Rubén Martínez Villena
Estos días se arrastran sobre la
capital, lentos, monótonos, húmedos. El leve y continuo castigo de las nubes
pesa sobre los edificios, sobre los transeúntes, sobre las almas. Nada más
desolador que este espectáculo de penumbra, de llanto inacabable, de angustiosa
inminencia.
Allá,
en el mar del sur, las corrientes aéreas se solicitan, se agrupan, se
concentran. Los vientos tienen conciliábulos de conjura. Y luego el ciclón
embrionario se desorganiza, se desintegra, lanza un heraldo satélite y lo
recoge luego, mientras las veletas indecisas piden instrucciones a los
observatorios para saber adónde apuntar y la columna mercurial de los
barómetros se encoge atemorizada ante las miradas de inspección.
Así,
mientras el huracán se entretiene en jugar al escondite, amargando su temible
ataque, las calles de la capital, bajo la lluvia persistente, se alfombran de
lodo suave y simbólico.
Ese
espectáculo de la lluvia sobre una ciudad, es siempre desolado. La lluvia es
gris, aunque el agua es transparente. Y el gris es el color del tedio, de la
ceniza, del invierno –a pesar de la nieve y de la muerte, a pesar de la
tiniebla…
En los días lluviosos la ciudad parece
apagar sus ruidos: todo es recogimiento triste. Acaso por mera simpatía de
color, el azul del uniforme policíaco se encapota tanto como el cielo. Los
tranvías eléctricos rellenan el hueco de sus ventanillas con recios cristales
calisténicos. Las banderas cuelgan chorreantes, perdidas su gracia y su color,
paralelas o enrolladas al asta; solo sigue flotando, delicadamente, con
impermeabilidad mágica, el estandarte vaporoso de las chimeneas. Bajo el
aguacero pertinaz, llegamos a reflexionar seriamente sobre la utilidad real del
paraguas y hacemos la observación honrada de que los aleros sirven para que los
transeúntes no vayan por las aceras cuando llueve.
Pero en La Habana hay, sobre todo, algo
interesantísimo: es ese fango nuestro. Como nuestras calles –sorprendente
milagro– no son de tierra blanda, el fango no es espeso y profundo, como el de
esos caminos donde se hunden hasta el buje las ruedas de las carretas
atestadas. Nuestras calles son de sólidos adoquines, graciosamente levantados
aquí y allá, como fijados con elegante negligencia; nuestras principales vías
son de brillante asfalto, adornadas por hondos baches, caprichosa, pero
profundamente distribuidos; de modo que hoy ostentan la belleza miniaturizada
de Escocia y de Suiza, regiones civilizadas de Europa.
Este
aristocrático lodo, de crasa consistencia, y esos charcos de agua celeste
depositada en los cuencos hospitalarios, tienen regocijadas travesuras. El lodo
trepa desesperadamente a las ruedas de los vehículos y en un júbilo de
liberación, abrazado a la fuerza centrífuga, se lanza cariñosamente sobre los
peatones. En su temible alegría, el agua y el lodo se divierten: desalmidonan
los driles rígidos y constelan los casimires severos de graciosos lunares
coquetos.
Gracias a esos divertidos episodios
callejeros se puede sufrir el tedio de los días de lluvia. Cuerpos en
inverosímiles escorzos fugitivos, se unifican con las fachadas, para
resguardarse del paso de los carruajes; graves hombres reumáticos se detienen a
estudiar los lagunatos y los riachuelos de las bocacalles; damas venerables
alzan la planta y el vestido en un delicado gesto de minué…
Y el lodo resbala hacia las
alcantarillas y las obtura; y las corrientes se ensañan sobre las debilidades
del pavimento; y en los charcos a donde no llega el azote de la lluvia, el
insecto que generosamente propaga la infección deposita la millarada de sus
huevos.
Pero nuestras calles
son de adoquines y de asfalto, como la de los países civilizados, y tenemos
Ayuntamiento y Alcalde y Secretaría de Obras Públicas y Capital y turistas… y
el atrevimiento de quejarnos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario