Alberto Insua
Posee La Habana dos o tres
grandes almacenes «como los de París». Los émulos de Monsieur Chauchard son
españoles. Sus cafés son los más alegres, fragantes y curiosos que yo he visto
hasta ahora. A un tiempo, bares americanos, cafés europeos, pastelerías,
tiendas de bombones, despacho de cigarros y de billetes de lotería y
«restaurants». En una de las puertas, un limpiabotas, con su banquetica para sí
y el sillón, elevado como una curul, para el cliente. Los barman
disponen de adminículos ad hoc para sus cock-tails y sus
refrescos. En cierto café del Prado, la lista de helados, néctares, «batidos» y
cock-tails arroja más texto que un volumen de Valle-Inclán.
Uno de los espectáculos para mí más divertidos
de La Habana es ver llegar el hielo a los cafés. Concluye Enero. La temperatura
es dulce, pero el estómago ya apetece la bebida glacial. Llega el hielo a los
cafés en grandes bloques oblongos, transparentes, y piensa uno en los Polos, en
los icebergs, en las focas, en Amundsen y Shakelton, y experimenta una
sensación de “frío confortable”. Este es el frío, en pasta, que se usa en los
trópicos. Unos hombres prenden cada bloque con un garfio, lo arrastran por la
acera suavemente, lo entran en el café y lo sumen en las grandes “neveras”.
Queda una cinta de agua sobre las losas, que no tarda en secarse, y una
deliciosa frigidez en el aire, que no tarda en desvanecerse. El café huele, en
simultaneidad de olores, que mi olfato discierne y especifica, a piña, a
ginebra, a ron, a tabaco, a hojaldres frescos, a naranjas, a hierbabuena, a
limón. De niño, estos cafés me maravillaban. Ahora, también. Frecuento uno de
la calle del Obispo y otro del Prado. Mientras el dependiente me presenta la
lista de helados y de mezclas alcohólicas maravillosas, yo consumo, sibarita,
los aromas y los colores del café. Ah, los colores. Porque en los
selectos hay frutería: los primeurs de la Isla y de California, en unos
estantes, a la entrada. ¡Un nuevo Snyders para toda esta “nature morte” tan
viva de color! Además, los licores ardientes para los yanquis: las mil
botellas, botellitas y botellines que piden con afán los ciudadanos del país
abstemio. De noche, a la salida de la ópera, de la zarzuela, o de la piececita
criolla del Alhambra, o de la película Paramount, estos cafés selectos se
llenan de mujeres que conocen a fondo los secretos del «maquillage» y son como
retratos vivientes de mi colega y compatriota Beltrán. ¡Qué ojos de azabache y
qué bocas de púrpura! No lo digo en son de crítica. Me da cierta vergüenza
confesártelo a ti, tan natural, pero ninguna pintura me entusiasma como las que
tienen por fondo un cutis terso de mujer. A estas lindas mujeres las acompañan
sus padres, sus maridos y sus novios (Aquí, entre paréntesis, al amante se le
llama «marido». Y esto indica en las criollas de costumbres ligeras un pudor
fino y recóndito, plausible.) En algunas mesas, a la misma hora nocturna, hay
reunión de actores y escritores. Oyes decir Bernard Shaw, Pirandello, Marcel
Proust, Unamuno, y te sientes un instante en la «Rotonde» de Montparnasse o en
el «Regina» de Madrid. Pero estás en el «Anón del Prado”. Te lo recuerdan los
aromas a pina, a guanábana, a «gin», etc. Y los ojos y las bocas de las mujeres,
que toman el helado sin despintarse.
Algo nuevo, quiero decir que yo no sospechaba
en La Habana, son los clubs. Los he visitado y no puedo eludir una comparación
entre los Centros, casinos y círculos españoles y los clubs donde se reúne la
aristocracia habanera. Existe esa aristocracia: mosaico formado, como en todas
las naciones de constitución política reciente, por gente noble o ennoblecida
de los tiempos de la colonia; por las familias de los políticos y militares que
hicieron la revolución; por los hombres que dominan en la banca, la industria y
el comercio; por los que poseen un gran periódico, un acta de representante o
de senador; por todo el que se destaca y figura en los «carnets» de los
cronistas, que aquí son por antonomasia los que redactan los ecos de sociedad y
rinden cuentas de los bailes y las gardens-partics. Yo, por ejemplo, soy
un aristócrata y ya «he salido» varias veces en las crónicas de Fontanills y de
Alberto Ruiz. No por mi Santángel, ni por mi Moguer, dos apellidos ilustres,
sino por «La Gloria», que me pertenece. Aquí la aristocracia es plutocracia.
