la chiquilla de Fundora. Y vislumbrando lejanamente la clave de aquello, torcí con el corazón en los labios hacia la espesura tras las dos mujeres, adivinando en la sombra los ojos salvajes, fascinadores de la negra.
 —Po aquí... po aquí vamo ma corto... Sigue, que te conviene…
 Se escuchaban de nuevo las duras sílabas africanas, y los golpes de su machete al abrirse paso entre los guayabales. Pronto llegaron a una antigua tranquera derruida; y ya no me quedó duda: momentos antes había visto sumergirse entre las frondas en esa dirección, la silueta doble y pesada del coronel, el cíclope guajiro que enrojecía al hablar con las mujeres.
 Tuve un minuto de melodrama: perdonadme. De un salto me planté frente a las dos mujeres en mitad del portillo, obstruido por palos secos. La muchacha gritó ahogadamente hurtando el cuerpo hacia atrás, mientras la negra, confundiéndome en la sombra, reía con las manos en las rodillas:
 —¡Ueté tiene prisa, mi coroné! …
 Pero al levantar la cabeza quedó extática: a la claridad lunar dejó ver una expresión de pasmo idiotizado. Juanilla Fundora miraba a todas partes, perdido el rumbo entre las maniguas, próxima a llorar.
 —Vamos, esto no es nada —le dije después de una pausa… —Yo andaba por aquí… casualmente… Usted quería ver a su padre, ¿no es eso? Bueno; ahora, vamos los tres juntos…
 La Tenienta había pasado del asombro a la cólera y de la cólera a la violencia. Su superioridad física me miró con desdén.
 —¿Y quién eres tú, jubo e caña, pa meterte en lo que naiden te ha echao maloja?...
 Y avanzando el cuerpo trató de asir de nuevo a la joven por un brazo.
 No sé de dónde saqué aquella explosión de valor. Con un terno cálido y brutal me abalancé al cuello de la negra, que con un salto atrás y llenándome de improperios hizo fulgir en la luna el yaguaramas desenvainado. Los dientes le relucían como de loza. Sin tiempo para sacar mi machete corto, agarré un leño rodado, parando un tajo terrible. Detrás oí gritar a Juanilla, pero no pude mirar, dominado por el monstruo iracundo… Comprendía ahora a los españoles degollados por ella… Por fin, loco de miedo, como aquellos caballeros que luchaban contra fantasmas, aproveché un segundo vacilante de su machete para darle un golpe titánico, desesperado, en el dorso de la mano. Dio un aullido de rabia y la hoja doblegada cayó a sus pies. Entonces, ávido, salvaje, temiendo una reacción de la fiera, me le eché encima abrumándola a puñetazos entre los haces de malvas. De su boca hinchada y espumeante, brotaban todavía roncos insultos.
 Poniéndole una rodilla al pecho saqué el revólver, mientras arrojaba lejos el largo yaguaramas hambriento de sangre. Después la dejé levantarse, apuntándole siempre.
 —Sigue de largo —dije con la voz temblona. —Sigue, y no mires para atrás.
 Al perderse bajo una ceiba, me hizo una señal de amenaza. Luego sentí el vuelo de una piedra sobre la cabeza y el ruido de sus pies descalzos huyendo hacia abajo. Al mirar en torno, no encontré ya a Juanilla.
                                  
  
 —¡Juanilla!... ¡Juanilla!...
 Acechando los rumores, pude encontrarla en lo más intrincado del manigual, vagando como una sonámbula. Al verme tembló de nuevo.
  —Vamos afuera, le aseguré. Ya anda lejos la Tenienta, hablando con ese bárbaro…
 Os juro que en aquel instante ningún mal pensamiento perturbaba mi cabeza de héroe; os juro que busqué honradamente, con miradas perforadoras, la salida hacia el campamento. Pero he aquí lo difícil. Perdida toda orientación, atravesamos los matorrales húmedos, bajo el zig-zag fosfórico de los cocuyos; y las yagrumas irguiéndose a nuestro paso fantaseaban su hojarasca de dos tonos, semejando ora mariposas negras, ora mariposas de plata. Marchábamos sin hablar y yo sentía detrás los pasos de la muchacha paupérrima, anonadada ante la emergencia de una noche pasada a solas con un hombre. El campamento apagado dormiría quizás muy cerca, acaso a algunos kilómetros… Al cabo de largo caminar reconocíamos el mismo tronco doblado, el mismo bejuco trepador que nos obstruyó el camino poco antes. Fatigados, caímos, al fin, sobre el suelo quebradizo…
 Aquella intimidad por el común contratiempo, hizo que conversáramos con una suelta comodidad que nos hacía ligero el tiempo y tolerable la fatiga. La pedí declaraciones francas sobre nosotros los mambises; quise escarbar en su historia anterior; la confesé la dulce impresión que su silueta frágil me hizo aquel día rojo en que conocí sus lágrimas…
 Nos sentimos, tal vez, como náufragos de un mismo vendaval; y juntos protestamos de aquel mal vivir y de aquellas malas compañías. Quizás insinuamos hasta alguna murmuración determinada. Creo, sí, creo que le abrí poco a poco mi corazón, que ella, sin énfasis, sencillamente, me preguntó por mis novias de la Habana; que la anuncié que tendríamos que separarnos pronto, ¡quién sabe si para no encontrarnos ya en la vida!...  Una racha de brisa, presagiando la madrugada, se filtró entre el follaje. Ella sintió frío. Entonces quitándome la capa la rodeé sobre sus hombros, ciñendo blandamente su cintura… Su oreja cercana, clarucha como un pequeño caracol en la noche, me invitaba y puse un beso en ella. Después…
 En el ambiente azul cantaban quedamente algunos pájaros que también se amarían a aquella hora. Todavía caminamos, hasta encontrar en un claro un techo abandonado, sobre viejas estacas. Entre los pliegues de mi capa, bajo mis caricias, única cosa dulce que aquel tiempo le enseñara, fue resbalando en un sueño de niño, tranquilo y confiado. Yo, mirando a una estrellita verde, alta, muy alta, pensaba en las leyes de la campaña, en mi destino de libertador, en el triste trasiego de las presas de guerra de unas manos a otras… 

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