Martín Casanovas
Rafael Blanco, nuestro gran caricaturista, es,
posiblemente,—cubano, esencialmente cubano, cubanísimo,—desde sus primeros pasos
y los inicios de su obra, el único que sigue una norma contraria y obedece a
distintos impulsos. Contra el lirismo, desbordante y vehemente, que caracteriza
la obra y el esfuerzo de nuestra generación, Blanco, dotado de un sentido crítico
formidable, y a la par, sabio administrador de los recursos expresivos de su
arte, especula, consciente y deliberadamente sobre la materia de que se vale.
Su obra, diciendo lo que quiere decir, pero nunca más de lo que pretende decir,
es de una avara elocuencia,—avaricia que no implica pobreza, sino sabia y
deliberada administración.—Nuestro caricaturista no es ciertamente, un
anti-lírico, porque en su obra el sentimiento lírico contenido, sostenido,
medido y ponderado, está latente y en tensión constante; es sí, un
contra-lírico, que refrena ese lirismo y los impulsos de su temperamento vigoroso,
para hacer de aquel la savia, fecunda y circulante, y la carnadura de su arte.
No es pues, la actitud espiritual y emotiva de Rafael Blanco, una actitud
refleja, sino reactiva. Cada uno de sus rasgos y todas y cada una de sus obras,
responden a soluciones deliberadamente previstas y perseguidas, no a hallazgos
fortuitos y afortunados.
Y así, en su obra, la materia expresiva es
parca, precisa y medida, sabiamente administrada, no usando más que aquella que
estrictamente se requiere para decir y expresar aquello que se propone
expresar. Nuestro artista sabe de antemano lo que va a decir, hasta donde
pretende llegar, y cuál es su norte; ello le permite ahorrarse palabras y
actitudes vanas, y le evita indecisiones, permitiéndole moverse dentro de una
estricta y severa economía. Y aun no
siendo un ''fauve", describiéndonos con su arte, singular y paradójico,
imágenes vivientes y concretas, de un objetivismo real y efectivo, no estados emocionales,
elabora su obra según el postulado fauvista, dentro la máxima intensidad y con
el mínimo esfuerzo, o sea, con la máxima economía posible de materia expresiva.
De tal forma, que esa ley de economía, es, posiblemente, la nota más
característica y sumamente peculiar y esencial del arte sin par de Rafael Blanco.
Esta que podríamos calificar, por lo que se refiere a
los asuntos y a la escenificación, serie cubana de su obra, serie que año tras
año viene mostrándonos en los Salones de Humoristas, comienza el 1921. Antes de
esa fecha, empero, Blanco prefiere y se da ya, con especial predilección a las escenas
típicamente locales, de marcado sabor popular.
Ingresó en la Escuela de San Alejandro en 1903.
El 1912, en el entonces Ateneo y Círculo de la Habana celebra su primera exposición
individual, con un centenar de caricaturas personales, mordaces y sagacísimas;
el 1914 en la Academia de Artes y Letras, una segunda exposición con ciento
cincuenta caricaturas. Pero abandona pronto ese género para darse al costumbrismo,
—escenas populares, tipos callejeros, escenas del vivir cotidiano,—buscando en
ellas y a través de ellas la revelación latente del alma popular y del sentimiento
racial, y campo propicio a sus especulaciones y a su avidez, que superan, ciertamente,
el interés anecdótico e inmediato de la caricatura personal. En el Salón de
1916, primero que se celebra en nuestra ciudad, Blanco presenta una serie reducida,
pero valiosa, de apuntes costumbristas: Unos cartones recios, en los que el color,
parco y avaro, es medido y administrado con sabia maestría y eficiente estrategia,
sin darle más de lo estrictamente preciso e indispensable, y sin excederse a la
cantidad requerida. Y no obstante esa avaricia y esa economía, el color se destaca
en esas obras, con claridad diáfana, porque ese no es en ellos un recurso
atributivo, sino que responde a una intención expresiva deliberada, e integra
de una manera substancial el contenido propiamente expresivo, al par que
emotivo, de aquella.
