Juan David
La revista habanera El Fígaro, en su edición del 4 de marzo de 1906, publicaba un
grabado con el siguiente pie explicativo: «Caricatura del maestro Lasker por el
joven aficionado de ajedrez, señor Rafael Blanco.» Al parecer, al autor del
texto, tan ambiguo y poco entusiasta, le interesó más destacar la curiosa
afición del aprendiz de ajedrez que significar los valores de la caricatura
objeto de su comentario. Tampoco pudo presumir que su publicación cobraría
particularidad histórica: con ella Rafael Blanco iniciaba una revalorización de
las formas caricaturales, mientras anunciaba, de paso, cambios que ocurrirían
en la plástica cubana veinticinco años después, propiciados por el apostolado
trashumante de Víctor Manuel. Por esos años domina en la caricatura cubana
Ricardo de la Torriente, epígono de un estilo que impusiera el español Víctor
Patricio de Landaluze al iniciarse como caricaturista en La Charanga a mediados del siglo XIX. Al estilo colonial, Rafael
Blanco opuso el suyo propio, aprendido de dibujantes europeos, conocidos
seguramente por vía de publicaciones literarias y artísticas que llegaban a
Cuba procedentes del Viejo Continente. Tres años de aprendizaje en la Academia
San Alejandro no despertaron su intención creadora; por el contrario, lo
permearon de un academicismo feroz. El gran artista que renovaría nuestra
caricatura no aceptaba rectificaciones conceptuales, y menos aun, subversiones
en las otras artes.
Amaba el romanticismo a ultranza de Leopoldo
Romañach y los «caramelos» que pintaban Valderrama y García Cabrera. En cambio,
su obra satírica es antiacadémica, animada por un agudo espíritu renovador,
tanto en las formas como en el contenido. No se inspiró en lo grotesco, ni
siguió el canon deformador de lo externo, caballo de batalla de Ferrán,
Landaluze, Cisneros, pintores que pretendieron hacer caricaturas:
distorsionaban las formas hasta hacerlas parecer albóndigas mal modeladas. Blanco,
recurrió a la buena fuente de Daumier y la actualizó al sintetizar sus
grafismos con rasgos y manchas sumarias, trazadas sin dificultad, como al
desgaire. Reunidas orgánicamente, significan un hombre o una reunión de hombres
y cosas. Dominaba en la composición la fuerza expresiva sobre cualquier
exageración circunstancial.
Pero nada era improvisado. Nuestro gran
artista no concebía el facilismo, ni dejaba nada al accidente; cada signo que
trazaba era pensado, calculado como jugada de ajedrez, para recrear una
realidad despojada de aditamentos periféricos que ocultasen el espíritu de las
cosas. Tanto es así que sus personajes cobran rara transparencia de fantasmas
engarzados en el espacio blanco y gris con que gustaba entonar sus dibujos.
Triunfador, su talento es reclamado por las
publicaciones más importantes del país. Dibujó para los diarios La Discusión, El Mundo, Heraldo de Cuba;
las revistas El Fígaro, Letras, Bohemia, Pay-Pay. En
1913, fundó el semanario H. P. T., que tuvo poca proyección pública.
Por más de veinticinco años mantuvo
beligerante militancia en la prensa nacional, donde ahondaba en el paisaje
político y social de nuestra patria, cada día más sucio y amargador. El ideal
de una República «con todos y para el bien de todos» se frustraba y prostituía
en manos de una casta de advenedizos, fieles servidores del imperialismo, que
administraba la nación a su antojo y desvergüenza
Blanco comparte la desazón popular y ataca sin
tregua y certeramente el caótico y subdesarrollado mundo que habita, pero no
cae en el choteo. Su arte no provocará nunca carcajadas irresponsables; está
hecho para levantar silenciosas y ardientes ronchas que hagan pensar a quienes
quieran tomarse el trabajo de hacerlo. Como afirmara Jorge Rigol en el catálogo
de la exposición póstuma que presentó la Galería de La Habana en 1965:
“La mirada de Blanco enciende la cólera contra los usufructuadores de la
patria, se ensaña contra los practicantes de abortos, pone al desnudo la
respetabilidad burguesa, denuncia la prostitución organizada, pasa
desilusionada sobre los símbolos de la bandera y el escudo y se posa con
dolorida ternura sobre niños, mujeres, ancianos desamparados”.