Los escudos que cuentan no son los de la heráldica. En toda América, tierra
joven, lo importante es ser rico. Si yo hubiera llegado a La Habana con mis
lienzos expresionistas de Montparnasse, sólo un pequeño grupo de escritores y
pintores me habría prestado alguna atención. También el éxito y la fama se
cotizan. En suma, cuanto significa fuerza. En países dinámicos como este, la
vida tiene un ritmo y un sabor de batalla, de match. ¡A ver quién vence!
Y la aristocracia —volviendo a mis casinos y a mis clubs—la forman los
vencedores o, más bien, los hijos de los vencedores. En su mayoría, los
criollos del «Unión Club», del “Country» y el «Yacht Club», proceden,
fisiológicamente, de antiguos socios del «Centro Gallego», del «Centro
Asturiano», del «Casino Español», de cualquiera de las múltiples sociedades
españolas que, clasificadas por regiones, forman todavía aquí un sistema
hispánico poderoso y fecundo. Llega a Cuba un galaico, un astur, un catalán, un
montañés, un canario, y lo primero que hace, a poco que sus recursos se lo
permitan, es solicitar un número de socio en el círculo de su comarca. Si se
enriquece y contrae matrimonio en Cuba, sus hijos serán cubanos y socios del
«Unión», del “Country» y del «Yacht». He estado en unos y otros. Los centros
españoles son hermandades regionales, instrumentos pacíficos de la conquista
individual de América. Sus instalaciones suelen ser grandiosas. Los gallegos se
enorgullecen, con razón, de poseer uno de los más bellos palacios de La Habana
moderna y de haber erigido en su seno el Teatro Nacional. En todas las
sociedades peninsulares se dan fiestas filarmónicas, literarias y oratorias y
banquetes patrióticos. En todas puede jugarse a los naipes, al dominó, al
billar y al ajedrez y recrearse con la lectura de los libros y revistas de
España. Pero lo que predomina en ellas es el sentido de comunidad organizada
para defenderse. Sus aspectos pedagógico y sanitario superan con mucho a los
recreativos: clases elementales y superiores; clínicas y sanatorios modelos. El
ambiente, democrático. Y su españolidad tan sensible, tan exacerbada por la
distancia, que cualquiera español de nota que llegue de la Península y se atreva
a censurar algunas de sus costumbres o a hacer crítica de sus Gobiernos, se
concitará el «boycot» de estos círculos, cuya fuerza se hace sentir en toda la
superficie de la Isla. Cada una de estas Sociedades es un a modo de somatén. No
tiene España admiradores más absolutos, defensores más pugnaces —con armas
retóricas—que estos hijos suyos que pasaron el mar sin conocerla casi. Al
patriotismo le ocurre lo que al amor, y es un fenómeno biológico: de cerca se
entibia, ablanda y desfallece; de lejos se fortifica e inflama en todas las
centellas de la ilusión.
Estas sociedades españolas me parecen
perfectas. Así son. Y así deben ser. Es lógico que en sus salones cuelguen
retratos de Doña María Cristina de Habsburgo, de Don Alfonso XIII, de Cánovas
del Castillo, y que para alguna se esté ya pintando el del marqués de Estella.
¿Qué son sino agrupaciones nacionalistas?
En cambio, en los clubs criollos todo es
amenidad, comodidad y deporte. Poca política. El patriotismo de los socios se
sobreentiende. No se habla de la patria. Se la disfruta. Almorzar en la terraza
del Unión Clubs, frente al Morro, que desde ese punto da tal impresión de
cercanía —tan neto sobre el cielo, tan precisas sus líneas, tan limpios sus
colores— que se le «echa a uno encima», como cuando contemplamos cualquier
panorama con potentes prismáticos; almorzar en esa loggia del Unión, te
digo, es para mí un placer. Voy siempre con Sostoa. El criado coloca delante
del grande, del inefable Sostoa una mesita cuadrada y otra delante de mí. Cerca
de nosotros almuerzan el presidente del Senado, el alcalde, tal ministro, tal
banquero. Cada uno en su mesita y en su sillón. Te traen, si lo pides —y debes
pedirlo—, el cangrejo moro, que comes con mucho limón. Pides un plato, que será
excelente. Y concluyes con unos cascos de guayaba, un café insuperable y una
vitola de las “mías”.
Fragmentos de “Nuestra
Habana y la de ahora” (título original), capítulo de la novela Humo, dolor,
placer. Tomado de La Esfera, Madrid, 21/7/1928, n.º 759, página 23.
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