jueves, 24 de agosto de 2017

Lienzos marinos





 Federico de Ibarzábal


I

 Dulce visión pretérita de los años primeros
ungida con el óleo de mi recuerdo fiel:
retozos de la escuela, héroes de romanceros,
callejas de mi barrio, tiradas a cordel.

Llovía: y terminados los recios aguaceros
íbamos hacia el patio a espaldas del bedel
y echábamos al agua de los lagos charqueros
escuadras numerosas de barcos de papel.

Al puerto fuimos poco: un día señalado,
con un profesor grave, siempre martirizado
por nuestras travesuras: era el «señor Quintín».

Y aquel buen hombre sano que nunca se reía
era nuestro gracioso, porque nos parecía
el mascarón de proa de un viejo bergantín.


II

 Trajín bajo el derroche de luz del mediodía;
ir y venir de lanchas; tremenda confusión
de los estibadores y la marinería
manchados por el humo y el polvo del carbón.

Las sosegadas aguas de la febril bahía
rompe con sus avances potentes un lanchón;
en el muelle hay un vivo rumor de algarabía,
incidentes que ocurren entre obrero y patrón.

Hay en la rada, barcos de todas las naciones
que despliegan al aire vistosos pabellones;
matrículas exóticas: Marsella, Liverpool...

Un hábil marinero en las gavias maniobra,
y el oficial de un buque mira desde la obra
muerta, las aguas turbias, de un sospechoso azul.

III

 Esta gris alameda, abandonada y sola,
tiene la gracia antigua y el sabor colonial;
una reminiscencia de la vida española
junto a los edificios de corte conventual.

¡Alameda de Paula! Blando rumor de ola;
brisas entre los álamos, dulzura espiritual;
sordo ruido de carros que, en la calleja, viola
el solemne silencio de la tarde glacial.

Junto al muelle desierto, pacífico y mojado,
la Alameda de Paula duerme en un sosegado
sueño, su vieja vida de perpetua inacción.

Como esas viejecitas que tuvieron amores,
y que hilan sus recuerdos desde los corredores,
sin un deslumbramiento, sin una sensación.

IV

 Éste es un barco viejo que zarpó justamente
una turbia mañana perezosa; y el mar
lo maltrató tan dura y tan continuamente,
que ningún tripulante esperó regresar.

Pero ha llegado al puerto la marinera gente,
y teniendo permiso para desembarcar,
en las mesas que adornan la taberna de enfrente
con los viejos amigos se han puesto a conversar.

Y relatan los riesgos que corriera el navío
bajo la furia loca del huracán bravío
que en el Golfo de México le destrozó el bauprés.

Es un barco muy viejo pero muy marinero,
y las sólidas planchas de su casco de acero
son el timbre de orgullo de un constructor inglés.

V

 Amplio puerto habanero y afanoso que sabes
del infinito anhelo de viajar que hay en mí...
Viejo puerto sonoro donde entró con sus naves
Don Sebastián de Ocampo, procedente de Haití.

Puerto heroico que guarda los recuerdos de graves
complicaciones hondas con los piratas, y
sobre el que siempre vuelan las marineras naves
remontando del cielo el bruñido turquí.

Tu Castillo del Morro, colonial y sombrío,
guarda heroicas leyendas que en las noches de frío
aburridos soldados suelen rememorar.

¡Pétreo faro de O`Donnell! Tu lumínico casco
es fulgor de la espada que a Don Luis de Velasco
las tropas de Albemarle no quisieron tomar.



 De El balcón de Julieta (1916)


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