Ese costumbrismo, típicamente local, que iniciara
con su aportación al Salón de 1916, Blanco, no ha de abandonarlo ya. Del 1918 al
1920, estudia en N. York; el 20 y 21, recorre México, seducido por la belleza,
recia y franca, de su arte indígena. Pero, a través de las influencias y las sugestiones
múltiples que esos viajes despiertan en él, ese tipismo, de un intenso y substancioso
sabor popular, Blanco no lo abandonará ya, antes bien, se afirma en él, y en él
afirma y justifica su intenso y profundo cubanismo.
Mas, he aquí una cuestión, que nos interesa
dilucidar. El cubanismo de Rafael Blanco,
¿no será de índole argumental, de un localismo estrictamente geográfico e insular?
¿Estará en la superficie, y no en la entraña y el alma de su arte? ¿Será de
orden escénico y descriptivo?
He aquí el secreto y la piedra de toque, para
el arte de Rafael Blanco. Detengamos, pues. (Seguirá.)
Rafael Blanco tiene en su haber, como arma propicia y siempre favorablemente dispuesta, un sentido crítico agudo e intensísimo, que esgrime constantemente y que, siendo una de las características de su idiosincrasia, es, asimismo una de las características más propiamente esenciales de su arte. Su ironía, larga y sutil, silenciosa pero incisiva, cortante, e implacable, se refleja diáfanamente en su arte, burlón y guiñolesco, pese a su gravedad y a sus visos trágicos. Esta ironía, que tiene para todo y frente a todo una sátira, que responde a las sugestiones del medio no con un eco, sino con una réplica contundente, reactivamente y no de una manera pasiva, es la revelación fiel de ese don de crítica, que le da un control severo sobre sí mismo y sus cosas, un control cabal de sus facultades, y una noción precisa de su alcance y el de sus fuerzas. Blanco es, en efecto, un artista dotado, que sabe reprimirse; y para el artista dotado es más difícil y meritoria la economía que el exceso. Y esa virtud, alta virtud en el campo de la actividad artística, la tiene en su favor Rafael Blanco.
En New York, estudió y acumuló material abundante,
adquiriendo una experiencia sólida y substancial: Rápidos apuntes del natural,
vivaces e intensos, una sabia ágil y copiosa labor de documentación académica, y
a la postre, un repertorio inagotable de reserva. Toda una disciplina académica
aprendida y conquistada fuera de toda disciplina y de toda norma, sin otro guía
que su propia crítica y su autodidactismo. México, es para él una revelación, que gravitará,
por su recia y vigorosa intensidad, por su enorme y substanciosa emotividad,
sobre su futuro. Y ese repertorio, esa disciplina y esta rica experiencia, Rafael
Blanco las pone al servicio de su ideal estético y desde entonces, cuando esas
fuerzas afluyentes cuajan y dan su frutos, su cubanismo se manifestará y producirá
de una manera más categórica y esencial; con menos alardes escénicos, con menos
argumentaciones que anteriormente, pero con más decisión y firmeza en los
propósitos y en la intención. Al través de sus aventuras y de sus romiajes
nuestro gran caricaturista, permanecía fiel y sumiso a sus principios y fiel a sí
mismo, sin deslumbrarse y sin claudicar. Salió de la prueba robustecido, con un
cubanismo menos escénico y argumental, pero si más esencial y categórico. Y es
que el cubanismo de Blanco arranca de las mismas raíces y la entraña misma de
su arte. No es una actitud atributiva, sino esencial y especifica. Es en él y
en su obra una actitud inicial e intencional. El cubanismo de Rafael Blanco es
una cuestión previa, y sus escenas y toda la trama de su obra no son otra cosa
sino la plasmación de su ideal artístico, y la acomodación de la realidad a un
convencionalismo arbitrario y personalísimo, a un ritmo interior y
completamente subjetivo, a su manera de ver y de expresarse.
Rafael Blanco, caricaturista, es personalísimo,
arbitrario y sumamente inteligente. Su visión es de un denso y trágico
dramatismo, y ella es la que da
a su obra un profundo interés emotivo y un contenido estético peculiar, y su
tónica inconfundiblemente personal. De una imaginación fecunda y fantasiosa,
avasalladora, Rafael Blanco ve el mundo a su manera, apasionadamente, y solo
así lo concibe y lo tolera. Lo ve, y así nos lo describe, con implacable ironía,
con ensañada curiosidad, con avara e irreductible intransigencia. Sea cual fuere
el personaje y la escena que describe, aún aquellas más triviales e inofensivas
y que por su escaso contenido argumental menos se prestan al comentario y a la
sátira, palpita en ellas, a través de la visión de nuestro caricaturista, este
espíritu de tragedia íntima y profunda, peculiar en él, dándole al personaje y
a la escena un vigoroso e inusitado dramatismo.
La caricatura, genérase por una ley de contraste.
Contraste e incongruencia entre la idiosincrasia y la personalidad del
protagonista, y el acto que este realiza o escena en que interviene; contraste
disparatado entre la forma de realizar una acción y los medios que para ello se
usan, y la acción en sí misma. Contraste, que provocan el dramatismo y la
tragedia, tanto más acentuadas cuanto más se acentúen aquellas. Siempre, en las
situaciones ridículas e hilarantes que el caricaturista provoca, palpita un
fondo de tragedia, un drama sordo y callado.
Y como tal, es la caricatura una posición deliberadamente
crítica, una visión personal y arbitraria del mundo, que mueve los partes de la
tragedia a su gusto, que se vale del convencionalismo de una trama disparatada
obligando a ello a los protagonistas, y que, en consecuencia, describe el mundo
no tal cual es, sino como el artista quiere que sea, o lo antoja; a su manera, arbitrariamente.
Es en propiedad la caricatura, una realización escénica en la cual el caricaturista
mueve a su gusto las cuerdas de la tragedia, provocando con ella la nota cómica
y la hilaridad. De ahí el valor inmenso del arte caricaturesco de Rafael
Blanco, grande entre los grandes de la caricatura moderna, que crea un mundo convencional
y una humanidad facciosa y atrabiliaria que mueve con ensañada crueldad,
tomando el mundo como un escenario gigantesco en el cual da vida a sus paradojas,
y en el cual toman carne sus más fantasiosas y desbaratadas creaciones.
No debe bastarle al caricaturista abrir sus
ojos de par en par y soltar su mano. La caricatura, no puede ser ingenua, ni demasiado
fácil, ni refugiarse en la leyenda, o pie de grabado so pena de no ser lo que
pretende ser: Es, por el contrario, una actitud y una actividad esencialmente,
necesariamente crítica. Y esa es la actitud de Rafael Blanco. Una actitud
arbitraria, tendenciosa y parcial, que nos explica el intenso dramatismo de su
obra, siendo este una consecuencia y una manifestación, obligada y necesaria,
de su criticismo.
Criticismo que a su vez justifica y
explica, el humorismo de Blanco, penetrante, incisivo, frío y cortante, por su
mismo aplomo y su ensañada mordacidad. El valor caricaturesco de su obra no se
apoya, meramente, en las deformidades que pueda descubrir y revelar, sino en su
intención burlesca, en el propósito, es una actitud deliberada.
Cuando acude al natural, Blanco sabe lo que va
a buscar y a descubrir, y lo que ha de encontrarse: Busca en él elementos y
escenificación para darle carnadura a su obra y darle vida: Busca en el mundo espacio
y ambiente propicio para dar vida a sus maquinaciones, carne a sus fantasmas y
escenarios donde moverlos, viendo reflejarse en la vida las imágenes atrabiliarias
y fantasiosas que crea y alienta en su imaginación. El arte de Blanco, pues, se
proyecta de dentro para afuera; es un arte inteligentísimo, de un recio
cerebralismo previsto y preciso, que nada cede al azar y al hallazgo fortuito.
De ahí, la claridad diáfana con que compone y
distribuye las masas, la firmeza e inteligencia de sus rasgos, cada uno de los cuales
constituye no un hallazgo, dado al correr del lápiz, sino una solución, estudiada
y prevista. Antes de acudir al natural y situarse ante él, nuestro
caricaturista, lleva ya construida y resuelta su obra y le entra con decisión,
sabiendo de antemano lo que ella puede dar de sí, y previendo sus soluciones.
