Alfonso Hernández Catá
Quien ha volado siquiera una vez con la
libertad de ánimo precisa para sentir la euforia de suponer que las alas del
avión partían de sus propios costados y que la hélice es molino que pulveriza
la distancia, pierde sin duda la emoción deportiva al convertirse en pasajero
de un aeroplano comercial. El aparato individual o bipersonal conserva siempre un
coeficiente de aventura que se amengua considerablemente en el otro, aun cuando
ambos permitan disfrutar la sensación divina de apreciar la pequeñez de la tierra
y de sentir las nubes debajo de sí. Puede sintetizarse la diferencia de ambas
emociones con calificar la primera de individualista y la segunda de social. De
esta última clase, pero con la plenitud maravillosa, fue la experimentada por
el cronista cuando desde el campamento de Columbia de La Habana se elevó en el
trimotor de la Pan American Airways, que había de conducirlo, pájaro de las
islas, de Cuba a Puerto Rico, con escala a Haití y Santo Domingo, al través del
mar Caribe.
Hemos
escrito plenitud maravillosa pocas líneas atrás, y esta asociación de vocablos
expresa bien el deslumbramiento ante un prodigio que cotidianamente se renueva.
El hombre merecedor del progreso se diferencia del parásito en su capacidad de
exaltarse ante los milagros de cada día obrados por la voluntad y el entendimiento
humanos. Y cada día, desde hace tres años, esa Compañía, que no es la única, lanza
desde Miami, al sur de Florida, un avión de doce plazas, que atraviesa el Golfo,
se posa en La Habana, Camagüey y Santiago, y tras de cruzar el mar y besar los
tres países antedichos, toca las costas de Venezuela y bordea toda la América
del Sur para volver al punto de arranque. Claro que tan enorme recorrido ha sido
labor de mucho tiempo, no conseguida por completo hasta hace muy poco; pero el
viaje interantillano se efectúa hace ya mucho con una regularidad tan cronométrica
en las horas de partida y llegada, que se necesitaría ser Tartarín para sentir
en el muelle asiento, ante el almuerzo hervido a bordo y con la frente contra
el cristal de la ventanilla, la menor veleidad heroica. En tanto tiempo, sólo
una vez, al despegar el aeroplano de Santiago, un ala rozó contra una cresta de
las montañas formidables, que hacen parecer el terreno del aeródromo un cráter,
y determinó grave accidente. Antes y después, en el doble tráfico diario de un
aparato en viaje de ida y otro en viaje de regreso, ni el más leve disturbio o
retraso se produjeron. Y sin la imaginación traicionera, por el testimonio de los
sentidos, ni el viajero menos valiente sentiría inquietud, ya que el fragor de
los motores -amortiguado por los algodones especiales entregados por el criado
de a bordo antes de iniciarse el vuelo — sugiere infinitamente menos la
impresión de catástrofe que el trepidar del automóvil o del tren.
Un
sobrecito con ese algodón y dos pastillas de goma aromática son el viático del
viaje. Antes de embarcar, el equipaje ha sido pesado inexorablemente. El piloto
y el subpiloto —con seis mil horas de vuelo como mínimo— toman asiento, y las
hélices empiezan a girar. A un toque de campana los viajeros embarcan. La
cabina es larga, recubierta de maderas preciosas, con dos filas de sillones de
mimbre, forrados de piel de Rusia, y una rejilla a cada parte, en la cual se
colocan maletines y sombreros. El resto del equipaje va detrás, en espacio invisible,
al que sólo el criado tiene acceso. Una puertecita aísla el lavabo, de espacio
y comodidades suficientes, y un pasillo con linóleo va entre las dos filas de sillones
desde la entrada al puesto de mando. El radiotelegrafista ocupa, ante su
aparato, uno de los sillones más próximos al puesto, y por una ranura alta abierta
en la puerta que aísla a los pilotos del pasaje entrega y recibe cada cuarto de
hora la nota de ruta. Media hora después de elevarnos, cuando todavía los ojos
gozan de la imagen de joya que produce la tierra engastada en el cobalto del
mar por el platino centelleador del oleaje, ya recibimos un despacho de los que
quedaron en el aeródromo, más envidiosos que temerosos de vernos partir.
Caminos, ingenios, pueblos, montes achatados por la
perspectiva, van quedando detrás. De La Habana a Camagüey hemos tardado cuatro
horas. De aquí a Santiago tardaremos poco más de tres. La sombra del aeroplano nos
sigue posada en tierra, cual si hubiese de afanarse mucho para no quedarse
detrás, y cuando surgen nubes se eleva, y se hace más ingrávida, más fantasmal
e irisada. La llegada a Santiago es magnífica: se viaja entre montes y se ven
palmeras, que hasta desde arriba dejan percibir su gallardía. La salida de
Santiago es también imponente, y poco a poco se trueca en espectáculo sublime:
el mar, las rompientes, la estación naval de Guantánamo, con su buque
portaviones, a modo de enorme escorpión sobre el cual reposara su ponzoñosa
nidada; el mar de transparencia y colores indescriptibles tienen la admiración
en cambiante éxtasis. Cuatro horas más,
y he ahí a Haití en lontananza. Nadie se ha mareado a bordo, nadie ha tenido,
ni al arrancar ni al descender, sensación de angustia. Ya se dejan atrás las
escalas con la indiferencia con que se dejan atrás, en el tren, las estaciones.
De Haití a Santo Domingo un espectáculo único fuerza la exclamación a subir del
alma a los labios: el lago Enriquillo, vasto, terso, rodeado de comarcas en
algunos de cuyos abruptos senos el hombre no ha pisado aún. Potros salvajes y
cerdos jibaros cruzan de macizo a macizo, mientras los cocodrilos,
aterrorizados por el triple trueno de los motores, quedan atónitos en las riberas
o se hunden a centenares en las aguas.
Nada puede encarecer la belleza de esa
travesía ni la naturalidad del viaje. Viajeros hay que leen las revistas que el
criado les procura, o que dormitan, olvidándose de que ir es casi aún mejor que
llegar. Merecerían ser desembarcados sin miramientos los que sobre el lago
Enriquillo, o después, al retomo, frente a la incomparable playa de Cárdenas,
no hayan abierto los ojos con avidez. De Isla a isla, antes de saltar de una
parte a otra del continente, el pájaro, hijo de hombre, va depositando personas
y equipajes. Y así, una tarde, al iniciarse un crepúsculo de nácares y rotos
arcoíris, nos dejó sin la menor fatiga, ni nuestra ni suya, tras quince horas
de vuelo, en la capital de Puerto Rico. (¡Puerto Rico, teatro patético donde
lucha indefensa la influencia racial española, hoy Puerto Pobre por haber caído
bajo la garra del pueblo más rico de la tierra!)
La
Voz, 13 de junio de 1930.
No hay comentarios:
Publicar un comentario