Sin embargo,
pareciera que tan fiera y amplia mirada, concentrada en abarcar tanta e
inmediata circunstancia del quehacer nacional, no alcanzó a visualizar el
fenómeno imperialista. No recordamos sátira alguna que denuncie u hostilice ese
evidente promotor de las desgracias cubanas. ¿Es que Blanco pensaba que los
cubanos, pecadores impenitentes, eran los únicos culpables de ellas? Muchos de
sus coetáneos mantenían tales criterios, unos por culpa de un análisis
simplista del problema, otros con esquinada intención.
En pleno triunfo, cuando se le cataloga entre
los más valiosos y originales caricaturistas de América, Blanco decide cortar
su comunicación con el mundo: abandona sus colaboraciones en la prensa,
desaparece de la circulación, y por un tiempo nadie sabrá donde anda ni lo que
hace. La Gaceta Oficial se encargará de informar sobre su destino,
cuando reproduce el nombramiento de Inspector de Dibujo en las escuelas
primarias del Estado. Sorprende tan drástico viraje, ocurrido en el momento más
significativo de su carrera. Más tarde dejará entrever que un íntimo rechazo al
diario bregar periodístico y un cierto temor a ser preterido, marginado por la
presencia de nuevos jóvenes caricaturistas —surgidos de la lucha
antimachadista—, lo decidieron a preferir el oscuro prestigio que podía
derivarse de un cargo burocrático, a la gloria cotidiana que le ofrecía la
prensa.
Se alejó del mundanal ruido, sumergiéndose en silencioso clandestinaje, que solo abandonará para cumplir obligaciones del cargo, jugar alguna partida en el Club de Ajedrez o concurrir a un sindicato obrero avecindado en la calle Muralla, donde enseñaba los secretos del juego ciencia. Más tarde se sabrá que estas no fueron las únicas actividades de aquellos años de retiro voluntario. silenciosamente, con la calma que el ajedrez le ayudó a ejercitar, realiza entonces su obra más ambiciosa: una vasta colección de dibujos a la aguada, donde, de manera singular, reflejó la imagen de toda una época desilusionante y contradictoria, interpretada con severidad inaudita, en estampas llenas de alusiones satíricas, en las que su peculiar grafismo —hecho de escorzos y manchas que sugieren formas y definen caracteres— se exacerba hasta la crueldad, para visualizar, en todo su esplendor, la demoliberal república de «generales y doctores».
Su natural escepticismo, agudizado por las
cosas que veía y presentía a su alrededor, se volcó en aquella ejemplar
secuencia criticista que abarca cada ángulo de la vida nacional, física y
moralmente enajenada. La recrea a su manera peculiar, al extraer de la vida
cotidiana prototipos psicológicos: gente sufridora de la vida, señores
encopetados, prostitutas de todo rango, celestinas, curas, soldados,
politiqueros. En esas estampas, el humor tenía caracteres distintos: dramático,
como en "El árbol genealógico"; irónico sentimental en Los noctámbulos;
sarcástico cuando dibuja "El pobre… ¡era tan bueno!"; amargo en "La
casita criolla". Es notable la ajustada sincronización sustantiva que
lograba entre la imagen y el texto, parco casi siempre, tomado de dichos
populares o de referencias literarias, a veces tan esotérico que dificulta su
comprensión. En algunos dibujos —"De todo hay en la viña…", por ejemplo—
deja entrever cierto prejuicio racial, pecado en que cayó nuestro gran artista
influido, con seguridad, por la prédica reaccionaria de algunas amistades que
lo rodeaban. Tampoco hay que olvidar que esa actitud que hoy nos parece
incomprensible obedecía entonces a un sentimiento arraigado en los distintos
segmentos de aquella sociedad, remanente esclavista de la colonia, revitalizado
por las nuevas formas discriminatorias importadas por el imperialismo
norteamericano.
Esto no merma en nada los valores indiscutidos de su obra satírica, subrayada por la colección de caricaturas de los personajes en tránsito por aquel mundo dislocado. En ellas, el estilo se hace de una sutileza más acabada: planos, líneas y manchas, logran su objetivo con una plasticidad superior y más actual que en las estampas satíricas, en las cuales la pincelada se ajusta más a las normas convencionales.