De ahí, la clara y franca diafanidad con que se produce, la rigurosa firmeza y
sabia administración de los recursos gráficos y expresivos de que se vale, y su
persuasividad. Es, el arte de Rafael Blanco, un arte de suma inteligencia y de
una enorme precisión.
Igual firmeza e inteligencia se traduce en sus
caricaturas personales, en las cuales él con Covarrubias, constituyen las figuras
de más relieve y valor en nuestro Continente. Sus caricaturas, son realmente caricaturescas,
ridículas, trágicas.
Y así debe ser. Esencialmente arbitraria, la caricatura
personal menosprecia determinados rasgos y peculiaridades individuales, o
prescinde de todas ellas y del individuo mismo, ya sea para acentuar, especulativamente,
algunos de aquellos, ya para crear otros rasgos y trazos completamente
convencionales, esquemáticos y sumarísimos, en los cuales se concentra toda la
intención crítica y el interés expresivo y burlesco de la caricatura. Es este
un arte arbitrario, que tiene respecto al personaje caricaturizado una vida
aparte, guardando con aquel un paralelo, una línea de equivalencia, pero siempre
con valor y contenido propios.
Así con las caricaturas de Rafael Blanco. Arbitrarias,
trágicas, implacables. Hay en ellas algo más esencial y más inteligente que una
mera deformación o acusación de determinados rasgos: Son sus caricaturas algo
más que una mera exageración. Es una humanidad desconocida la que surge con
ellas; una humanidad cómica, por su arbitrariedad, ridícula y estrafalaria, que
tiene con las personas que caricaturiza, sus representantes y protagonistas. La
caricatura de Rafael Blanco no es descriptiva, sino esencialmente arbitraria y
sumarísima. En este género, arduo, por la suma facilidad con que se sucumbe a
las exigencias anecdóticas del parecido individual, cuando no lo preside otra
norma y otra guía que una mera exageración fisonómica, Blanco nos brinda un
arte inteligentísimo, ponderado, intencionado y trágicamente burlesco.
La
obra de Rafael Blanco guarda en todos sus aspectos y relacionen una
concordancia unánime y perfecta, y en ella, inteligentísima, todo tiene una plausible
justificación. Su cubanismo explica su criticismo, y este, a su vez, explica y
justifica su íntimo y profundo cubanismo. Blanco que usa donosamente del
sofismo y la paradoja, que obliga a sus personajes a decir lo que él pretende que
digan, que nos da del mundo una versión completamente personal y tendenciosa,
con aires de tragedia: Que nos convence con sus embustes por el aplomo y la
persuasividad con que nos los cuenta, es un artista cubanísimo, que pone sus
pasiones y su persona en pugna abierta con la realidad, y proclama con su obra
la supremacía de la inteligencia.
El dramatismo vigoroso de su obra, es una proyección
de su sentido crítico, y en consecuencia, una actitud consciente y deliberada,
no fatal y biológica. En diversos tonos, se ha hecho referencia a una ascendencia
goyesca en la obra de Rafael Blanco, no literal, pero sí en el propósito y en la
intención inicial, erróneamente a nuestro parecer. Goya ve el mundo con el
mismo acento trágico con que lo describe. Blanco lo describe tal cual lo forja
en su imaginación. La tragedia goyesca en real y Goya fatalmente esclavo de
ella; la de Blanco es una mueca maliciosa con que pretende turbar nuestra candidez
y credulidad. Es la obra personalísima de un cubano, que como todos los de su raza
goza de la vida, dichoso de vivir confiado a su suerte a la Providencia, seguro
de su buena estrella, pero que maldice de todo y de sí mismo y está siempre en la
oposición, porque desde ella las arengas y las requisitorias cobran un tono
dramático apasionado, versátil, truculento.
Y ese criticismo deliberado de nuestro gran
caricaturista y lo que aquel significa para su arte singular y maravilloso, señala
en nuestras artes, una valiosa conquista civil. Es una iniciación, cultural definida,
ponqué responde a un propósito deliberado de revelación autóctona, conquista
que ansiamos y anhelamos, con patriótico fervor, en todos los órdenes y todas
las disciplinas de nuestra civilización incipientísima.
Revista
de Avance, Año I, Núm. 1, marzo 15, y, Núm. 2, marzo 30, 1927.
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