Sin antecedentes entre nosotros, ni
seguidores, Blanco representa un hecho aislado, solitario, en el humorismo
criollo. Su intención satírica, inteligente y cultivada —que vibra y se
emponzoña al impulso de una cubanía preocupada por las cosas de la patria—,
queda sin eco, no influye en sus coetáneos ni encuentra continuadores en las
generaciones que vinieron después. Del grupo surgido en La Semana (1925),
solo Hernández Cárdenas (Her-Car) deja ver cierto acento nostálgico que lo
recuerda, pero no llega a la escéptica sonrisa blanquista.
Abela, que tiene buen average en el
tratamiento de los asuntos cubanos, es menos trascendentalista; su humor, sin
ser choteo, es guiado por la sensual sabrosura criolla. Nada de esto resalta en
Blanco. La enjundia de su estilo no se localiza en el criollismo; tiene
dimensión cubana, que es la vía para salir del folklore hacia la universalidad.
Esta sutil diferencia de matices puede explicar muchas cosas, entre ellas, el
«exilio» de Blanco.
En la medida en que los problemas se
entreveraron y la prensa fue siendo propiedad de políticos y comerciantes,
gravitó sobre cada rasgo caricatural una vigilancia casi policial que impedía
cualquier travesura que no estuviese contemplada en las reglas del juego.
El afilado criticismo de Blanco, dirigido
contra lo peor, no juzga su época con risa divertida, tampoco toma actitudes
intransigentes de moralista con bombín y calzoncillos largos. Su actitud se
dirigía a mostrar los hechos mediante imágenes de simbología tan peculiar que
hizo sonreír a los descreídos y despreocupados. Todo lo que tendiera a calar
hondo, conmover los espíritus y despertar conciencias estorbaba. Blanco debió
percibirlo y esa fue la causa de que se decidiera por la burocracia, sin renunciar
a su arte, donde se halla la verdad que hiere.
El tiempo juzga cosas, hechos, hombres y los
remite al lugar que les corresponde; condena al silencio a unos, a otros los
afirma y revive. Blanco es de estos. Su obra resistió el embate de los años,
aupándolo al sitio que conquistó. Es de esperar que esa obra, hoy dispersa, sea
reunida en un libro, espejo revelador de las angustias de un hombre traducidas
en afanes artísticos que renovaron la caricatura cubana y prepararon las
condiciones para que el renuevo cundiera a sectores más amplios de las artes.
Por lo demás, permitirá conocer la otra cara
de una época rica y divertida para unos, pobre y amargadora para los buenos
espíritus como Rafael Blanco, maestro sin discípulos, cuya lección llegará silenciosamente
a los que quieran aprenderla.
Itinerario
de Rafael Blanco
Rafael Blanco Estera, nace en La Habana el 1ro
de diciembre de 1885. En 1902 ingresa en la Academia San Alejandro, donde cursa
estudios de pintura y escultura hasta 1905.
En 1912 presenta su primera exposición en el
Ateneo y Círculo de La Habana, con ciento cinco caricaturas personales y
escenas costumbristas. Expone en 1914 ciento cincuenta obras —caricaturas
personales y dibujos artísticos— en la Academia Nacional de Artes y Letras.
En abril de 1918 una ley del Congreso le
concede una pensión. Viaja por México y los Estados Unidos durante cinco años.
Obtiene Medalla de Oro en el V Salón de
Humoristas patrocinado en 1925 por la Asociación de Pintores y Escultores.
En 1928, al celebrarse en La Habana la VI
Conferencia Pan Americana, expone ochenta cartones satíricos y costumbristas.
La revista Life reproduce sus caricaturas de los miembros del gabinete
de Gerardo Machado.
Conquista Medalla de Oro, en 1930, con los
óleos enviados a la Exposición Iberoamericana de Sevilla.
Expone parte de su colección satírica en el
Lyceum y Lawn Tennis Club en 1932. Vuelve a hacerlo en 1941 y 1943 en el
Círculo de Bellas Artes.
La Asociación de Caricaturistas de Cuba lo
nombra en 1950 Presidente de Honor. En 1956, muere el gran caricaturista cubano
en la ciudad que lo vio nacer.
Juan David: La caricatura: tiempos y hombres, Ediciones La Memoria, Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau, 2002.
Juan David: La caricatura: tiempos y hombres, Ediciones La Memoria, Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau, 2002.
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